Patagonia sin moscas
Sigo rescatando algunos párrafos descartados de las crónicas de la expedición Pangea o del posterior libro Los sótanos del mundo, ahora que se cumplen diez años de aquel viaje.
En el libro dediqué algunas líneas a la confusa delimitación geográfica de la Patagonia, pero al final quité esta explicación de lo evidente que fue para nosotros:
"Para nosotros, la Patagonia empieza de una manera muy explícita y tajante, unos kilómetros antes de llegar al río Colorado. Un cartel inmenso anuncia en la carretera: "Entra usted en la Patagonia: zona de protección contra la mosca de la fruta". Nos parece muy bien que impidan la entrada a la mosca de la fruta, algo habrá hecho, pero no entendemos muy bien el cartel. No parece que la ausencia garantizada de estas moscas sea una característica que atraiga especialmente a los visitantes de la Patagonia. Pero cien metros más adelante entendemos que no se trata de un reclamo turístico, cuando leemos otro cartel, más grande y con tipografía más urgente: "Inspección zoofitosanitaria patagónica". La carretera se ensancha en una explanada donde esperan camiones y coches detenidos. Un hombre vestido de astronauta y armado con una manguera vaporizadora fumiga de arriba abajo un camión de frutas.
Nos detenemos en la cuneta y sube al autobús un chaval rubio desganado, con un peto verde que lo acredita como inspector zoofitosanitario. Un título con tantas sílabas no basta para engañar a este joven: trae la cara larga y la conciencia dolorida de un biólogo becario cuyas prácticas consisten en revisar maleteros para buscar plátanos. En el folleto que nos da se explican los desastres que causa la mosca mediterránea en la Patagonia, y el chaval añade que debe requisar productos que puedan contener larvas de esa mosca y otros alimentos que puedan contaminar la producción agropecuaria patagónica. ¿Llevamos frutas, verduras, carnes con hueso, queso, semillas, vísceras frescas, cueros frescos? Abre un par de armarios sin mucho interés y encuentra un pequeño botín: una bandeja con chuletas de cerdo envasadas y unas bolsas con tomates, cebollas, peras y manzanas. Levanta los hombros en señal de disculpa, deja que nos comamos unas peras in extremis, nos choca los cinco con amabilidad y con su mano enguantada en látex, y baja del bus con las bolsas. Cuando el bus atraviesa la barrera levantada, nos fijamos en una característica llamativa y sospechosa: todos los jefes de los inspectores zoofitosanitarios son bastante gordos".
Y también eliminé del libro este pequeño experimento en Yibuti, el país más caluroso del mundo. Cuando estuvimos nosotros, en junio, las medias diarias en la capital eran de 44 grados a la sombra:
"Vemos una cabina de teléfono plantada en mitad de la calle, a pleno sol, y se nos ocurre un experimento. Entro a la cabina, termómetro en mano, cierro la puerta y me asusto: el mercurio sube con rapidez hasta los 57 grados y yo chorreo sudor como una esponja exprimida. En diez segundos estoy completamente empapado. Los cristales de la cabina hacen efecto de lupa y dentro no corre nada de aire. Una pequeña brisa despejaría el sudor de mi piel, me permitiría sudar más y rebajar así la temperatura de mi cuerpo; pero sin ninguna ventilación, tengo los poros colapsados y mi temperatura sube sin remedio. Salgo al borde del desmayo".
Así inventamos el cabinning, un deporte de riesgo quizá demasiado audaz para su época y ya anacrónico en estos tiempos de aifons.
Publicado el 4 de octubre de 2010 a las 11:15.