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Blog de Jim McGarcía

Bocados de Biagra

Voces de ultraverja

Archivado en: Jim McGarcía, Walter Queijo, Mourenza, McCueva, Marc

Y entonces, un buen día, con veintitantos años, te das cuenta de que tienes encima de tu conciencia el cadáver de un policía. Todo iría relativamente bien si no fuera porque este policía y su cadáver (más lo primero que lo segundo), están relacionados directamente contigo. Aunque hay quien, antes de preocuparse, se pondría a echar cuentas para saber si ha tributado impuestos suficientes en su vida como para haberse ganado el derecho de disponer libremente del cadáver que él mismo ha pagado, en mi caso este procedimiento es implanteable. Adelante, llámame comunista.

 

Para no cambiar el protocolo de actuación en casos desesperados, y dado que Walter aún no ha terminado con su primera fase de deposición sobre antiguas divinidades de la cultura occidental, creo que voy a tomarme unos minutos para reflexionar.

El agente Mourenza, hasta donde yo sabía, era un tipo más o menos honesto. Un policía normal, de trato normal. Arrugado en cara y camisa, con callo de escribir con lápiz y zapatos sucios. Antes de que el calor y la muerte le hicieran perder tersura e higiene, aparentaba unos indeterminados cuarenta años, bastante bien llevados supongo (creo que esto indica que más bien tendría 45). Conmigo se portó bien, guiado por su propio beneficio, pero bien al fin y al cabo. Entre los dos metimos a Marc, el origen de casi toda la mierda que me envuelve, en la cárcel en la que debió haber ingresado a los cinco años. Esta circunstancia privativa, añadida al hecho de que sólo Marc, Mourenza y yo conocíamos el almacén de estupefacientes eréctiles felizmente rebautizado como la McCueva, hace que me tema que todos los indicios apriorísticos apuntan al mismo sitio. Lástima que a posteriori (o a secundi, que dirían los antiguos latinos paletos), esta teoría rápida no acabe de encajar como respuesta de la pregunta "¿para qué iba Marc a matar a Mourenza?"

Como todos los imbéciles, Marc es un fulano bastante pragmático. Conceptos como rebelión, venganza o amistad, le son completamente desconocidos. Marc sabe de vinos, de restaurantes, de burdeles y de cotilleos de urbanización. Sabe de extorsión, de compraventa de material robado, de tráfico de Biagra y de dinero negro. Y sabe que matar al policía que te ha metido en la cárcel sin ningún tipo de animosidad preexistente no sirve para nada más que para que te metan en un agujero aún más oscuro que en el que él ya estás. Puede que yo sea un problema para Marc, pero el policía no tenía nada que temer por su parte. Si además el único cadáver previamente mencionado en esta historia (y no todas las historias de mi vida tienen un cadáver) venía con toda seguridad de otro sitio, imagino que Mourenza, al igual que yo ahora, estaba metido en algo más turbio que el tráfico de Biagra.

- Walter, hay que mirar en el muerto.

- Joder chaval... ¿Dentro del muerto?

- No, no... En el muerto, en la ropa y eso.

- Y exactamente, ¿por qué hay que hacerlo? Y lo más importante: ¿por qué me toca a mí?

- Te toca porque tú eres el músculo, el tipo duro, el pegamento. ¿No hacéis cosas de esas en los burdeles?

- No chaval, no. En los burdeles se folla. A veces se dan palizas. Pero no miramos en muertos. Ni siquiera hay muertos en los que mirar, joder.

- Pues yo no lo voy a hacer. Y es necesario, de verdad.

-¿No has pensado en llamar a la policía?

- No, no he pensado en llamar a la policía. Vamos Walter, piensa. Si llamo a la policía tendré que dar más explicaciones, y es probable que, mientras no obtengan esas explicaciones que yo desconozco, me vaya a pasar un tiempecito en la cárcel. Es incluso probable que esas vacaciones tenga que pasarlas junto a Marc, la cucaracha que conocía como "jefe".

- ¿Y si les llamas y no vamos?

- Pues vete tú a saber si queda un puñetero sitio en toda la McCueva que no tenga huellas mías. Estar en busca y captura no arreglaría nada. Tal y como están las cosas, ahora que las ganas de venganza (que no han disminuido ni un ápice) ya sólo le sacan un palmo a la curiosidad, no me puedo permitir dejar esto como está. Estamos tan cerca... Sólo tengo que hacer una llamada al número de la foto, quedar con mi padre, sacarle un par de respuestas con tu ayuda, y después coserle a tiros con la pistola que, ¿cómo no?, también está a nombre de Marc.

- Jim esto no está bien. Es posible que ese madero tenga familia y que le esté esperando. Sabes que apoyo todo el tema de la venganza, pero este tío no mató a tu herman... colega.

Vale, me has obligado a pronunciar las palabras mágicas:

- Walter, ese tío era policía, trabajaba para el gobierno. No me fío.

- Yo tampoco me fío joder, ya lo sabes. Putos burócratas de mierda y todo eso... Pero Jim, está muerto... No se lo hace, ¿ves?

- Walter, no vamos a llamar a la policía. Y deja de darle pataditas, que te estás poniendo la bota perdida. Cierra la verja, por favor.

- ¿Vamos a dejarlo aquí?

- Eso es Walter. Sólo serán unas horas. Un par de días a lo sumo. Resuelvo el asunto de Paco y, después, todo por lo legal. Llamamos a la policía y doy todas las explicaciones que hagan falta para calmar tu conciencia. ¿Estás conmigo?

- Sabes que sí chaval. Pero espero que no te equivoques en esto.

Mientras que Walter cierra la verja, y el olor deja de ser algo masticable, me decido al fin a sacar el teléfono. Marco el número de la foto. Con el primer tono, por poco se nos sale el corazón por la boca. Al otro lado de la verja suena Corazón Latino de David Bisbal.

Tuve que repetir este proceso tres veces, con sus respectivas rellamadas y gorgoritos latinos, antes de caer en la cuenta y pedirle a Walter que volviera a abrir la verja.

Está claro que Mourenza, el tío de los politonos, aún tiene un par de cosas que contarnos. Lástima que, seguramente, ninguna de ellas vaya a explicarnos el porqué de su lamentable gusto musical.

Publicado el 14 de julio de 2010 a las 20:45.

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Prohibido entrar a la McCueva

Archivado en: Jim McGarcía, McCueva, Mamá, McGarcía senior

Balance de situación: 

- Novias: 0

- Casas: 0

- Trabajos respetables: 0

- Trabajos clandestinos: 0,5

- Almacenes mohosos: 1

- Amigos: -1

- Dignidad: no computa

- Amenazas potenciales de muerte: 2

- Dinero: suficiente para malvivir

- Tabaco: 4 cartones y 17 cigarrillos (nunca dejes a tu novia sin antes comprar tabaco).

- Venganzas: 1 en camino, 0 conseguidas.

- Familiares asesinos: puede que 1

McCueva

Me afano en este tipo de listas porque es lo único que se puede hacer en un almacén de 25 metros cuadrados sin luz. Nada natural, nada artificial, sólo una vela de mierda y todo el contenido que me cabía en el maletero de un taxi. Intento ordenar mi vida, planificar la jugada. Me he metido de lleno en esto, hasta el punto de arruinar cualquier cosa que me une a la sociedad. En realidad, no hay apenas diferencias entre el ruso y yo. De hecho, cualquier diferencia posible entre ambos juega a su favor. Él, al menos, no tiene que hacer sus necesidades en un arenal. Yo sí. De todos modos, estoy intentando ponerme de acuerdo con mi cuerpo para que sólo me fuerce a hacer vida de gato una vez al día, y por la noche, claro. El primer día fue horrible, con todo el calor, al lado de una de esas carreteras por las que pasan corbatas y moños a 120 por hora buscando la apacibilidad de su suicidio dorado. Y yo cagando e intentando parecer gitano. Sí, ya sé, un racista cabrón. Es lo que tiene la miseria, que la corrección política se te hace, cómo lo diría... Prescindible, sí, eso es.

Cuando era pequeño, y los gritos de mis padres comenzaban a acotar mi concepto de infancia, soñaba, como todos los demás, en irme a mi sitio. Mi sitio no era mi habitación, que pagaban mis padres y, por lo tanto, era accesible para todos. Mi sitio era un lugar secreto, en donde nadie me encontraba. En él sólo había cuentos y militares/ninjas de plástico. De haber existido, de haber podido evitar toda esa mierda, lo hubiera llamado la McCueva.

Vamos, deja esa mierda Jim, a quién pretendes engañar. En honor a la verdad, y a estos resortes de moral que me taladran de vez en cuando la cabeza, creo que este relato sería incompleto si no dijera que la mía fue una infancia feliz. A pesar de toda esa mierda freudiana, quiero creer que esa vocación de privacidad la hubiera tenido igual en caso de que mi padre se acostara religiosamente con mi madre todas las noches hasta ahora. Al menos, hasta que se murió la vieja.

Mi madre, española de Madrid para más señas, murió a los cincuenta y dos años de la forma más estúpida del mundo. Tenía yo diecisiete años y un móvil recién estrenado, como todos los demás por aquella época. Mi madre tenía una ducha resbaladiza, un grifo mal colocado y una nota en la puerta de la nevera con mi número de móvil. El resto, una constatación de que no tengo más parientes y de que las amistades se resuelven con una ramo de flores y una palmadita en la espalda, de que mi padre definitivamente era un hijo de puta, y el añadido de un seguro de estudios para que yo pudiese acabar una carrera universitaria. Al final, todo apunta a que mi madre, si pensaba en mi futuro como parece que lo hacía, debió haber suscrito la póliza para vagancia. Hubiera sido mucho más útil que cubrir mis estudios.

 

Un momento, la vela se acaba, voy a por otra mientras que hay luz suficiente.

 

Listo. Más barato imposible. Por dónde iba, ah sí, el tema familiar. Mi madre murió, fin de la historia. Era una buena persona, al menos conmigo. Me daba de comer, me vistió hasta que yo quise, se preocupó por mí, y nunca jodió profundamente a nadie. A lo mejor, un día se olvidó de pagar el pan. Hubiera sido gracioso. También es graciosa esa creencia popular de que el tiempo pone a uno donde se merece. Es como la Biblia del agnóstico. Bien, pues a mi madre, el tiempo la puso a morirse desnuda. A Paco, el tiempo optó por descuartizarle, y a mí, el tiempo me ha puesto en un puto horno crematorio. Mucho calor y ninguna ducha, así que pintan bastos.

Después está mi padre, inglés de Manchester. ¿No lo había mencionado?, soy bilingüe. Me manejo de forma igualmente limitada en inglés y en español, lo cual, como se puede  comprobar, me ha garantizado un puestazo en una multinacional. De él recuerdo que era un padre anodino, ni bueno ni malo. Quiero decir con esto, que no era la clase de padre del que uno espera que vaya a mover una montaña o a convertirse en un superhéroe. Sólo estaba bien. Salíamos a pasear, me hablaba de Inglaterra, de la comida, que él adoraba, y de la niebla que hacía todo mucho más interesante. Me decía siempre que yo era muy listo, y que estaba claro que iba a ser alguien importante. Recuerdo sus trajes, o más bien, recuerdo a mi madre planchándolos mientras que yo veía la tele. De su familia, la de mi padre, tampoco sé nada. Creo que tenía algún hermano en Inglaterra, pero no hablaba mucho de él. Puede que ni siquiera tuviera un hermano. Un día se cansó y se fue. Como ya he dicho en alguna ocasión, mi padre también fumaba. Se quedó sin cambio para la máquina del bar de enfrente de casa cuando yo tenía diez u once años. Aunque lo esperamos un tiempo, finalmente concluimos que no había estancos tan lejos. Nunca comí tanto como en los días que esperábamos la vuelta de mi padre. Claro que la espera y los atracones sólo duraron algo más de mes y medio, justo el tiempo que los bancos tardaron en cambiar las domiciliaciones a la cuenta de mi madre.

Ahora, el ruso, ese personaje que por sí mismo disipa cualquier recuerdo, me dice que un McGarcía es el que está detrás de todo esto. Por momentos me pregunto si no seré un personaje de novela barata con desdoblamiento de la personalidad. Hago esto, hago aquello, mato por aquí, extorsiono por allá, y no me acuerdo de nada porque en el fondo soy muy buena persona. Al final, el agente Mourenza tendría una hermana guapísima que investigaría el caso hasta el final, concluyendo que no se me podía culpar de nada, y nos iríamos a una isla desierta, en donde el mismo aire puro limpiara mi conciencia y mis ambiciones asesinas. Una pena que eso no vaya a pasar, pues el ruso me vio a mí y vio al otro supuesto McGarcía sin concluir ningún trastorno psiquiátrico por mi parte.

Hagamos otra lista:

POSIBLES McGARCÍA A INCLUIR EN ESTA HISTORIA

- Mi padre

- Un hermano secreto

- El hermano inglés de mi padre

- Un pariente secreto de mi padre

- Un McGarcía sin parentesco conmigo

- Un suplantador de identidad

- Yo mismo (ésta ya había quedado anulada, pero es que la lista me quedaba un poco coja).

Vale, de ser verdad lo de McGarcía, tiene que ser mi padre. Durante mucho tiempo me he jactado de que "mis" McGarcía eran los únicos McGarcía de España. Aún así, necesito una prueba de alguna clase, y el ruso no va a ser territorio explorable por algún tiempo (cuanto más mejor). Visto lo visto, lo mejor va a ser que vaya a ver a la madre de Paco. De las cosas que dijo el ruso, de todo lo que llevo contado y todas las listas que he hecho, la loca es mi única posibilidad de avanzar. Sé que está en un hospital psiquiátrico en La Coruña, y no debe haber muchos. La gente de costa, cuando tiene un problema mental, se ahoga. Eso aligera mucho el espacio.

Esta semana lo haré. Saldré de este tugurio, pagaré una habitación en un hotel de 3 estrellas para darme una ducha en condiciones, y me iré haciendo autostop hasta el culo de la península. A lo mejor tengo suerte y me mata un pirado cualquiera.

La vela ya se está apagando. El suelo de este sitio es duro y caliente. La McCueva estaba asentada sobre una inmensa cama elástica de colores. Esto es lo que se llama "ser un fracasado".

Echo de menos a María. Echo de menos ser una persona. 

Publicado el 13 de julio de 2009 a las 01:45.

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Jim McGarcía

Jim McGarcía

Me llamo Jim McGarcía. No es un nombre fácil. Intuyo que no ha sido una infancia fácil. Lo cierto es que aún no sé cómo ha sido mi niñez pero ¿quién con un nombre así puede haber tenido una infancia fácil?

Sé que vendo Biagra por Internet. Sé que soy raro porque los demás no son como yo. Y aunque no lo sé, tengo el presentimiento de que la voy a cagar.

Me verás por aquí los viernes.

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