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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Torrente ante el 20-N

Archivado en: Homosexualidad, 20-N, Tea Party

Las batallas ideológicas se libran en cada época alrededor de unos ciertos asuntos que funcionan como piedra de toque, como termómetro de lo que está sucediendo. En estos años, por suerte o por desdicha, la homosexualidad es uno de esos asuntos. Una de las trincheras en las que se lucha con más encarnizamiento y en las que se está decidiendo, simbólicamente, el tipo de sociedad que queremos. La postura ante la homosexualidad, expuesta con énfasis programático por políticos y líderes de opinión, sirve como mapa para saber dónde está ubicado cada cual.

En Estados Unidos no pasa día sin que leamos en los periódicos alguna noticia a propósito de los gays. El matrimonio en tal o cual estado de una Unión, el derecho militar o las declaraciones de campaña de los candidatos que van apareciendo para las elecciones de 2012. El Partido Republicano, como ya sabíamos, no es muy partidario de la homosexualidad, aunque algunos de sus miembros la practican en secreto con disfrute. El ala de la ultraderecha, el ya célebre Tea Party, va más allá y proclama siempre que puede la raíz dañina y venenosa de la homosexualidad: según ellos, de toda la degradación moral en que vivimos tienen buena parte de culpa los gays, que no forman familias, sino bandas de malhechores. Empujándolos de nuevo al fondo de los armarios y restringiendo todos los derechos civiles que han conseguido se recobraría el orden y la armonía social. Lehman Brothers, en el fondo, se derrumbó por tanta mariconería.

El cristianismo también tiene uno de sus faros ideológicos en el grado de contagio homosexual de la sociedad. Los gays son hijos de Dios (putativos, al menos), pero siempre que permanezcan castos, sublimando sus sentimientos torcidos mediante la oración, el arte, el deporte o cualquier otra actividad santificable. Se puede ser homosexual, pero en permanente stand by, porque si no se acaba en el infierno. Por eso los obispos y cardenales de la curia española insisten con machaconería en predicarlo y nos recuerdan que el verdadero problema de nuestro país no es la crisis económica, sino la falta de valores: si no hubiera tantos maricones casándose, habría mucho menos paro.

Estamos dando un viraje de fondo que no va a traer nada bueno. Esa cierta tolerancia progresista que hemos vivido en los últimos tiempos -incluso en aquellos países donde gobernaba la derecha- se está acabando. Tal vez sea porque la pobreza despierta los peores instintos de cada uno.

En las calles de España ya empieza a oler a incienso, y a los gays comienzan a echarnos agua bendita para limpiar el aire de nuestras infecciones. Esta primavera, a la pintora Pilar Echalecu le censuraron una exposición en la sala madrileña de Caja Murcia porque contenía algunos cuadros con escenas de amor homosexual. Hace unas semanas, en un restaurante de Madrid, un individuo iracundo, al grito de "¡Odio a los maricones!", lanzó un vaso a una pareja gay que se había dado un beso e hirió a uno de ellos. Y en este final de verano, la policía detuvo a un voluntario de las jornadas del Papa -uno de esos beatíficos soldados de Dios- que había planeado atentar contra los manifestantes laicos y que invitaba "a matar maricones y cualquier aberración antihumana".

La caza del maricón, por lo tanto, parece haberse puesto de moda nuevamente. Durante años hemos creído que estaban avergonzados de sus impulsos y que hacían esfuerzos por regenerarse, como el alcóholico o el heroinómano que se someten a tratamiento. Los imaginábamos en reuniones de terapia, sentados en círculo con otros como ellos, diciendo "Hola, me llamo Fulano de Tal, tengo tantos años y soy homófobo, o soy racista, o soy machista". Pero no estaban avergonzados, sino simplemente agazapados. No iban a reuniones de terapia, sino a bares donde, en confianza, podían contar chistes de maricones o de negros. Como Torrente, el detective de Santiago Segura, que a lo mejor tiene tanto éxito porque encarna un cierto paradigma social.

Ya sabemos, por la Historia, que el fascismo se fermentó así, con pequeños actos, con humillaciones invisibles, con renuncias minúsculas y con ofensas disimuladas. No creo que el fascismo pueda volver, pero por si acaso conviene estar en la trinchera defendiendo lo que se ha logrado.

(Publicado en la revista Shangay Express)

Publicado el 11 de septiembre de 2011 a las 19:15.

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El aviso, de Paul Pen

Archivado en: El aviso, Paul Pen, literatura

Siempre he dicho que la lectura está sobrevalorada en su función social: no creo que los que leen se hagan más listos ni mejores personas, sino más bien al contrario. Pero hay algo en la lectura que tiene pocos parangones: el placer que produce. Paul PenEn eso sí me dan un poco de pena las personas que nunca se aficionaron a leer, como me dan pena las personas a las que no les gusta viajar o las que, por decisión o por imposibilidad, no se acuestan con nadie.

Por eso cuando cae en tus manos uno de esos libros que te embeben (que te enganchan, se suele decir en el argot editorial, pero a mí la expresión me repugna un poco, porque remite al bestsellerismo rampante), lo que se siente es algo parecido a cuando desnudas por primera vez a alguien que te gusta. Cuando has empezado un libro que te hace estar esperando el próximo rato de lectura con ansia, como si fuera una necesidad fisiológica y no un ejercicio intelectual, hay que celebrarlo con gusto, aprovecharlo al máximo. Es igual que un orgasmo largo. No siempre esos libros se quedan grabados en tu vida, del mismo modo que no te casas con todas las personas a las que has desnudado (bueno, creo que algunos sí), pero el placer ya es irreversible. Se te queda en el cuerpo.

Acaba de pasarme con El aviso, la primera novela de Paul Pen, que ha publicado RBA en su serie negra. He sentido con ella esa necesidad de entrar El avisoen el mundo imaginario que crea -muy imaginario- y dejarme vivir allí. Es una novela turbia sobre el destino, sobre el sentido último de la vida, sobre la imposibilidad de corregir lo que está trazado. Está llena de intriga, pero no es propiamente una novela de intriga. Está llena de terror, pero no es en absoluto una novela de terror. Me ha recordado (a pesar de su lejanía) a ese concepto de la literatura fantástica que tenía Julio Cortázar, ese mundo extraño que irrumpe en el mundo real sin que aparentemente ocurra nada, sin que la cotidianeidad se rompa del todo. Desazona, pero antes hechiza.

Me pasé la segunda mitad de la novela reescribiéndola, pensando que los personajes deberían haber actuado de tal o cual manera y que la resolución de las cuestiones deberían haber sido estas y no las otras. ¿Por qué? ¿Porque el autor lo resuelve mal? No, en absoluto: porque la novela tiene una arquitectura con tantas posibilidades narrativas que sirve de experimento creativo para cualquier lector con imaginación (y mucho más para cualquier lector escritor). Sería una buena novela de trabajo en las escuelas de escritura, porque estimula el pensamiento narrativo.

Y hay que agradecerle al autor sobre todo el final. En algún momento me temí lo peor. Pero al cabo fue lo mejor.

 

Publicado el 5 de septiembre de 2011 a las 00:30.

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La piel que habito

Archivado en: Almodóvar, La piel que habito

La semana pasada vi en París La piel que habito, que aquí estrenarán a principios de septiembre. Hace años que formo parte de esa legión de españoles que detestan el cine de Almodóvar, quien seguramente es el mejor director español vivo, pero que es también uno de los peores guionistas de toda la historia, por muchos Oscars que le den y muchas alabanzas que reciba. Sus historias, que tenían en los inicios (hasta Átame, quizá) una distancia irónica, autoparódica, voluntariamente kitsch yLa piel arrolladoramente moderna, estaban siempre lastradas por el caos narrativo y la falta de estructura, pero conservaban el alma y dejaban chispazos de genialidad. Luego Almodóvar empezó a tomarse a sí mismo en serio, pero sin renunciar del todo a ese mundo propio y excesivo que le había dado identidad. Los resultados comenzaron entonces a ser patéticos. En algunos casos, como en Kika, en Tacones lejanos, en Carne trémula o en La mala educación, porque todo era un sinsentido que invitaba además al aburrimiento. En otras, como Volver, Hable con ella o Los abrazos rotos, más celebradas por sus fans, porque la mezcla de tonos y estilos, el desbarajuste expresivo, las trampas del relato y los excesos las convertían en amalgamas insufribles. Una monja drogadicta con un tigre es un hallazgo sobresaliente en una película como Entre tinieblas, pero si metiéramos a esa monja y a ese tigre en Casablanca, por ejemplo, nos parecería un desatino. (Algunos gustan de llamarlo rasgo de estilo o mundo personal, pero es sólo un desatino). Y eso es lo que ha estado haciendo Almodóvar desde hace años: películas que, por partes, podrían haber dirigido Berlanga, Victor Erice, Kaurismaki y Nora Ephron, todos juntos.

La piel que habito no es ni mucho menos una película redonda, pero es la primera de Almodóvar de la que no he salido enfadado desde hace muchos años. Se ve con un cierto apasionamiento, con el aliento contenido. Se disfruta en la sala. Conserva todo lo bueno del director Almodóvar: una prodigiosa capacidad de crear imágenes, de deslumbrar con la composición visual, de hacer cine; y una maestría a estas alturas indiscutible dirigiendo actores, que son al fin y al cabo la materia prima del cine: Marisa Paredes abruma, Banderas regresa al castellano triunfalmente y Elena Anaya sabe emocionar cuando se lo propone (o cuando se lo proponen). Y no tiene (al menos en abundancia) los peores tics del escritor Almodóvar. Hay un clasicismo equilibrado en la construcción de la historia, quizá gracias a los méritos de Gonzalo Suárez, que, aunque no aparece en los crLaboratorioéditos, dicen las malas lenguas que colaboró en la escritura del guión. Es verdad que luego, al salir de la sala, se le van encontrando las costuras más feas: episodios sin justificación, un gag (el de su hermano Agustín) inconveniente y algunos comportamientos de los personajes más trazados por la oportunidad que por la veracidad.

Lo peor de todo, sin embargo, es que la historia daba para mucho y se queda en casi nada. No he leído la novela en que está basada, pero la fábula sobre la venganza, sobre la identidad y su reconstrucción y sobre el dolor se quedan en La piel que habito en agua con azúcar. El personaje de Elena Anaya, sobre el que pivotan las metáforas de la película, no tiene demasiada alma. Y por eso, aunque durante las dos horas que se pasan a oscuras en la sala se sienta el pulso del cine en estado puro, después se va adelgazando el recuerdo.

Publicado el 23 de agosto de 2011 a las 11:45.

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El dinosaurio

Archivado en: JMJ, Kikos

Hoy lunes, después de un paseo vespertino por la Gran Vía, no me queda otro remedio que parafrasear una vez más el cuento de Monterroso: "Cuando despertó, los beatos seguían allí".

Voy a volver a ver Kill Bill.

Publicado el 22 de agosto de 2011 a las 22:30.

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La juventud del Papa

Archivado en: Iglesia Católica, Rouco, Ratzinger, JMJ

JMJ

Dicen los que saben que Ratzinger es un teólogo de tomo y lomo que lleva toda su vida tratando de conciliar fe y razón. Dicen que es un sabio, que ha leído, investigado y elaborado un pensamiento denso y complejo. Desde que le nombraron Papa, llevo leyendo informaciones acerca de él con la esperanza de encontrar en algún momento algún atisbo de esa sabiduría o de embocar una parte de mi razón humana en la fe, que es una cualidad (debo confesarlo) que siempre he envidiado.

Pero verdes las han segado. A mí me parece que Benedicto sólo dice simplezas que podría decir cualquier catedrático de provincias de una facultad de filosofía y que su forma de conciliar la fe y la razón se parece bastante a la de Urbano VIII, que, para quien no lo recuerde, debe su mayor fama a haber dado apoyo a los enemigos de Galileo. Benedicto ha dicho en Madrid que hay que evitar los "abusos de una ciencia sin límites". O sea, lo de siempre: que la ciencia está bien, pero que es el sol el que gira alrededor de la Tierra. Y que si Dios quiere, por ejemplo, que un niño nazca con cáncer o con una enfermedad genética incurable, el científico no es quién para evitarlo, ni siquiera aunque ese científico y los padres del niño sean ateos.

A los peregrinos que llenan estos días las calles de Madrid se les puede perdonar casi todo. Son jóvenes, y a su edad la imbecilidad es lo natural. Unos se hacen papistas, otros abertzales y otros ultrasur, depende del lugar en el que hayan caído (Ratzinger, sin ir más lejos, se apuntó a las juventudes hitlerianas, a pesar de la vigilancia que sin duda ya estaba ejerciendo el Espíritu Santo). Hacen falta ídolos, y el Papa, qué duda cabe, es uno muy grande. No sé si tanto como CR7, pero de esa raza. En las fotos que han publicado los periódicos del tránsito del papamóvil por las calles de Madrid no se ve a los jóvenes rezando, mirando emocionados al cielo o meditando reflexivamente, sino haciendo fotos con frenesí en busca del souvenir espiritual. Lo que buscan los peregrinos en Ratzinger es lo mismo que buscan los gruppies en Justin Bieber o en Amy Whinhouse, que en paz descanse: un sentido a la vida.

A los que no se les puede perdonar casi nada es a los gobernadores de la tropa, con el Pontífice sumo a la cabeza. Bastaría con hacer un estudio fisiognómico de personajes como Ratzinger o Rouco para determinar sin lugar a dudas que lo que representan no es la santidad, sino la perfidia, la indignidad, la doblez y la amoralidad. Parecidos razonablesTienen cara de travestis pederastas, y ya saben ustedes lo que dijo Lincoln del rostro a partir de los cuarenta años. No conozco Japón, pero en Occidente es imposible encontrar una institución tan medieval en todo, tan enraizada en lo material, en la ceremonia, en la retórica de los mensajes. Esos faldones, esas mitras, esos copones, esos ritos de secta. Esas manos untuosas, esos cálices tan terrenales, tan rebosantes de oro y de poder. Esas mochilas de peregrino con patrocinio de grandes empresas.

Por eso los cristianos de verdad se van. Ha dicho el Papa en Madrid (o ha querido decir, en realidad, porque Dios, a pesar de los rezos de Rouco, les mandó una tormenta morrocotuda en el momento álgido de la JMJ y no pudo leer el discurso) que no se puede buscar a Dios fuera de la Iglesia. Es justamente al contrario, como por otro lado prueban las estadísticas. A Dios ahora mismo sólo se le puede buscar fuera de la Iglesia. En un espacio donde follar sea bueno, donde ponerse un condón para prevenir enfermedades o para evitar embarazos que no se buscan sea sensato, donde las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres y las mismas posibilidades de representar a Dios, donde los homosexuales puedan comportarse con la misma ambición sentimental que los heterosexuales, donde se defienda al pobre y no al poderoso, donde se hable de Dios en mangas de camisa, donde el pecado quede en la conciencia y no se lave con un simple paseo por el Retiro, donde no se crea incompatible amar a Dios y amar (sensu stricto) a los hombres y las mujeres, donde la ciencia, que también debería estar en el plan divino, no tenga más límites que los del dolor humano.

Es decir, en un espacio donde haya algo de Evangelio. Por eso no es tan necesario conciliar fe y razón. Bastaría con tener alguna de las dos. O fe en lo que decía el Evangelio, sin la hermenéutica de Benedicto, o mero sentido común, que es el principio de la razón. La Iglesia no tiene hoy ninguna de las dos cosas, ni fe ni razón. Por eso sólo quedan en ella los jóvenes gruppies, los adultos ignorantes y los viejos que tienen miedo a la muerte. Y algún que otro Marcial Maciel.

Eppur si muove.

 

Publicado el 21 de agosto de 2011 a las 13:15.

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Las vidas de otros

Archivado en: De vidas ajenas, Carrère

Hace poco me contaron una historia ya escuchada otras veces de diferente manera. A un hombre, hoy prominente, le abandonó su padre cuando tenía diez años. Era ferroviario y un buen día, como otros días, dijo que se iba a trabajar. No regresó. Abandonó a su esposa y a sus dos hijos pequeños. No dejó ninguna nota ni dio ningún recado. Simplemente desapareció.

Tardó diez años en volver a dar señales de vida. Otro buen día, al cabo de ese tiempo, escribió una carta diciendo que estaba en Suiza e invitando a sus hijos a que fueran a visitarle. ¿Por qué tardó diez años en escribir esa carta? Es evidente que se había marchado de su casa, abandonando a su familia, porque no era feliz y no se atrevía a decírselo abiertamente a su esposa en busca de una solución civilizada. Seguramente la mera idea de sentarse a hablar con ella frente a frente, de mirarla a los ojos, de hablar de los niños y de organizar su cuidado, le revolvía las tripas. Debió de sufrir un ataque de angustia y de sentir una necesidad inaplazable de libertad. La única solución era marcharse sin decir nada, sin equipaje. Dejar atrás todas las responsabilidades y todos los vínculos con el pasado. Incluso la crueldad de irse sin dejar una nota o un aviso resulta comprensible, porque esa nota o ese aviso eran casi como una conversación frente a frente. Necesitaba olvidarlo todo, poner tierra de por medio.

Pero al cabo de un tiempo, cuando hubiera encontrado un nuevo trabajo y quizás una nueva mujer, cuando su vida volviera a ser próspera o al menos sosegada, podría haber escrito una carta para tranquilizar a su esposa y a sus hijos, para curarles esa desesperación que se les queda en el carácter a quienes han perdido a alguien querido sin saber dónde está, sin tener la certidumbre de que murió o de que se marchó lejos. ¿Por qué no lo hizo al cabo de unos meses o de un año, aunque fuera sin remite? ¿Por qué no al cabo de dos años, de tres, de cinco? Es difícil de responder a esa pregunta, y supongo que en cada caso parecido habrá una respuesta diferente. Pero tengo la impresión de que llega un momento en que uno se siente como ido, como apartado de todo, y cuesta trabajo encontrar una razón singular para hacer hoy lo que no se hizo ayer. Es como abrir una botella de vino exquisito que se guarda para una ocasión especial. La vida se va marchando sin que llegue esa ocasión y el vino, al final, se pica y se agria.

Cuento toda esta larga historia porque algo así me ha pasado a mí con este blog. Me fui por razones que no tienen nada de reseñable -mucho trabajo durante una época, fatiga mental de escritor, pereza...- y poco a poco fue pasando el tiempo sin que apareciera un acontecimiento extraordinario que justificara el regreso. Me apetecía retomar esta rutina -como seguramente a ese hombre le apeteció muchas veces saber algo de sus hijos, cómo habían crecido, si su mujer había vuelto a enamorarse-, pero no encontraba un fundamento suficiente para hacerlo. Los sucesos políticos, incluidos el espectacular derrame cerebral de los españoles en las elecciones municipales pasadas o los movimientos del 15-M, me producían más desesperanza que estímulo. Los viajes, las peripecias cotidianas o los highlights culturales de la temporada -la nueva novela de Javier Marías, el San Francisco de Messiaen y Mortier- me parecían demasiado insuficientes. Incluso la muerte de personas a las que tanto admiré, como Jorge Semprún, no me sacudían la tinta del ordenador.De vidas ajenas

De vidas ajenasEl otro día, sin embargo, decidí que había llegado el momento, que habían pasado ya los diez años de ausencia y que debía escribir. Y pensé, como seguramente hizo el ferroviario, que no valían más disculpas y que el asunto era sencillo. Bastaba con sentarse y hacerlo. Es verdad que el arrebato me vino justo después de cerrar uno de los libros más hermosos y dolorosos que he leído en los últimos tiempos: De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère, publicado por Anagrama. Y es verdad que me pareció una buena razón para compartir.

Carrère es el autor de El adversario, un libro fascinante del que he hablado muchas veces (entre otras, en el arranque de mi novela Los amores confiados). En aquel libro contaba la historia -no novelada, no fingida- de Jean-Claude Romand, un hombre que trató de matar a toda su familia y de suicidarse luego para que no se descubriera que desde los veinte años llevaba mintiendo a todos y simulando una vida que era completamente falsa.

De vidas ajenas cuenta fogonazos de la vida de personas que se cruzan en el camino del autor. Vidas tristes, desoladoras, pero que no tienen nada de excepcional. Vidas que encuentran también la ambición en pequeñas cosas, en logros que rara vez salen en un periódico o en un noticiario pero que al cabo constituyen el cimiento de lo que vamos avanzando. De vidas ajenas habla de la enfermedad y de la muerte, sobre todo, pero habla también de la justicia, del esfuerzo romántico por trazar la propia biografía, del amor, de la soledad que se experimenta cuando uno se siente abandonado incluso por sí mismo. Habla de eso que tantas veces llena a la boca a la gente grandilocuente de nuestro tiempo (que son tantos) pero que pocos conocen de verdad: el espíritu de superación y la necesidad de supervivencia.

Emmanuel Carrère observa la vida a su alrededor y de repente se pone a interrogar a los personajes para escribir un libro sobre ellos. Tal vez si le hubiera venido al caso, se habría ido a Suiza con su libreta y se habría sentado a hablar con el ferroviario para saber por qué se marchó, cómo hizo la travesía del abandono, a qué abismos se asomó y por qué tardó diez años en regresar. Habría hablado con sus hijos, con ese prohombre hoy maduro que nunca le perdonó, o con su hermano, que se fue a vivir a Suiza durante un tiempo para reencontrarse con el padre. Vidas vulgares, casi siempre mezquinas u oscuras, a veces sublimes. Las vidas que tenemos todos.

 

Publicado el 20 de julio de 2011 a las 19:45.

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Por el culo

Archivado en: Por el culo, Política cultural, Egales

Por el culoLa editorial Egales acaba de publicar un libro titulado Por el culo. Políticas anales, cuya portada adjunto en este post. Advierto que no he leído el libro y que hablo un poco de oídas, por lo tanto. Pero como la música de la historia me suena, creo que es una buena ocasión para volver a reflexionar sobre los males de nuestro tiempo.

Mili, la editora, me asegura que el libro es un libro "serio". Es decir, un estudio sobre lo que da de sí la analidad, sobre la homosexualidad y su represión, sobre la linguística aplicada al mismo culo. Quizás un libro excesivo, pero un libro con ambiciones y con prestancia. Un libro que a una buena parte de la población (no sólo sodomitas, también psicólogos y sexólogos, o antropólogos, o diletantes culturales) podría interesar.

Mili me cuenta que ha sido imposible distribuir el libro. Que en las librerías (supongo que con alguna honrosa excepción) y por supuesto en las grandes superficies, en El Corte Inglés y en la FNAC lo rechazan diciendo: "Es que un libro con ese título y con esa portada no se va a vender". Ellos tampoco han leído el libro, no saben si es bueno o malo o regular. Simplemente prejuzgan su espectro.

¿Prejuzgan? ¿O quizá juzgan? La verdad es que no sé qué sería más desolador, si una clase cultural (desde editores hasta comerciales, desde programadores de televisión hasta cazatalentos) que se pone la venda antes de que haya ninguna herida, o una sociedad pacata, asustadiza, biempensante y remilgada que considera de mal gusto una portada con un culo peludo.

En cualquier caso, nada nuevo: cada vez todo más previsible, conformista y manso. Cada vez un mundo más gris. Y todo ello (me parece) porque faltan verdaderas políticas anales. De las que sodomizan y de las que empalan.

Publicado el 5 de abril de 2011 a las 00:15.

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La cuenta de la vieja

Archivado en: Encuestas electorales, Partido Popular, Camps, Corrupción

Los periódicos y la sociología son una inagotable fuente de perplejidad. Yo intento lo del carpe diem, pero cómo hacerlo.

Leo hoy una encuesta en el diario El País acerca de la situación política y sobre asuntos diversos de la actualidad. Me regocijo con algunas de las respuestas. A los españoles, por supuesto, no les gusta que se rebaje el límite de velocidad. Sólo faltaría que hubiera una medida gubernamental necesaria, adónde íbamos a llegar. Les parece estupendo, eso sí, que se reduzcan los coches oficiales. Sin duda creen que con esos cien barriles de ahorro se soluciona el problema energético.

Pero vamos a lo intenso. Los sociólogos preguntan una vez más por la corrupción. Preguntan a los ciudadanos si creen que un político imputado judicialmente debería poder formar parte de una candidatura electoral. El 83% de los votantes del PSOE responden que no. En el caso de votantes del PP, el porcentaje sólo es del 72%, lo que ya apunta maneras y dice algo de los ideales democráticos de los diferentes perfiles ideológicos. Pero conformémonos de momento.

A continuación se pregunta a los encuestados si creen que la decisión de nombrar a Francisco Camps candidato del PP para la Generalidad valenciana es una decisión acertada. El 86% de votantes del PSOE dice que no lo es. Es decir, suponemos que el 83% que cree que un político imputado no debe ir en las listas electorales más un 3% adicional que cree que, aunque en ciertos casos pueda ir, en el caso de Camps no debe ser así.

Pero cuando llegamos a la columna del PP se produce la sorpresa: un 54% de sus votantes cree que no es buena la decisión de haber nombrado a Camps candidato. Dejando al margen si es mucho o poco ese porcentaje, políticamente hablando, lo que me pregunto es qué perfil psicológico -o psiquiátrico- tiene ese 18% de votantes que creen que un político imputado judicialmente no debe ser candidato y a continuación cree que Camps -imputado judicialmente- sí debe serlo. Esa diferencia de encuestados que hay entre el 72% que en abstracto cree que un político imputado debe ser cautelarmente apartado de la vida pública y el 54% que ya en concreto cree que esas martingalas no valen para Camps. Porque son los mismos encuestados, no vayamos a echarle la culpa al sociólogo que tabula. Recapitulo: 18 de cada 100 votantes del PP creen que un imputado no debe ser candidato pero que el imputado Camps sí debe serlo. ¿Esquizofrenia? ¿Doble personalidad? Yo me inclino por la imbecilidad.

No digo yo que los votantes de izquierda sean en España lumbreras. Pero parece que al menos tienen algo más de respeto por los valores sociales, tratan de disimular mejor sus incoherencias y entienden que la eme con la a se lee ‘ma'. No es mal punto de partida.

 

Publicado el 6 de marzo de 2011 a las 18:45.

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La muerte

Archivado en: Esperanza Aguirre, Cáncer

Es tan brutal la muerte y todos sus aledaños, es tan incomprensible e injusta, tan desoladora, que ayer sentí incluso una cierta ternura por Esperanza Aguirre. Jamás pensé que podría llegar a sentirla.

Publicado el 22 de febrero de 2011 a las 13:15.

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Ciberpost

Archivado en: Superficiales, Ciberadicción, Nicholas Carr, iPhone

Hace algunos meses vi un sketch del programa vasco de humor "Vaya semanita" en el que una chica, sorprendida por su novio en flagrante adulterio, le advertía de que ese mismo día había roto su relación con él a través de Facebook. Hace poco, sin embargo, me contaban un caso parecido que pertenecía a la vida real -ésa que según mi amigo Royuela no existe- y no a la imaginación de unos guionistas cómicos: una persona había dejado a su novio con una breve carta enviada por Facebook, que el abandonado, no demasiado fiel a las redes sociales, había tardado varios días en leer.

El Vaticano acaba de desmentir que la confesión realizada a través de una aplicación de iPhone que se ha comercializado sea sacramentalmente válida. Debo reconocer que, a pesar de mi anticlericalismo manifiesto, me ha tranquilizado mucho la noticia, que tampoco forma parte en esta ocasión de un show cómico. Es verdad que Dios, si está, está en todas partes, y es verdad que entre un aparato de Apple y un obispo de la Conferencia Episcopal no sé quién tiene más humanidad. Pero la cibernetización de todo empieza a producirme una desazón terrible. Llegué a asumir con una cierta naturalidad lo del cibersexo; y la cibercompra, la cibergestión, el cibertrabajo y la cibercharla social han ido conquistándome poco a poco sin reparos. Admitir, sin embargo, que la eternidad puede obtenerse con una tarifa plana me pone los pelos de punta. Y hay, además, una razón más prosaica (pero no menos grave) en mi espeluzno: ya me contraría bastante tener que escuchar cada día en el autobús, mientras trato de leer, las discusiones sentimentales, los enredos afectivos, las descripciones de las actividades de fin de semana o las expectativas laborales que los viajeros les cuentan por teléfono a sus interlocutores, casi siempre a voz en grito, como para tener que soportar también el recuento de sus pecados, su acto de contrición y su propósito de enmienda.

Acabo de leer Superficiales, el libro de Nicholas Carr que reconstruye qué está haciendo internet con nuestras mentes, como explica el antetítulo. Se titula Superficiales porque es un libro de divulgación con mimbres científicos y armazón teórico, pero podría titularse Imbéciles, que es en lo que realmente nos estamos convirtiendo al parecer gracias al uso de las nuevas tecnologías. El otro día, justo cuando terminaba de leer el libro, me encontré con un amigo al que le acababan de quitar la escayola de un brazo roto. Lo tenía pálido y magro a causa de la inactividad. Ponía juntos los dos brazos y parecían de personas distintas. Eso es según Carr lo que está pasando en nuestros cerebros: estamos perdiendo la capacidad de profundidad, de reflexión y de análisis.

No es un libro pretecnológico ni antitecnológico. No es un libro incendiario ni superficial. No es dogmático. Ni siquiera es perentorio, pues se intuye entre líneas una cuestión casi metafísica que, a la postre, resulta mucho más desoladora: nos estamos volviendo imbéciles, inanes e inconstantes, pero en el contexto completo de la naturaleza humana, ¿qué más da?

Publicado el 10 de febrero de 2011 a las 14:30.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

· En Facebook: facebook.com/luisgemartin

· En Twitter: twitter.com/luisgemartin

Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

La mujer de sombra Las manos cortadas Los amores confiadosAmante del sexo busca pareja morbosaEl alma del erizoLa muerte de TadzioLa dulce iraLos oscuros

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