Ellis Island, el penúltimo paso
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Tras diez o catorce días hacinados en la bodega del transatlántico, los emigrantes salían a cubierta y descubrían la Estatua de la Libertad (en cuya mano algunos creiín ver una espada; eso es ser emigrante segun Georges Perec: ver una espada donde hay una antorcha) y la línea de rascacielos de Manhattan (que algunos confundiín con asombrosas montanyas rectilineas). Pero el barco no tocaba puerto sino que dejaba a los pasajeros en Ellis Island, un islote de la bahía de Nueva York en el que se levantaban los edificios del centro de recepción de emigrantes.
Entre 1892 y 1924, doce millones de personas cruzaron sus pasillos y fueron interrogados y examinados en sus mostradores y ventanillas, antes de entrar en los Estados Unidos. Casi todos huían de la miseria más negra: millones de italianos e irlandeses hambrientos, judíos alemanes, ucranianos y rusos perseguidos, polacos oprimidos... Como se ve en las fotos del actual museo de Ellis Island, algunos se vestían sus trajes regionales con la mayor solemnidad para pasar el examen de los funcionarios estadounidenses: rusos vestidos de cosacos, argelinos con túnica y turbante, un matrimonio húngaro con seis hijos trajeados... Temían el examen de los ojos (porque un indicio de tracoma significaba la expulsión), los tests de inteligencia y lectura, las letras con tiza que los médicos trazaban en sus hombros para indicar cualquier tara. La inmensa mayoría consiguió dar el último paso desde Ellis Island hasta la tierra firme de Nueva York: solo rechazaron al 2% de los emigrantes. Pero ese pequenyo porcentaje supone 250.000 personas que perdieron en Ellis Island su última esperanza y fueron enviadas de vuelta a través del océano quién sabe a qué infierno, en el viaje más cruel que se pueda imaginar. No conocemos sus historias. Su estela se disolvió en el océano. Y el dato terrible: en esos treinta y pocos anyos, 3.000 emigrantes rechazados se suicidaron en Ellis Island.
Los antiguos edificios acogen ahora un museo estremecedor. En él se conserva la memoria de aquellos doce millones de emigrantes que pasaron por la isla y construyeron Estados Unidos (hoy en día, cien millones de estadounidenses pueden localizar a algún antepasado que pisó este islote arenoso en la desembocadura del río Hudson). El museo ofrece expresiones de desconcierto congeladas en el blanco y negro de las fotos, grabaciones de voces emocionadas, testimonios escalofriantes de desgarros familiares. También muchas alegrías, reencuentros, esperanzas. Estas tremendas historias se pueden recopilar y se pueden contar. Salí de la isla con un montón de apuntes, fotos y media docena de libros. Me gustaría escribir un reportaje con esas historias. Pero entre nosotros -visitantes, espectadores, oyentes del 2008- y la abuela italiana que mira con terror desde una foto de 1910, se abre un abismo tan inmenso que ya no podemos construir ningun puente.
Si un reportaje sobre Ellis Island sirve para algo, porque realmente no sé si sirve para algo, quizá sea para tender un puente entre nosotros y los desgraciados que hoy buscan su última oportunidad en nuestras costas, con la misma esperanza aterrorizada.
Ellis Island exige una larga digestión. Después de conocer un punyado de esas doce millones de historias, de asomarnos al vértigo de esas oleadas de emigrantes de tantos países y tantas épocas, la única idea un poco clara que saco por ahora es la de la increíble chiripa haber nacido en San Sebastián en 1976, un premio improbabilísimo y mil veces más multimillonario que el Gordo de manyana.
Buenas noches desde Harlem, barrio negro totalmente cubierto de blanco: nieva York.
Publicado el 21 de diciembre de 2008 a las 00:30.