Sufrimiento, belleza y eficacia
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La contrarreloj por equipos es probablemente la disciplina más estética y más dolorosa del ciclismo. Los nueve corredores pedalean perfectamente alineados o en formaciones diagonales para protegerse unos a otros cuando sopla viento lateral, sincronizando los relevos, conducidos por los esfuerzos más largos de los especialistas: da gusto ver rodar a contrarrelojistas como Cancellara o Zabriskie en la cabeza del grupo, formando una punta de lanza con los brazos apoyados en el manillar extendido, la espalda recta, el tronco inmóvil, las piernas machacando las bielas con un ritmo hipnótico, la bicicleta perforando el aire como un cometa, arrastrando en su estela a los ocho compañeros que sufren y sufren para seguir pegados a su rueda, soldados al tubular trasero para refugiarse en su rebufo, porque si entra una mínima ráfaga de viento entre el primer ciclista y el segundo, el dolor se multiplica y hay riesgo de reventar.
(Foto: Cancellara, que salvó el liderato ante Armstrong por 18 centésimas, encabeza el equipo Saxo Bank en la llegada de la contrarreloj. Cyclingnews).
Las contrarrelojes individuales siempre son durísimas: "Al margen de posturas aerodinámicas, tejidos especiales, materiales ultraligeros y mil zarandajas, la esencia de esta prueba es tan sencilla como atroz: el ciclista busca su cota de dolor máximo y trata de mantenerse en ese límite terrible durante todo el tiempo posible. Quien concede una tregua al dolor pierde la carrera". (De Plomo en los bolsillos).
Pero en la individual, al menos, queda un pequeño margen para que el ciclista regule sus fuerzas. En la contrarreloj por equipos, sin embargo, debe pedalear como si fuera un perro enganchado por el cuello con una correa de la que alguien tira y tira y tira a una velocidad desquiciada, y no puede relajarse ni un segundo porque entonces la correa le pegaría un tirón brutal y se ahogaría. Con el añadido de que son sus propios compañeros, y él mismo, los que tiran y tiran y tiran de la correa que amenaza con asfixiarles.
Otro problema: en las contrarrelojes por equipos suelen abundar las caídas (ayer mismo hubo bastantes, y algunas graves). Ya hemos visto la razón: el ciclista debe ir lo más pegado posible a la rueda trasera del compañero que le precede, debe dejar muy pocos centímetros de distancia, porque así evita que se cuele más viento entre los dos y ahorra algún gramo de fuerza. Ese ahorro es crucial para mantener el propio sufrimiento en el límite. Pero a la vez, un ciclista que se está exprimiendo en el máximo dolor alcanzable, va con los reflejos fundidos. Con el paso de los kilómetros, agacha cada vez más la cabeza para concentrarse en el esfuerzo, empieza a dar pequeños bandazos y la hilera perfecta del equipo empieza a culebrear. En esos culebreos, puede que uno de los ciclistas no reaccione a tiempo y toque la rueda trasera del compañero que le precede: al suelo.
Ayer el equipo Astaná dio una lección de sufrimiento, belleza y eficacia. Al viejo Armstrong le faltó un segundo para vestirse de amarillo diez años después de su primera vez (creo que sólo Bartali hizo algo semejante, cuando ganó los Tours de 1938 y 1948, con su carrera interrumpida por la guerra mundial). Prefiero que gane el Tour Contador, y creo que va a ser así, pero ayer deseé ver a Armstrong vestido de amarillo.
Algunos esperan que lo haga en Andorra. Pero yo diría (me apostaría una palmera de chocolate de la pastelería Oiartzun) que no lo va a conseguir. Si es así, esta manera de palpar el maillot y no ponérselo por centésimas va a encajar muy bien en el relato del único ciclista de la historia que derrotó al Tour... y que volvió para conocer por fin la derrota, como parece que debe ser.
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De una excavación arqueológica saco esta foto del campeonato de Guipúzcoa contrarreloj por equipos de 1994. Quince años, mondié.
Publicado el 8 de julio de 2009 a las 11:00.