Alertas aéreas
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El transporte aéreo está fatal. En su regreso a Atlanta, Allendegui tuvo como azafatos a varios maoístas peruanos armados con rifles.
A principios de febrero volé a Santiago de Compostela y el asunto tampoco fue mucho mejor. El vuelo desde Bilbao se retrasó dos horas. Primero dijeron por los altavoces que la demora se debía a "causas operativas". Todos suspiramos, aliviados por el hecho de que no fueran causas de las otras. Una hora más tarde precisaron que la culpa era de "ajustes en el programa de vuelos". Un trabajador de la compañía cruzó la sala de embarque y a su walkie talkie se le escapó una confesión en voz alta que pudimos oír todos los pasajeros: "¡Joderrrr, va todo a pedo burra!". Los paneles informativos de los aeropuertos serían mucho más humanos y reconfortantes si incluyeran este tipo de explicaciones sinceras: "Vuelo 8446 a Santiago. Delayed / Pedo burra".
La azafata que nos dio la bienvenida a bordo se llamaba, para inquietud de los pasajeros aviófobos, Beatriz Fuego. Y en cuanto despegamos, el avión empezó a bailar la conga, meneado por el vendaval. El azote era persistente, de manera que la megafonía mezclaba continuamente avisos con anuncios: nos recomendaron por nuestra seguridad que permaneciéramos con el cinturón atado y que visitaramos Castilla y León. Inquieto por la nueva estrategia de publicidad intimidatoria, temeroso de que un burgalés me rompiera una pierna, y a la vez atraído por la belleza de esa tierra, la hidalguía de sus gentes y sus caldos incomparables, prometí volver a comer un bocadillo en Pancorbo este mismo año.
El que no me pude comer fue el bocadillo de pan apenas descongelado y cuatro rodajas de chorizo (s)ibérico que nos sirvió la amable Beatriz. Quería pedirle un poco más de zumo de naranja y estuve muy tentado de llamarle a voces por su apellido, para aflojar tensiones entre el pasaje y fomentar un sano espíritu de risas y camaradería.
Pero antes de que me diera tiempo, saltamos en otra oleada de turbulencias y en la parte trasera del fuselaje empezó a sonar el chillido angustioso y ascendente de una sirena. Se me ocurrieron dos opciones: nos estaban bombardeando o acababa de desprenderse la cola del avión. La diligente Beatriz corrió por un pasillo de caras pálidas y aterrorizadas, llegó a la parte trasera, desconectó aquel aullido atroz y nos explicó la tercera posibilidad, a la que no había llegado mi aprensiva imaginación: "Perdonen, con las turbulencias se han caído unos libros encima de la sirena y la han activado". Los pasajeros reímos con un evidente alivio oxidonitroso.
Cuando el avión empezó a bajar hacia Santiago, aún quedaban algunas personas asustadas por los saltos y los sustos del trayecto, de manera que Beatriz intentó calmarnos con un anuncio que terminó de aterrorizar a algunos, a pesar de que sonaba a dulce promesa de paz eterna: "¡Nos queda poco!", anunció Beatriz con una sonrisa celestial.
No entiendo las quejas constantes por las malas experiencias en los vuelos, porque las compañías lo avisan en todo momento. Si lo dicen hasta los asientos: "Es mejor vivir debajo de su coche".
(Foto: Skoop).
Publicado el 24 de marzo de 2009 a las 09:00.







