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Blog de Luisgé Martín

El infierno son los otros

Cavilaciones venecianas I: ¿Qué es la vida? Un frenesí

Archivado en: Venecia, Eduardo Punset

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[Estoy escribiendo en el aeropuerto de Venecia, pero no colgaré el post hasta que regrese a Madrid. No entiendo cómo las asociaciones de internautas, que tan belicosas son con las sartenes que tienen por el mango (de momento), no reclaman también a espada y cuchillo o a sangre y fuego algo tan elemental hoy como que haya wi-fi gratuito en los aeropuertos y en las zonas públicas de tránsito. La música de Joaquín Sabina y las películas de Pedro Almodóvar deben ser al parecer de dominio público, pero el ancho de banda que no se lo quiten a Vodafone ni en un vestíbulo].

He estado varios días en Venecia. Hacía veintiséis o veintisiete años que no venía, pero la ciudad, como ya imaginaba, no ha cambiado mucho. No ha cambiado nada. Sigue siendo un paisaje extraño y fantasmagórico. Atraviesas un canal por la noche y ves una ventana iluminada: una lámpara de velador, unos estucos o unas vigas de madera en el techo, un cuadro antiguo que tal vez fuera pintado por el Perugino o por un discípulo de Tintoretto colgado de la pared, unos visillos de encaje. Pero el edificio no se sustenta sobre el suelo, sino sobre la laguna. La ventana, de arco en arabesco, veneciano, se refleja en el agua, se desfigura con las ondas. El vaporetto avanza y a los lados hay casas o palacios. Muros desconchados, casonas medio derruidas. Ventanales iluminados con velas a los que se asoman jóvenes vestidos de etiqueta, escalinatas que surgen del agua, góndolas que tuercen hacia un canal estrecho.

Venecia es tal vez la ciudad más hermosa del mundo, pero es sin duda la más absurda. Su belleza no es sólo, como la de París, o la de Praga, o la de San Petersbusgo, una belleza artística. Es una belleza irrazonable, irreal. Insensata. Los venecianos se asoman a sus balcones y ven que la laguna los ha devorado, que la lógica del mundo allí no existe. El viajero, del mismo modo, sufre en la ciudad una suspensión provisional del raciocinio: en Venecia, como en los cuentos de hadas, todo es posible. Nada es del todo inverosímil.

Hice la prueba estos días. Me acodé en el pretil del puente de Rialto y pensé en esas cosas de la vida que nunca he podido comprender. En el amor, por ejemplo: un día ves a alguien y por alguna causa bioquímica o espiritual o metafísica que todavía nadie ha podido determinar del todo (ni los poetas) te sientes urgido a compartir tu vida con ese alguien, a costa muchas veces de sufrimientos, de desgarros y de renuncias. En otras ocasiones, al pensar en el amor se me pone la carne de gallina y me dan mareos, pero allí no sentí nada: en Venecia, sobre todo en Venecia, el amor deja de ser absurdo.

Pensé en el desamor, que es mucho más increíble: un día conoces a alguien que no quiere conocerte a ti y, a pesar de que a tu alrededor siguen girando los planetas, de que sigue habiendo gente con la que compartes cosas y de que siguen existiendo las mismas razones objetivas que el día anterior te hacían afanarte o ambicionar, tú sin embargo dejas de desear, te secas por dentro y por fuera y consagras tus horas a revivir algo que nunca ha existido. Nada: tampoco el desamor me endureció la piel ni me hizo estremecer en lo alto del puente de Rialto.

La muerte. Me puse a pensar que algún día (espero que todavía lejano) yo ya no existiré y las aguas de la laguna seguirán allí alimentando el entusiasmo y el desasosiego de personas que soñarán con las mismas cosas que yo soñaba, que se besarán en un rincón oscuro y que se conjurarán para vencer a todos los demonios de la vida. Me puse a pensar que de mí no quedará ningún rastro y que las cosas que en ese mismo momento me parecían tan colosales y tan impenetrables (el amor, el desamor, la belleza, la devastación del tiempo) ya no estarían en mi corazón ni en ninguna parte que tuviera que ver conmigo: ni en mi cerebro ni en mi glándula pineal. Yo sería nada, recuerdos, polvo, palabras alguna vez escritas y olvidadas. La muerte es, de todo lo que soy capaz de nombrar, lo más absurdo, pero tampoco me conmovió en Venecia. Todo en Venecia es muerte, decadencia, destrucción, ruina.

Para seguir abismándome en lo incomprensible de la ciudad, recordé algo que leí en el comienzo del último libro de Eduardo Punset, El poder de la mente, que había dejado a medio terminar en Madrid. Según dice Punset, los científicos no sólo ponen en duda hoy la teoría del Big Bang para explicar el origen del universo, sino que ponen en duda incluso que exista un solo universo. ¿Cómo es posible que exista más de un universo, me decía yo? Si el universo es el todo, ¿cómo pueden existir varios ‘todos'? Cuando leí la frase me pareció metafísica pura, inaprehensible, pero allí en Venecia, sobre el Gran Canal, llegué a entenderla.

Ya me disponía a irme del puente, convencido de que en esa ciudad nada puede producir pasmo, cuando decidí ponerme a mí mismo una última prueba. Pensé en las encuestas que dicen que el Partido Popular volverá a ganar en la Comunidad Valenciana por mayoría absoluta. Y entonces sentí un espeluzno brutal. El vello de los antebrazos se me erizó. Y el corazón se me heló completamente.

Publicado el 18 de mayo de 2010 a las 02:00.

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Luisgé Martín

Luisgé Martín

Un blog con olor a azufre y a carne quemada. Ciberllamas en las que arderán todos: no habrá ningún títere al que le quede la cabeza sobre los hombros. El convencimiento es claro: el infierno existe y son los otros. Basta con abrir los ojos y mirar el mundo alrededor. Hablaré de libros, de películas, de canciones y de paisajes extranjeros, pero siempre con el tridente desenvainado.

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Biografía: Madrid, 1962. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Máster en Gerencia de Empresas. Autor de los libros de relatos Los oscuros (1990) y El alma del erizo (2002), la colección de cartas Amante del sexo busca pareja morbosa (2002) y las novelas La dulce ira (1995), La muerte de Tadzio (2000), ganadora del Premio Ramón Gómez de la Serna, Los amores confiados (2005) y Las manos cortadas (2009, publicada, como la mayor parte de su obra, por Alfaguara). Ganador del Premio del Tren 2009 "Antonio Machado" de Cuento, que convoca la Fundación de los Ferrocarriles Españoles, con el cuento Los años más felices.

 

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