La vida sobre el glaciar
Mi oficina en el glaciar
Vivimos sobre un glaciar, una especie de gran limaco de hielo. Resbala tan despacio que podemos instalarnos sobre su lomo durante semanas sin notar ningún movimiento. Yo me he fijado en una gran piedra que se sostiene en equilibrio sobre una estrecha columna de hielo: si llego a verla caer, habré percibido que el glaciar se mueve.
Los montañeros sí reconocen en el glaciar a una especie de ser vivo, porque ellos se acercan a los bordes, allí donde el limaco de hielo se roza contra las montañas, se eleva en ondulaciones, se descarna en grietas, se parte en tajos abiertos por los arroyos de fusión. Pero en el lomo del glaciar, en la zona rocosa y elevada del centro, no hay más movimiento perceptible que el de los extraños seres que nos hemos instalado aquí: chovas, cuervos, algún zorro que anda dejando sus huellas en la nieve, montañeros.
Fuimos la primera expedición del año en llegar al glaciar Godwin Austen, en la base del Broad Peak, así que escogimos a nuestro gusto el lugar para el campo base: una pedrera central y elevada, todavía medio cubierta por las abundantes nevadas de este año, y que apenas nos aísla de la masa de hielo sobre la que dormimos. Entonces sí que percibimos la presencia del gran limaco congelado, cuando por las noches nos tumbamos sobre él y sentimos cómo llegan desde el subsuelo sus emanaciones heladoras, dentro de una tienda en la que la temperatura cae por debajo de cero, en la que el agua de la cantimplora cuaja en cristalitos y los cordones de las botas se quedan tiesos, en la que nos frotamos los pies un buen rato como ceremonia previa al sueño.
Del limaco blanco nos olvidamos por completo en la tienda-comedor: es el centro social en el que además de comer, jugamos al mus, escuchamos música, charloteamos, leemos. A veces, las ascensiones de los montañeros parecen actividades de relleno para hacer tiempo entre desayunos, comidas y cenas, de una variedad y una abundancia asombrosas. Qué mitificado está el himalayismo, solemos decir ante el desfile de arroces, lentejas, chapatis, sopas, pastas, carnes, verduras, tortillas, flanes, cafés, preparados con primor por el cocinero Karim y los pinches Amín y Alí. Los veteranos, que conocen bien la monotonía de barritas energéticas y alimentos liofilizados que les espera en las alturas, hoy se sacan de la manga un lomo ibérico y mañana una botella de vino, al mediodía un bote de aceitunas y por la noche una tableta de chocolate. "Gu baino hobeto bizi dena... kabroi galanta", solemos decir también ("El que viva mejor que nosotros... tremendo cabrón").
Ensalada K-2, cortesía de Karim
Ahora mismo, mientras escribo en la pequeña oficina que he instalado en un extremo del comedor, entra Alí, más majo que las rupias, con un termo de agua caliente para que me prepare un té, un café soluble, una achicoria. Si quisiera unas galletas, me las traería volando desde la tienda-cocina. Y si no me encontrara en el comedor, vendría hasta mi tienda con el té. En el campo base, la verdad, holgamos como virreyes.
Tampoco nos faltan otras comodidades imperiales: a veinte pasos tenemos una tienda-cabina que hace de ducha. Pedimos a los pinches que nos calienten un balde de agua, lo mezclamos con nieve para no quemarnos, entramos a la cabina, nos situamos sobre el hoyo que hay entre piedras y nos lavamos de arriba abajo con una jarra.
También hay una segunda tienda-cabina para otro tipo de operaciones fisiológicas, pero no a veinte pasos sino a cien, por razones obvias. Cuando lleguen más expediciones, nos juntaremos bastante gente en esta zona, y aunque el glaciar sea enorme y ofrezca todo tipo de rincones sugerentes para acuclillarse, conviene regular la actividad intestinal comunitaria. Por eso construyeron una plataforma de rocas, con un gran hueco en medio, y montaron encima la discreta tienda-cabina. Si uno no tiene el olfato demasiado fino, resulta un buen sitio para meditar sobre el K2 y su permanente crecimiento como consecuencia del choque de placas tectónicas.
El campo base está situado en un emplazamiento espectacular. Al norte se eleva una pirámide de hielo y roca de cuatro kilómetros en vertical: el K2, la segunda montaña más alta de la Tierra (8.611 m.). Al este, una mole tricéfala que casi siempre queda envuelta en nubes: el Broad Peak o Palchan Kangri o Mendizabal, que viene a significar lo mismo (8.047 m.). Al oeste, varios picos sin nombre conocido que superan los 6.300 metros. El problema es que en esta hondonada entre colosos no tengo manera de conseguir cobertura con el teléfono por satélite. Y cada vez que necesito conectarme para mandar algo, debo caminar hacia el sur por la única escapatoria posible, glaciar abajo, hasta que a los quince minutos llego a mi oficina entre rocas: el punto en el que puedo orientar la antena hacia un collado al suroeste, por el que recibo la señal. Allí trabajo un rato cuando hace bueno, sobre el glaciar, bajo el K2 y el Broad Peak, al pie de unas laderas imponentes que de vez en cuando sueltan avalanchas remotas, atronadoras, fascinantes. Allí trabajo como en el interior de un salvapantallas.
Publicado el 21 de junio de 2010 a las 11:30.