¿Cómo lo llevas psicológicamente?
Archivado en: Batido de coco
Me gustó que algunas cafeterías y algunos restaurantes de Nueva York prohibieran el uso del teléfono móvil, para proteger a los demás clientes de la avalancha verborreica de tanto impúdico suelto. Y recordé aquella prohibición un poco después, en el autobús que me llevaba de Madrid a San Sebastián. Muchos pasajeros ya no soportan varias horas de silencio, lectura o contemplación por la ventana (en fin, no soportan quedarse a solas con ellos mismos) y empiezan a telefonear a todo quisqui para salvar ese aburrimiento desesperado. El parloteo se extiende por el autobús y trepana el cráneo de todo aquel que pretenda sestear o leer un poco.
Mi compañera de asiento, una chica que llevaba tres pueblos burgaleses explicando por teléfono una fiesta de disfraces, se interrumpió un momento. Al parecer, su interlocutora se estaba preocupando por el coste de la llamada. Y entonces la chica soltó una frase terrorífica: "Tranquila, es que pago un minuto y puedo hablar cien".
Si algún día se confirma que las ondas de los móviles alteran nuestras células, en aquel autobús se estaba rifando un enorme tumor. Pero los diálogos troceados casi merecían un cáncer. Una señora cubana o dominicana discutía a gritos sobre unas tijeras de uñas: "¡Yo pensé que eran las mías! ¿Cómo me voy a llevar unas tijeras de uñas que no son mías? ¿Estás loca?". Un hombre trataba de bajar la voz al explicar los detalles de una negociación empresarial, pero acababa informando a todo el pasaje sobre la dudosa catadura moral de su cliente. Al otro lado del pasillo, una chica preguntó con voz atemorizada: "¿Se ha enterado ya el aitá?". Una joven china, de apariencia delicada y cutis porcelanoso, se enfadó con su interlocutor y empezó a graznar y gorgotear como si estuviera bebiéndose de trago un bidón de callos en salsa. Justo detrás de mí, una chica guipuzcoana que estudiaba en Madrid le dio esta explicación a su compañera de viaje: "Mi madre me dejó ir a vivir a un piso con mis amigos, con la condición de que su psicólogo me hiciera un seguimiento".
* * *
Nos obsesiona la seguridad. Ansiamos tener la vida bajo control hasta los mínimos flecos y buscamos manuales de instrucciones para todo. No hay más que ver los libros de autoayuda, las revistas especializadas y los programas de televisión que tratan la vida como una lavadora medianamente complicada de programar: cómo criar hijos adolescentes mangarranes, cómo triunfar en el trabajo, cómo organizar las finanzas domésticas, cómo clasificar a los amigos y familiares en nueve tipos, cómo cuidar la relación de pareja, cómo ahorrar, cómo gastar.
Conozco a personas que han salido de pozos profundos gracias a la ayuda de un psicólogo (también a personas que no han sacado nada en limpio después de bastantes sesiones, pero eso puede pasar en cualquier ámbito). Tengo a esa profesión por una rama médica valiosa. Sin embargo, la psicología empieza a aparecer hasta en la sopa, nos la recomiendan en cuanto surge un grumo de complicación en nuestra vida, y me da la impresión de que se ha convertido en el comodín al que recurrimos para que nos mastique las complejidades de la existencia y nos las dé en papilla.
La madre que exige la supervisión de un psicólogo para que su hija viva en un piso de estudiantes parece un caso extremo, caricaturesco, pero resulta muy ilustrativo de esta clase de dimisiones personales. Porque en el fondo son dimisiones: ni soy capaz de tutelar esa primera emancipación de mi hija ni me hago cargo de las consecuencias; prefiero pagar a un profesional para que tome mis decisiones y asuma mi responsabilidad.
No aceptamos la incertidumbre, no aceptamos las consecuencias de nuestras propias decisiones, nos asusta -demasiado- la posibilidad de errar. Por eso necesitamos que un profesional nos aconseje qué decidimos, cuáles son nuestras prioridades, cuáles son nuestros problemas, qué debemos evitar, qué debemos buscar, por qué cosas luchamos y cuáles abandonamos. Queremos que nuestras decisiones subjetivas, falibles, inseguras, cuenten con el respaldo de un profesional y así se conviertan en decisiones objetivamente acertadas, profesionalmente garantizadas, corolarios de leyes firmes.
Y sin embargo, parece difícil que el mejor profesional en los asuntos de nuestra propia vida no seamos nosotros mismos. Al menos mientras seamos capaces de llevar las riendas, que no siempre podemos.
* * *
Eresfea transcribe en su blog estas palabras de Clint Eastwood:
"Las nuevas generaciones de jóvenes son bastante quejicas, no nos engañemos. Ahora la gente pregunta a los niños cosas del tipo `¿cómo estás llevando las cosas desde un punto de vista psicológico?´. Antiguamente tan sólo apretabas el culo y tirabas hacia delante. Y si te tocaba las narices un chaval más grande que tú, le respondías y eso te permitía ganarte el respeto de los demás.
No puedo decirte cuándo empezó todo esto de la `generación de los quejicas´ pero supongo que algo se torció cuando la gente empezó a preguntarse continuamente por el sentido de la vida".
* * *
En un episodio de Los Simpson, Marge se engancha a las tragaperras y acaba confesando su adicción: "Es cierto, tengo un problema. Necesitaré la ayuda de un psicólogo para superarlo". Responde Homer: "No, que son muy caros. No lo vuelvas a hacer y ya está".
Publicado el 5 de enero de 2009 a las 00:15.