Siempre que sepas nadar
Archivado en: Ciclismo, Tour de Francia, Alberto Contador, Lance Armstrong, Bradley Wiggins, Jacques Anquetil, Bernard Hinault, Eddy Merckx, Miguel Indurain
Bradley Wiggins hizo ayer de notario. El inglés, un velocista de velódromo, un misil de corto alcance, no terminaba de creérselo. Pero en la subida a Verbier dio un acelerón y constató que Lance Armstrong no era capaz de seguirle ni siquiera a él. Fue un momento histórico, el que certificó que el Tour había derrotado por fin a Armstrong, igual que ha hecho a lo largo de la historia con todos los grandes campeones.
(Foto de Sirotti, sacada de Cyclingnews).
Cuando intentaban conquistar un sexto Tour -esa especie de fruto prohibido-, los mejores ciclistas de la historia sufrían unos desfallecimientos feroces, como si recibieran el castigo de un dios furioso por la blasfemia. Basta con recordar a Anquetil echando pie a tierra en 1966, camino de Saint-Étienne, agotado, temblón, lloroso. A Eddy Merckx, en 1975, que se atrevió a atacar en un descenso alpino vestido de amarillo, dispuesto a arrasar otra vez, y que pocos kilómetros después se vació y acabó haciendo eses en la pequeña subida a Pra Loup. A Bernard Hinault, cegado por la obsesión de ganar y además machacar, lanzado a una fuga solitaria y loca con el maillot amarillo por un carrusel pirenaico, después de otra escapada antológica la víspera, y que acabó derrengado y con los ojos en blanco en Superbagnéres en 1986. O a Miguel Induráin, que pensaba lanzar un ataque cuando de pronto se quedó pegado al asfalto de Les Arcs, fundido y deshidratado, amarrado a un calvario de dos semanas que le llevó a rastras hasta la propia puerta de su casa.
Armstrong había superado todos los listones: primero pudo con el cáncer, luego fue capaz de subirse otra vez a la bici, compitió con los mejores del mundo y les ganó. Conquistó el sexto Tour. Y el séptimo. Y se despidió alzando los brazos en el podio, enmarcado por el Arco del Triunfo, con la leyenda devoradora del Tour convertida en esa moqueta amarilla que él pisó.
Por eso, si ayer hubo un demarraje histórico fue esa leve y vulgar aceleración de Wiggins, un peón atónito que se convirtió en ejecutor de la ley del Tour.
Antes, el ataque eléctrico de Contador fue de los que hacen saltar del sillón y de los que se graban en el recuerdo. También constituyó un momento histórico, y sin necesidad de notarios ajenos, porque Contador firmó con su sello más característico la superioridad que demuestra desde hace un par de años y el anuncio de su futuro dominio. Bastaron esos pocos segundos en los que se puso de pie, pasó por el costado de Frank Schleck pegando un acelerón y abrió una brecha que quizá nadie pueda cerrar durante varios años.
Andy Schleck, quizá el rival más peligroso de Contador en las próximas ediciones, salió detrás de él y completó una ascensión fantástica, aunque siempre lejos del madrileño.
En ese momento Armstrong todavía mantenía un ritmo digno. Iba cediendo segundos pero aún parecía capaz de pelear. Duró poco. Quienes iban a su rueda percibieron la fatiga, la pérdida de velocidad, la pesadez de unas piernas que antaño volaban como molinillos. El viejo dueño del Tour se estaba agrietando y amenazaba con derrumbarse. Aprovechando ese momento, saltó Frank Schleck, saltó Carlos Sastre, que venía remontando desde muy atrás, y saltó hasta el sorprendente y sorprendido Wiggins.
Armstrong no pudo seguirles. Ni siquiera a Evans, que subía muy tocado, ni a su compañero Kloden, que puede acabar en el podio de París sin dejar de trabajar como gregario durante toda la prueba.
En su regreso, Armstrong quizá tenía dos maneras de conseguir un triunfo: la primera, conquistando una victoria que hubiera sido única en la historia del deporte -¡un octavo Tour, casi con 38 años, después de tres temporadas retirado!-; la segunda, conquistando por fin la derrota, ese fracaso que le hiciera más humano y más querido, tal y como le sucedió al perfecto Anquetil, silbado y abucheado por sus compatriotas porque siempre derrotaba al desgraciado Poulidor, y que no obtuvo aplausos respetuosos hasta que se bajó de la bici camino de Saint-Étienne, agotado, temblón, lloroso.
No me lo creo. No me creo que a Armstrong le consuele la idea de que los franceses le quieran un poco más porque ha sido derrotado, no me creo que él participe de esa visión romántica del fracaso. Si este año Armstrong se merece un respeto enorme no es porque ya no pueda seguir a los mejores ciclistas, sino porque ha vuelto a jugar a ganar cuando tenía tantas cosas en contra, incluida la antipatía de muchos aficionados, y porque ha peleado hasta el último aliento.
Lo dejó muy claro en su biografía: "Una vida gastada a la defensiva, sumido en la preocupación, es una vida mal invertida. Me gusta controlar las situaciones, me gusta ganar, me gusta llevar las cosas hasta el límite".
* * *
Del reportaje "Lance Armstrong, el ciclista que derrotó al Tour":
Armstrong llevaba años fascinado por una gran poza natural, un estanque de agua verdosa encerrado entre unos paredones de caliza de quince metros de altura, en las colinas de Texas. Se llama, qué cosas, Dead Man's Hole. El Agujero del Muerto. Cuando ganó el Tour decidió comprar los terrenos circundantes, y cada vez que quiere convencerse del hecho milagroso de que sigue vivo conduce hasta la poza, se arrima al precipicio y salta los quince metros. Dice que en esos segundos de caída libre le entusiasma sentir los latidos frenéticos del corazón, el cosquilleo del vértigo, la dosis de terror. Luego el chapuzón violento, los jadeos, las brazadas hasta la orilla y la feliz vuelta a casa. "Un poco de miedo sienta muy bien", dice, "siempre que sepas nadar, claro".
* * *
(Plomo en los bolsillos: sólo disponible en info@anderiza.com)
Publicado el 20 de julio de 2009 a las 17:30.