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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

El Palacio de Invierno

Archivado en: Bárcenas, Periodismo, Corrupción, PP, Amy Martin

La democracia es una cosa bonita. Realmente bonita. Consiste, en esencia, en que los ciudadanos sujetos de soberanía -aunque ahora tampoco está claro quiénes son, pero esa es otra historia- deciden quiénes les gobiernan. Dando por sentado que hay que organizar las cosas públicas y que hay distintos modos y distintas capacidades de hacerlo, son los ciudadanos quienes eligen los que mejor les convienen. Y quien gana, manda.

Esta es la doctrina. Y la doctrina es bonita, qué duda cabe. La realidad, sin embargo, es un poco más compleja.

Una de las discusiones teóricas que se establecieron hace años, a propósito de la revolución castrista y en general de las dictaduras comunistas en el Tercer Mundo, es la de la mayoría de edad intelectual del pueblo para decidir. ¿Son los pobres capaces de decidir autónomamente y de votar con responsabilidad y conocimiento de causa en unas elecciones democráticas, o necesitan, como los adolescentes menores de 18 años, una formación previa? Es la misma discusión que se estableció en la Segunda República Española, entre las fuerzas progresistas, para decidir si era conveniente otorgar el derecho al voto a las mujeres. Victoria Kent, una de las tres diputadas de toda la cámara, elegida en las listas del Partido Radical Socialista, defendió que se aplazara la concesión del sufragio femenino, puesto que la preparación cultural y política de las mujeres era tan baja que acabarían votando, por influencia de la Iglesia Católica, a los partidos conservadores.

Yo, como Clara Campoamor, creo que "la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos, es caminar dentro de ella". Y creo que una libertad ilusoria es siempre más llevadera que una esclavitud transparente.

Dicho esto, y salvaguardado por lo tanto el principio superior, sería bueno que al mirar nuestras democracias dejáramos de ser complacientes y de invocar a la libertad con una grandilocuencia tan ripiosa como vacía de contenido. No es la libertad quien decide los gobiernos ni las mayorías, o no lo es tan edénicamente como solemos proclamar. Bastaría mirar las cuentas electorales de la Gran Democracia, la estadounidense, para admitir que algo huele a podrido. El mecanismo de recaudación, de favores prestados y de devolución de esos favores funciona con una perfección que invalida casi de base todo lo demás. Si para ser elegido hace falta construir una maquinaria tan costosa y contar por lo tanto con el apoyo de personas y empresas que gozan de privilegios descomunales, es matemáticamente imposible que triunfe nunca alguien que ponga en cuestión esos privilegios y que trate de remover sinceramente el status quo. Podemos pregonar la libertad, cantar himnos y hacer tomas de posesión solemnes, pero eso no cambiará nada.

Creer que los ciudadanos eligen razonada y meditadamente a sus gobernantes es una de las mayores simplezas que se repiten en el discurso público. Los políticos candidatos deben decir que es así porque si alguno denunciara el sectarismo, la ignorancia y la inmadurez generales perdería anticipadamente las posibilidades de gobernar. Hay que halagar al pueblo, cantar su sabiduría y celebrar su prudencia, pero lo cierto es que los ciudadanos deciden por emociones y por informaciones manipuladas más que por análisis racionales. Lo cierto es que los ciudadanos no tienen en general, por ejemplo, ninguna formación económica, lo que facilita la deformación económica promulgada por los medios de comunicación. Lo cierto, en fin, es que los ciudadanos confunden, mezclan y desnaturalizan casi todo lo que concierne a la gestión pública. Aún recuerdo a aquel taxista que, en los mayores momentos de caos urbano en Madrid a causa de las obras, iba quejándose de la incompetencia de Zapatero, y que, al hacérsele ver que el alcalde de Madrid era Gallardón, y no Zapatero, insistía en que Gallardón hacía lo que Zapatero le dejaba hacer.Bárcenas

¿Es realmente una democracia la de un país en la que todos los medios de comunicación -con excepciones que pueden contarse con los dedos de un muñón- son conservadores y están alineados con unos intereses manifiestos? ¿Es realmente una democracia la de un país en el que cuando comienza a levantarse la alfombra putrefacta de un partido político surge oportunamente un caso bufonesco del partido rival que oscurece todo?

Conocí hace años a Amy Martin, cuando se hablaba de ella como una de las promesas más firmes de la literatura española. No la leí, pero su bobería me produjo un cierto estupor. Sí leí luego los artículos que publicaba en El País, y repetí en todos los casos la broma machista de que sin duda tenía que chupársela a alguien para que se los publicaran: no era un problema de acuerdo o desacuerdo -más bien coincidíamos ideológicamente-, sino de banalidad colosal. Todos aquellos amigos o conocidos míos que la han tratado han mostrado siempre la misma perplejidad. No hago leña del árbol caído, sino de las alamedas -si se me consiente la broma- fabricadas con bonsáis.

Durante una semana, la semana crítica para que el poso de la opinión pública se solidificara, Bárcenas ha desaparecido de los telediarios y de las portadas de los periódicos. Las contrataciones de cacique de Baltar, por supuesto, más aún. Y el dinero en Suiza de López Viejo no ha llegado ni a tener relevancia en el papel. Todo el país, a derecha e izquierda, se ha dedicado a deleitarse con las vicisitudes, bien literarias, de Amy Martin. Y los creadores de la sincronización han logrado no solamente desvaír la corrupción del PP, sino transmitir la idea una vez más de que las habas se cuecen igual en todas partes y de que el mamoneo es idéntico en uno y otro lugar. Misión cumplida.

Cuando los chicos del 15-M gritaban aquello de "lo llaman democracia y no lo es" se referían a esto y a alguna cosa más como esto. Se referían a esa sensación de que la baraja está trucada y de que lo que percibimos -todos, ellos mismos que lo coreaban, yo mismo que escribo esto- es un gran fraude.

Yo sigo siendo partidario de Clara Campoamor: la libertad, si tiene algún camino, está en su propio ejercicio. Pero cada vez me repugna menos la idea de que esa libertad se use para asaltar el Palacio de Invierno. Porque lo que nos dejan ver por sus ventanas es una falsificación de lo que realmente ocurre.

 

Publicado el 27 de enero de 2013 a las 20:30.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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