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El infierno son los otros

Cavilaciones venecianas III: Si Visconti levantara la cabeza

Archivado en: Aristocracia, Visconti, La Fenice

La Fenice

La Fenica

La Fenice, uno de los teatros líricos más importantes y refinados del mundo, puede ser visitada por los turistas. El día en que fuimos a hacerlo estaban representando los últimos ensayos de un Don Giovanni de Mozart, de modo que no permitían merodear por el patio de butacas libremente: había que entrar en uno de los palcos de la primera o segunda planta y desde allí contemplar la sala, esplendorosa.

Pero mientrar hacíamos la cola para sacar los tickets de entrada, en el vestíbulo del teatro, se puso a nuestra espalda un matrimonio de turistas en la cincuentena (o en la sesentena; no adolescentes, en ningún caso). Él llevaba una tarrina de helado de chocolate y la comía con franca voracidad. Seguramente acababan de terminar el almuerzo en alguno de los restaurantes de la zona y le apeteció redondear el paladar con un helado italiano. Podía haberlo comprado y haberse sentado a comerlo en las escalinatas del teatro, pero eso tal vez le pareciera un miramiento excesivo. Se pusieron a la cola con la tarrina.

La cola avanzaba lentamente porque la despachadora de tickets iba explicando a todos los turistas que había unos ensayos y que no podrían andar por el teatro como Pedro por su casa. Nosotros estábamos detenidos en un pre-vestíbulo, con un mostrador desatendido que debería ser, en días de ópera, el guardarropa. Al individuo, que charlaba con su esposa animadamente, le dio tiempo a terminar su tarrina. Con desempacho, se limpió bien la boca con una servilleta de papel, la embutió dentro de la tarrina junto con la cucharita, y lo dejó todo encima del mostrador del guardarropa. En La Fenice, no en el Zoo de Oregon ni en el Parque de Atracciones de la Warner.

Era estadounidense, claro. A estas alturas de siglo podría haber sido de Zamora, de la Toscana o de la Bretaña francesa, pero era genuinamente estadounidense. Ese desprecio a lo que antes llamábamos modales es típicamente norteamericano, y, como todo, se va expandiendo. Nos comportamos como niños consentidos que no pueden esperar diez minutos y comerse el helado fuera. Niños que sobre todo no entienden por qué tienen que comerse el helado fuera y no pueden dejar los restos en el mostrador de La Fenice (o, si la cola hubiera ido más rápida, en un palco, por ejemplo).

Yo tardé mucho en entender que la nostalgia con la que hablaban algunos (Visconti, ya que estamos en Venecia) de la aristocracia, de ese mundo refinado y reglamentado, distante, formal, iba más allá de la añoranza de unos privilegios perdidos y del deseo de perpetuar un mundo en derrumbe. La nostalgia era en realidad el miedo a que un día los turistas entraran en La Fenice en chanclas, con los dedos de los pies sucios del polvo de la calle, y comiendo tarrinas de helado mientras un tenor daba su do de pecho. Pero las cosas -es una profecía de anciano, lo sé- van a peor: no tardaremos en ver que los turistas entran en La Fenice comiendo el helado en cucurucho, que mancha más.

Publicado el 23 de mayo de 2010 a las 12:00.

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Comentarios - 9

1 | Bernardina - 23/5/2010 - 12:30

Nunca hubiera sido suizo. Lástima que nadie es perfecto.

2 | Miguel Bernal - 23/5/2010 - 15:41

Es que lo de popularizar el arte me da por culo. Es que a ver si se entera la gente, el arte, la música, el teatro, la literatura, no es para todos. Hay que tener un pelín de sensibilidad, un poquito de por favor como dicen ahora, y en un templo donde se estrenó por ejemplo, Rigoletto de Giuseppe Verdi, hay que andarse con un poco de más miramiento. Digo yo.

3 | Nostradamus - 23/5/2010 - 18:44

Leyendo lo que escribes parece que el abandono de la pequeña tarrina con su cucharita y su servilletita fue lo más triste de todo. Por ello yo me atrevería a decir que el helado en cucurucho no es algo peor: su envase es comestible y, por lo tanto, no quedan residuos, además un helado es algo tan bonito... Calzarse un guoper y dejarse por allí la cajita con su poco de quechu y mayonesa me gusta más como sabrosa profecía. Y de postre… ¿no había por ahí un suizo?

4 | Agiprop - 23/5/2010 - 19:03

1. Y digo yo, ¿no podríamos exigir eso de ser selectivos en el arte con un poco más de sentido y sensibilidad? Dicho así es como dejarse los restos del dobleguoper con su banderita española.
2. Los suizos van mejor en el desayuno, pero curiosamente no hay suizos en Suiza...

5 | Luisgé - 23/5/2010 - 22:08

Estoy empezando a tener lo que buscaba: un grupo de adictos fumaos en el blog.

Nostradamus (no digo tu nombre para no sacarte del armario, pero amenazo con hacerlo), ¿el cucurucho lo quieres de tres bolas o de más?

6 | Mortadelo - 24/5/2010 - 10:47

Vale, m'has pillao. Pero no dispares, que donde escribes bolas leo balas. Por favor, no se lo digas a Ibáñez, que luego me regaña. Prometo no volver a hacerlo más. Y no me busques en los armarios: estoy en las estanterías.

7 | Luisgé - 24/5/2010 - 11:54

No eres Mortadelo, eres Zipi y también Zape.

8 | Sor Porífero - 25/5/2010 - 18:36

¡¡¡Que vuelva el troll, que era el único que te combatía con sentido!!!

9 | Sor Porrifera - 25/5/2010 - 19:04

Es que como dice el autor somos adictos y además estamos fumaos

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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