Su linda conversación
Archivado en: Viajes, Bolivia, Gregorio Iriarte
(Dedicado a Paco, para que saboree los diminutivos).
Cuando arranca el autobús, empieza una partida de tetris boliviano. Algunos pasajeros viajan con billete pero sin asiento, así que deben encajarse lo mejor que pueden en el pasillo para soportar las siguientes horas de traqueteo por las pistas de tierra. Son indios que acarrean fardos enormes, indias que cargan a sus bebés en los aguayos -las bolsas de lana coloridas que se anudan a la espalda-, ancianos de rostros tan áridos y surcados como el altiplano y niños con una paciencia precolombina. Se sientan, se recuestan, se apoyan espalda con espalda, sin una queja. El bus deja atrás la ciudad, deja el asfalto, y empieza el bamboleo de bache en bache, la polvareda que se cuela hasta los bronquios, el tufo húmedo y vegetal de la hoja de coca mezclada con la saliva, la cumbia machacó-machacó-machacona saturada de arreglos electró-electró-electrónicos.
El viaje por el altiplano puede durar tres horas, seis, doce, de Oruro a Llallagua, de Potosí a Uyuni, de Uyuni a La Paz. El meneo impide leer, la cumbia impide dormir, las ganas de hablar se apagan en pocos kilómetros.
Por suerte, hay un personaje que siempre llega para salvarnos. En mitad del trayecto se aparece como una silueta en la parte delantera del pasillo, emerge entre la nube de polvo y se encarna en una figura radiante con rostro de bronce, camisa celeste, corbata oscura, pantalones planchados, zapatos lustrosos y maletín negro. Separa bien los pies para anclarse de pie en el pasillo y resistir los bandazos del bus con absoluta impasibilidad. Se pasa un poco la mano por el pelo engominado, carraspea y arranca con un tono cantarín.
-Muy cordiales buenos días. Señores pasajeros, señoras pasajeras, perdonen que me atreva a interrumpir su lindo pensamiento o su linda conversación. Mi nombre llega a ser Johnny Hernández.
Del bolsillo de la chaqueta saca un tarrito.
-Trabajo para una empresa naturista de Cochabamba, señor, y mi persona viene a comentarles sobre su salud, ya vengo a presentarles esta pomada, este ungüento de coca y hierbas medicinales, para aquellas personas que ya están sufriendo con aquel reumatismo, ya están con aquella artritis, gota, ciática, várices. También, señor, sumamente para llegar a evitar aquella variedad de enfermedades, dolor de hueso, deformación de hueso, deformación muscular, usando la pomadita solamente por las noches, señor. Una vez friccionado en la parte afectada, me va a agarrar un trapito o un pañito en la casa, me va a hacer calentar el trapito en la plancha, si no hay plancha en la casa, señor, me hace calentar con el fueguito, con el hornito, y una vez calentado el pañito o el trapito, señor, me va a empezar a vendar la parte afectada, se me va a colocar en forma de parche el pañito, en esa parte del dolor de la espalda, del dolor de los pulmones insoportable. También ahora permítame, señor, a mi persona, pasar ahora a regalar una pequeña cantidad también, señor, de esa pomadita, para que usted, señor, por lo menos vaya sintiéndole el aroma, y vaya viéndolo personalmente, señor.
Johnny vende pomadas de coca (un tarrito, cinco pesos; tres tarritos, diez pesos -un euro-). Otros vendedores en otros autobuses anuncian cepillos de dientes como si ofrecieran el último frasco del elixir de la inmortalidad. Algunos venden libritos de chistes y de historia boliviana, un gesto de humor negro involuntario. Una niña pasajera de unos doce o trece años sale al pasillo, canta cuatro canciones seguidas y al final pide ayuda para pagarse los estudios.
Todos los vendedores, charlatanes y artistas de los autobuses bolivianos tratan a los viajeros como a emperadores -al viejito adormilado, a la chola que acuna a su guagüita, a los gringuitos como nosotros-, con un respeto profundo y unas cortesías tan dulzonas, que hasta un reacio a los diminutivos como yo les acaba tomando cariño. Me encantan estito, por "esto"; unito, por "uno"... y mi favoro, digo, mi favorito: acasito, por "acá". ¡Acasito nomás!
Todos se dirigen a los viajeros con florituras barrocas, todos hablan con una inundación de diminutivos, a muchos les oí esa misma fórmula deliciosa para arrancar el discurso:
-Señores pasajeros, señoras pasajeras, perdonen que interrumpa su linda conversación o su lindo pensamiento.
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El sacerdote navarro Gregorio Iriarte, que lleva 45 años trabajando en Bolivia, en la primera línea de los episodios más terribles del país, dice que no podría vivir en Suiza.
-En Bolivia siempre hay mucho que hacer, mucho que pelear, y yo tengo espíritu aventurero. Critico mucho al sistema, me meto con Evo, me quejo del país, pero estoy muy contento. Aquí hay unas relaciones humanas como no he conocido en ningún otro sitio. Hoy tenían que enviarme los ejemplares de mi nuevo libro, pero se han retrasado. Uno puede pensar: ya estamos otra vez con los bolivianos, qué falta de fundamento. Pero resulta que se ha muerto la abuela de no sé qué trabajador de la imprenta y todos han ido al entierro. Y hoy no hay libro. -Gregorio se ríe-. Aquí lo primero es lo primero. Una maravilla.
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Un día, Gregorio vio a una señora limpiando la iglesia. Como no la conocía, preguntó a un sacristán boliviano:
-¿Quién es esa gorda que está limpiando?
-Gordita, padre, gordita.
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Gregorio habla con admiración de un mendigo que suele acudir a la casa de los padres oblatos acompañado de varios perros famélicos. Un día le preguntó si esnifaba clefa [pegamento]:
-Yo no, padre. Mis compañeros sí.
El cura se quedó callado. El mendigo interpretó un reproche en su gesto.
-Pero es que tienen mucha hambre y mucho frío, padre.
Luego le preguntó dónde iba a pasar la noche.
-Debajo del puente.
-No, hombre. Mira, te doy dos pesos para que vayas al albergue, que hoy hace mucho frío.
-No, padre, no me dé nada.
Gregorio insistió pero el mendigo no aceptaba las monedas.
-¿Por qué no, hombre? ¿Por qué no quieres dormir en el albergue?
El mendigo no respondía. Quería marcharse, pero el cura siguió ofreciendo el dinero y repitió la pregunta.
-¿Por qué no quieres ir al albergue?
-¿Y los perros, padre?
-Hombre, los perros no necesitan alojamiento.
-Sí, padre, los perros también sufren.
Publicado el 4 de enero de 2010 a las 09:00.