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Blog de Javier Memba

El insolidario

Los mitos de Cthulhu

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Los mitos de Cthulhu"

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            Acaso obedeciendo a una tiniebla tan matemática como esa que suele atribuirse al armazón de las narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe, en agosto de 1998 -justo veinte años después de haber leído por primera vez en Ibiza a Howard Phillips Lovecraft, en una entrañable selección de Ediciones Acervo con pie de imprenta de 1974-, daba cuenta en Formentera de Los mitos de Cthulhu, la espléndida concelebración del universo de outsider de Providence compilada por Rafael Llopis.

            En las dos décadas que separaron ambas lecturas, Lovecraft se había convertido en uno de mis favoritos. Su obra fue mi pórtico a la literatura de miedo. Volví a él con insistencia en el 86. Fue entonces cuando me compré en la Casa del Libro Los mitos de Cthulhu, que siempre he tenido por uno de los títulos más preciados de El Libro de Bolsillo, la queridísima colección de Alianza Editorial. En los meses que siguieron, di cuenta de toda la bibliografía de Lovecraft publicada en tan entrañable sello. Pero mi vida no tardó en caer en los desórdenes a los que me llevó una borrachera prolongada a lo largo de todo el año 87 -no es retórica-, quedando así imposibilitado para la lectura de Los mitos de Cthulhu.

            Hallado no sólo el sosiego, también la felicidad, en el bello verano del 98 di al cabo cuenta de esta impagable selección. Y es ahora, en el nefasto estío que nos ocupa, cuando maldigo mi actual suerte con la misma insistencia que vuelvo sobre mis notas, mis fotografías y mis filmaciones de aficionado de agosto del 98, cuando recupero, como una dicha antigua, los apuntes que tomé de Los mitos de Cthulhu. Lo que sigue es, pues, lo escrito entonces sin apenas enmienda o corrección.

            Se abre el volumen con un documentado y amenísimo prólogo de Rafael Llopis, donde se da noticia del mundo del escritor. Allí se nos refiere su ya conocido racismo (1), la no menos sabida dominación que su madre -siempre convencida de que una inglesa descendiente de ingleses como ella era superior al resto del mundo- ejerció sobre el escritor -a los treinta años aún no había pasado una noche fuera de casa- o cómo, al quedarse solo, la literatura comienza a ser su modus vivendi, dado que ésta, en sus dos vertientes -lectura y escritura-, ha sido la única válvula de escape al opresivo ambiente en que se ha criado.

            Hasta ahí, en efecto, no ignoraba nada de lo apuntado por Llopis. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de otro par de cuestiones acometidas por el autor de la selección. La primera alude a la forma en que la obra de Lovecraft marca una nueva pauta en el género, iniciando ese terror materialista -que busca el miedo en antiguos cultos, en mundos de caos pretéritos-, surgido en contraposición al terror gótico estilado hasta entonces, aquel que nos presenta a muertos que resucitan, almas en pena que vagan por castillos y demás. Si bien es cierto que en Lord Dunsany, Arthur Machen e incluso el Stoker de La guarida del gusano blanco ya se registran características de esta índole, sostiene Llopis que en Lovecraft alcanza sus más altas cotas el género.

            La siguiente cuestión del prólogo desconocida para mí es el culto, que habiendo empezado a publicar en revistas, comenzaron a rendirle algunos de sus lectores. Entre ellos se encontraban varios de los incluidos en las siguientes páginas del libro. Tal son los casos de Frank Belknap Long, Robert Howard y, por supuesto, August Derleth. A diferencia de lo que cabía esperar, Lovecraft pierde con sus discípulos su natural misantropía y, además de cartearse con ellos, les dedica algunos de sus relatos.

            Ya para acabar mis anotaciones del prólogo, me referiré a la lista de libros míticos que en él se aluden. Amén del Necronomicon -que no existe, he sabido después de dudarlo desde mi primer acercamiento a Lovecraft-, de Abdul Alhazred, aquí se habla de los Manuscritos Pnakóticos, anónimo; Los siete libros crípticos de Hsan, del que tampoco se facilita autor; los Unaussprechlichen Kulten -Cultos sin nombre o Libro Negro-, de von Junzt o los Cultes de Goules, del conde d'Erlette. Este último nombre que Lovecraft diera a Derleth. Una buena parte de esta fantástica bibliografía es aportada por los discípulos del autor.

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            El Libro primero de la selección -Los precursores- se abre con un relato de Lord Dunsany -Días de ocio en el país del Yann- adscrito en toda la extensión de la palabra a la propuesta que preside el capítulo. A grandes rasgos, viene a contar la navegación por un río que surca un país fantástico en el que se adora a extraños dioses arcaicos.

            En un momento dado, cuando a tenor de algo dispuesto para una de estas divinidades el narrador supone el tamaño de la deidad, la forma empleada por Dunsany de contárnoslo es exactamente igual a las que más adelante utilizará Lovecraft.

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            En Un habitante de Carcosa, original de Ambrose Bierce, he acabado encontrado esa faceta terrorífica que tanto he buscado en este escritor, uno de los que más he el leído en los últimos meses. El texto, eminentemente descriptivo, nos va dando cuenta del extraño ámbito en que se encuentra su protagonista, donde no hay "ni un pájaro, ni un animal ni un insecto". Después de haber creado un auténtico clímax mediante esas descripciones, el narrador nos cuenta cómo pudo ver su propia tumba. En efecto, se trata pues de un muerto, cuyo relato es la conversación mantenida por su espíritu con un médium.

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            El pintor que protagoniza El signo amarillo, de Robert W. Chambers, comienza a ser vigilado constantemente por un sujeto que resultará ser un fallecido, además del heraldo de la propia muerte del artista.

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            Vinum Sabbati, de Arthur Machen, -acaso el mejor cuento de esta primera parte y uno de los que más me interesado de todo el libro- viene a ratificar el buen recuerdo que aún guardo de El terror, primer texto que leyera de este autor.

            En el relato que ahora me ocupa, este escritor inglés nos presenta a un abogado que, extenuado por sus estudios, visita a un médico que le recomienda un reconstituyente. Iniciado el tratamiento, a nuestro hombre -Francis Leisceter, por más señas- le sale una mancha en la mano que no dudará en vendarse para recelo de su hermana Helen, la narradora. Pero la medida será de todo punto inútil. El carácter de Francis también comienza a cambiar. Alertada, Helen visita al médico que le recetó el constituyente. Juntos se acercan al boticario que preparó la receta, descubriendo que sus componentes no son aquellos que ordenó el doctor. Muy por el contrario, sus principales ingredientes son otros, que el droguero guardaba en su almacén desde mucho tiempo atrás. Para salir de dudas acerca de su composición, el médico los manda analizar. Mientras los análisis se realizan, la degeneración de Francis va a mayor, hasta quedar reducido a una masa oscura en el suelo, "una plasta corrompida, ni líquida ni sólida". Ya muerto Francis, cuando llega el resultado de los análisis, se nos descubre que nuestro hombre ha estado tomando vinun sabatti, una bebida ingerida en los antiguos aquelarres.

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            Algernon Blackwood nos propone en El Wendigo la historia de una expedición de cazadores que se adentran en una región virgen del Canadá. En ella, el grupo se divide en dos, quedándonos nosotros con el joven Simpson -un estudiante de teología escocés- y Joseph Défago -el guía, un francocanadiense-. Tras acercarse en barca a una siniestra isla en medio de un inmenso lago, Défago comienza a dar instrucciones a Simpson sobre cómo actuar en caso de que a él le ocurra algo. Paralelamente, comenzamos a tener indicios de la presencia del Wendigo, El que anda con el viento, una monstruosa divinidad, muy temida por los indios, que ya nos ha sido referida con anterioridad y a la que también se hará referencia en otro relato posterior. A mi entender, la desgracia en sí no está a la altura de estas señales del horror inminente, que en efecto logran crear un ambiente en verdad espeluznante. Lo que finalmente acontece es que Défago, presa de un extraño delirio, sin poderse contener, se entrega a la abominable divinidad. No obstante, pese a ello, conseguirá volver al campamento "precedido de un olor muy singular".

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            La maldición que cayó sobre Sarnath, primer cuento de los aquí reunidos original de Lovecraft, narra la leyenda de la ciudad aludida en su título. Situada la población en la tierra de Mnar, sus habitantes dieron muerte a los moradores de Ib -villa vecina- guiados por el odio que les inspiraba su aborrecible aspecto. Perpetrada la matanza, los asesinos tiraron los cuerpos de sus víctimas, así como los monolitos que éstas adoraban, a las aguas del lago junto al que se alzara Ib, de la que sólo habría de quedar un ídolo que representaba a Bokrug -"el saurio acuático"-. Llevada la pieza a Sarnath, es depositada en el templo local.

            A la mañana siguiente, después de una noche en la que se han visto extrañas luces en el lago, el ídolo ha desaparecido del templo y su sacerdote, antes de morir, ha trazado en el altar el signo de la maldición.

            Sin embargo, en los años siguientes, Sarnath conocerá la prosperidad. Celebrándose una fiesta en conmemoración de los mil años de la destrucción de Ib, el lago comienza a desbordarse y a "engendrar" terribles brumas. Los que consiguen huir del cataclismo, dicen que el palacio está habitado por una "horda de indescriptibles criaturas verdes".

            Posteriormente, semienterrado entre los juncos, se encontrará al antiquísimo ídolo que representaba a Bokrug, al cual se le empezará a rendir culto en toda la tierra de Mnar en las noches que la luna se encuentra como se encontrara aquella en que tuviera lugar la hecatombe que acabara con Sarnath.

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            También el maestro abre el Libro segundo -Los mitos- con El ceremonial. Su protagonista es un hombre que regresa al pueblo pesquero de Nueva Inglaterra, del que es originaria su raza, para cumplir con un ceremonial celebrado secularmente cada cien años. Pese a que los rostros y objetos del rito le son familiares y ha sido convocado al protocolo "de acuerdo con los escritos" de sus antepasados, el culto -que lógicamente se desarrolla junto a unas aguas, fétidas y oleaginosas- le comienza a repugnar.

            Sus sentimientos adversos hacia la celebración aumentan ante la presencia en ésta de "una horda de seres alados que ningún ojo, ningún cerebro en su sano juicio, ha podido contemplar jamás". Invitado por el artífice a subir a lomos de uno de estos seres, para ir al lugar donde habrán de realizarse "los misterios más recónditos de tan siniestra liturgia", a éste se le desprende accidentalmente la máscara que lleva "en el lugar correspondiente a la cabeza". De esta manera, el narrador descubre que, tras aquel rostro que creyó familiar, se esconde tal "pesadilla" que prefiere tirarse a las aguas oleaginosas, cayendo a la vez en un desmayo del que despertará en el hospital.

            Además de la alta calidad del texto, destacaré algo que llegará a ser una constante en casi todos los relatos de costa de su autor: el parentesco del narrador y protagonista con aquellos que rinden los abominables cultos a las monstruosidades marinas. Para mí -por algo que sólo yo sé- esto tiene un especial interés.

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            En cuanto a Los perros de Tíndalos, de Frank Belknap Long, he de decir que me han interesado mucho más sus procedimientos narrativos que lo que se nos cuenta mediante ellos.

            La historia es la de Halpin Chalmers, un escritor ocultista que será víctima de unas criaturas que habitan en los ángulos del tiempo, a las que invoca en su trabajo; su estructuración, lo que verdaderamente cuenta para mí, es la siguiente: recuerdos del narrador acerca del difunto -capítulos "I" y "II"-, resumen de un par de artículos publicados en la prensa sobre su muerte -"III"-, informe de un químico remitido a un juez sobre el extraño estado de las células del difunto -"IV"- y un fragmento de un manuscrito de una obra del escritor en la que alude al trabajo que le ocupaba cuando halló su fin -"V"-.

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            El mismo Lovecraft nos ofrece un espléndido flash back en La sombra sobre Innsmouth, protagonizada y narrada por quien nos dice ser aquel que ha provocado las investigaciones secretas llevadas a cabo por el gobierno en Innsmouth durante el invierno de 1927-1928. El verano anterior era un joven que celebraba su mayoría de edad dando la vuelta a Nueva Inglaterra. En sus planes entraba una visita a Arkham, lugar de procedencia de la familia de su padre, cuando, "buscando el itinerario más barato" y no sin que antes se le advierta del extraño ambiente que reina en el lugar, nuestro hombre recala en Innsmouth.

            Ya en tan siniestra localidad, le llama la atención el permanente olor a pescado que hay en ella y las características fisiológicas de sus habitantes: ojos que nunca parpadean, voces inhumanas, etcétera. Todas ellas les dan un aspecto como de peces. Tanto o más le chocan la total ausencia de animales domésticos, que sólo haya jóvenes -de lo que deduce que "la pinta de Innsmouth" es una enfermedad biológica que les va minando con los años- y la tiara de un sacerdote de la orden de Dagon, cuyo culto está prohibido. Nuestro protagonista ya ha tenido oportunidad de ver la pieza en el Museo de la Universidad del Miskatonic de Arkham -otro lugar mítico y común en la mitología de Lovecraft-, en la que están representados unos extraños seres.

            Puesto en antecedentes sobre los misterios del lugar por el muchacho que despacha en la tienda de comestibles, éste le dice que el único que puede contarle algo sobre los verdaderos horrores es Zadok Allen, un viejo del lugar a quien el licor es capaz de soltarle la lengua como a nadie en Innsmouth.

            Así las cosas, nuestro hombre se pierde por la población decidido a no pasar la noche en ella. No obstante, el encuentro fortuito con Allen, conseguirá que la curiosidad aguijonee al narrador, quien acabará por emborracharle para que el viejo comience a largar. Zadok se prestará a ello, no sin las reticencias previas que eran de esperar, frente al Arrecife del Diablo, "la boca del infierno" en su opinión, cuya profundidad no hay sonda capaz de medir.

            De esta suerte, se nos cuenta la historia de la maldición que pesa sobre Innsmouth, que se remonta a la guerra de 1812, cuando el capitán Obed Marsh entró en tratos "con ciertas gentes de los mares del sur" -los canacos- que sacrificaban a sus jóvenes a unas criaturas marinas. A cambio, les proporcionaban abundante pesca y unas joyas que reproducían extrañas monstruosidades del fondo de las aguas.

            Habiendo reparado en que la mirada del forastero es muy parecida a la del capitán Obed, Allen prosigue el relato de las abominaciones. Llegada la época de celo para los monstruos marinos -mitad peces, mitad ranas-, estos propusieron a los canacos mezclar las sangres. El resultado sería una raza de seres que conservaría su aspecto humano durante la juventud, para después, con el discurrir de los años, pasar a tener el de las bestias del mar. Llegado ese momento sentirían la llamada de las aguas y, una vez en ellas, alcanzarían la inmortalidad, a no ser que se les diera muerte de forma violenta.

             Cuando los canacos de las islas vecinas asesinaron a los amigos del capitán Obed, éste decidió llevar el culto a Innsmouth, dando muerte a todos aquellos que se opusieron a tamaña abominación. Ya al final de su relato, enloquecido por el licor, Zadock se da cuenta de que les han visto hablando.

            Cuando el visitante va coger el autobús, que habrá de sacarle del pueblo, se le dice que el coche ha sufrido una avería y se le sugiere que pase la noche en un siniestro hotel local. No quedándole más remedio que aceptar, el joven -convencido de que corre un gran peligro- se acuesta vestido. No habrá de pasar mucho tiempo antes de que vayan a buscarle a su habitación, si bien logrará zafarse de sus perseguidores, como también lo hará ya en las calles del pueblo.

            Durante su huida, una de las cosas que más le exasperan son los sonidos guturales que emiten sus perseguidores. Llegado al Arrecife del Diablo, puede comprobar cómo está teniendo lugar en él una especie de liturgia. Las angustias y las carreras se suceden hasta que el narrador consigue alejarse del centro siguiendo las vías abandonadas del tren. En ellas encontrará un escondite desde el que presenciará el paso los peces ranas que ya ha visto en la tiara. El espectáculo es tan espeluznante que el forastero perderá el sentido.

            Tras denunciar los hechos, el narrador, ya en Arkham, inicia unas pesquisas sobre su familia que le llevan a la conclusión de su tatarabuelo era Obed Marsh, cuya esposa fue Pth'thya-l'yi, una Profunda regresada a las aguas tras la muerte del capitán. Pero no sólo eso, en un verdadero tour de force, viene a contarnos que la metamorfosis hacia la "pinta de Innsmouth" se empieza a obrar en él. Sin embargo, nos anuncia que, a diferencia de ciertos parientes suyos, quienes llegado el caso prefirieron la muerte, él no se suicidará. Comienza a experimentar en sueños la llamada del mar.

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            Famosa en todos los libros que versan sobre temas arcanos, La piedra negra, de Robert E. Howard, es aquella en torno a la cual se desarrolla un culto tan siniestro como ancestral. El narrador llega al pueblo de las montañas de Hungría -Streigoicavar- en que se alza el monolito siguiendo las indicaciones de von Junzt en su Cultos sin nombre. También sigue los pasos del poeta loco Justin Geoffrey, quien perdiera la razón a raíz de asistir a lo que sucede al pie de la enigmática pieza. Cuenta la leyenda que, en torno a ella, se desarrolla una siniestra liturgia el 24 de junio.

            Como la casualidad ha querido que en dicha fecha nuestro hombre se encuentre allí, llegadas las doce de la noche se acerca al claro del bosque donde se encuentra la Piedra Negra y, después de ser semihipnotizado por una música procedente de ella, asiste al siniestro aquelarre que se oficia a su alrededor. A la mañana siguiente, todo resulta haber sido una ilusión. Ahora bien, deducciones posteriores del narrador nos darán a entender que lo que él ha presenciado es un antiguo culto a un ser diabólico, cortado de cuajo por los turcos cuando pasaron a cuchillo a toda la población del lugar. Así pues, para mi sorpresa, los invasores musulmanes son presentados como una fuerza del bien.

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            Henry Chaldane, el narrador y protagonista de Estirpe de la cripta, original de Clark Ashton Smith, es un joven que regresa de visita a Inglaterra -su país de nacimiento- después de haberse criado en Canadá. Viajando por la comarca de la que es natural, llega a Tremoth Hall, residencia de Sir John Tremoth, viejo amigo de su padre y objeto de las habladurías de los lugareños. Las murmuraciones tienen su origen en cierto suceso acaecido a Lady Agatha, la esposa de Sir John.

            Siendo madame víctima de ataques de catalepsia, en uno de ellos fue enterrada viva. Del relato referido por la señora al ser rescata por su esposo de la cripta, colegimos que la dama ha sido poseída por un ser demoníaco que profanó su ataúd. Máxime cuando, nueve meses después de ocurridos los hechos, la dama -antes de expirar realmente- alumbra a un ser monstruoso que Sir John decide esconder. Pese a la mala fama que tiene la mansión, Henry se ve obligado a pasar en ella la noche y los aullidos de la bestia que allí habita se le hacen insoportables.

            A la mañana siguiente, el mayordomo anuncia al huésped que Sir John ha muerto. Dado que la inclemencia del tiempo no permite la inmediata cremación de los restos del caballero, tal y como él dispusiera, llegada la siguiente noche, Harper -"el anciano criado"- ruega a Henry que se quede a velar el cadáver junto a él. La insólita petición obedece a que, pese a que en los veintiocho años que el aristócrata y su sirviente han guardado al monstruo le han tenido bien alimentado, la inminencia del óbito del Sir ha abierto un nuevo apetito en él.

            En efecto, nos encontramos ante una abominación necrófaga que, sólo al final de pavoroso velatorio al que asistimos, conseguirá romper la pared que le separa del cadáver y de nuestros amigos.

            Pero la brutal irrupción del abominable ser de las tinieblas provocara un incendio en la cámara que, salvándole del apetito del siniestro engendro, proporcionara a Sir John la pira que no se le ha podido dar en el exterior. El ser vuelve así a la cripta sin haber dado cuenta del cadáver.

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            En la noche de los tiempos, segunda de las grandes piezas de Lovecraft aquí reunidas, al igual que La sombra sobre Innsmouth es un gran flash back. Situado en 1935, Nathaniel Wingate Peaslee, su protagonista, se dirige a nosotros para pedirnos la inmediata paralización de las excavaciones que se están llevando a cabo en Australia Occidental. Los hechos que le empujan a tan drástica decisión se remontan al 14 de mayo de 1908.

            En aquel tiempo, estando Nathaniel dictando una clase de Economía en la Universidad de Arkham, fue presa de un ataque de amnesia que dejó su mente en blanco. Al día siguiente comenzó a hablar un lenguaje que hace pensar a los demás "en abismos de incalculable distancia". En los años sucesivos, habiendo perdido todo lo que fuera su vida anterior -a excepción de un hijo, que le sigue siendo fiel- Nathaniel emprende extraños viajes a recónditos lugares y se da a lectura del Necronomicon y el resto de los clásicos aludidos en estas páginas. Por último, de regreso a su casa de Arkham, instala un extraño artefacto y recobra su primera personalidad retomando el hilo de la clase que impartía a sus alumnos cuando fuera presa de su extraña amnesia cinco años antes.

            Retomada ya su actividad docente, pese a que todas las cosas parecen estar de nuevo en su sitio, el catedrático siente que ya no es el mismo. Por esos días tiene noticia de que, a lo largo de la historia, ha habido otras personas aquejadas por sus mismos padecimientos. Todas ellas eran de un elevado nivel intelectual y todas ellas han sufrido unas pesadillas idénticas a las que Nathaniel comienza a parecer en esta segunda fase de su experiencia.

            Sus imágenes oníricas le muestran a unos seres superiores, una "Gran Raza" venida del espacio (2), conocedora de la ciencia de todas las civilizaciones pasadas y futuras. Los espíritus de estas entidades son capaces de poseer los cuerpos de todas las especies que han poblado y poblarán la tierra. Para alcanzar su elevadísimo nivel de conocimientos se valen de las mentes más privilegiadas de su tiempo, a las que utilizan como cronistas de todo lo referido a su época. De este modo, en sus ensoñaciones, el catedrático se ve a sí mismo como un escriba al servicio de la Gran Raza.

            Pese a la precisión y la complejidad de sus ensoñaciones, Nathaniel prefiere creer que no son más que eso: imágenes oníricas. Sin estar del todo convencido, comienza a publicar unos artículos sobre el particular en una revista especializada en temas psicológicos, a raíz de los cuales le llega una carta de un lector, que se encuentra realizando unas excavaciones en Australia. El ingeniero que le escribe le asegura haber encontrado unas piedras idénticas a aquellas de las que el catedrático habla en sus textos.

            Trasladado al lugar donde se encuentra la expedición, todo apunta a que lo soñado por Nathaniel es cierto. Pero el profesor sigue mostrándose reticente a admitirlo. Así las cosas, una noche que se desata una extraña tormenta de arena, el narrador da casualmente con una entrada a ese mundo que el creía resultado de su experiencia onírica. Todo es tal y como él había soñado, incluso llega a reconocer su letra en las crónicas de su tiempo escritas para la Gran Raza. De ahí que ahora abogue por la paralización de las excavaciones.

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            La Reliquia de un mundo olvidado, de Hazel Heald, es una momia y su misterioso cilindro. Después de permanecer varios años postergada en el Cabot Museum de Boston, tras ser objeto de un reportaje publicado en la prensa sensacionalista, comienza a despertar el interés de los más variados personajes, algunos de los cuales realizan extraños rituales ante ella. Según se nos da a entender, dichos conjuros obedecen a los restos de una antiquísima idolatría, sobradamente conocida por von Junzt, quien habla de ella en su Cultos sin nombre, todo un clásico en estas páginas.

            Von Junzt, el hombre que según el narrador de La Piedra Negra dedicara su vida a bucear en los temas ocultos, hace referencia a un lugar llamado K'naa, donde se alza la cima del Yaddith-Gho, en cuyo interior moraba Ghatanothoa. Era éste el dios infernal y demonio protector de los Yuggoth -raza venida del espacio "a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre"-, al que ningún ser vivo podía contemplar -ni siquiera en el reflejo de su imagen- sin que la víctima quedase petrificada mientras su cerebro alcanzaba la inmortalidad.

            150 o 173 años antes de Cristo, inspirado por las divinidades favorables al hombre, un sacerdote llamado T'yog escribe un conjuro con el que poder enfrentarse a Ghatanothoa y lo guarda en el cilindro. Pero los adoradores del Dios Oscuro cambian el texto original por otro muy parecido. De modo que cuando T'yog entra en la fortaleza del protector de los Yuggoth queda petrificado.

            Ya en los años treinta del siglo XX, cuando el cráneo de su momia, la que tanto interés despierta en el Cabot Museum, es trepanado, se descubre que su cerebro sigue vivo, como ya se veía venir desde que se nos empieza a dar noticia de ligeros movimientos en el cadáver embalsamado.

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            Las analogías entre el magnífico El entierro de las ratas, de Stoker, y Las ratas del cementerio, de Henry Kuttner, van mucho más allá de las que se dan en los títulos. De hecho, este relato se me antoja mucho más próximo al terror de muertos, aparecidos y cementerios, que a ese otro, llamado materialista, que inspira estos cautivadores mitos.

            Aquí se narra la historia del guardián de un destartalado cementerio de Salem -ciudad bastante significativa en la iconografía terrorífica estadounidense- en lucha contra las ratas, que tan grandes como abundantes moran en el solar a su cuidado. Con todo y con eso, Masson -el vigilante en cuestión- prefiere mantener en silencio la verdadera magnitud del problema. De otro modo, si algunas tumbas fueran abiertas, sus hurtos en los cadáveres quedarían al descubierto.

            La noche en que nuestra historia empieza, el vigilante tiene especial interés en profanar el sepulcro de un difunto cuyas joyas codicia. Puesto a ello descubre que las ratas se le han adelantado, horadando el ataúd por uno de sus extremos y llevándose el cadáver. Ni corto ni perezoso, Masson las sigue el rastro introduciéndose con ello en una serie de galerías en las que, al no poder salir, será pasto de los roedores. Como el entierro que procuran las ratas en la pieza de Stoker.

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            El texto maldito al que alude Robert Bloch en El vampiro estelar -relato dedicado a Lovecraft- es De Vermis Mysteriis -Los misterios del gusano-. El protagonista de la narración de este caro discípulo del maestro es un escritor de terrores materialistas. A la búsqueda del Necronomicon y demás apócrifos, el literato encuentra el título citado anteriormente, cuyo autor, un tal Ludvig Prinn, pereció en la hoguera de la Inquisición acusado de brujería.

            Dado que el misterioso ejemplar guarda sus enseñanzas en latín, su nuevo dueño, que ignora dicha lengua, habrá de recurrir a un amigo para que se lo traduzca. Trasladado para la empresa a Providence, lugar de residencia del camarada, el escritor asistirá impotente a la muerte de su compañero, a manos -por así decir- de una entidad invisible llegada de las estrellas.

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            En correspondencia a su dedicatoria de El vampiro estelar, Lovecraft brinda a Bloch El morador de las tinieblas. Pero no sólo eso, más allá de este primer tributo, el maestro toma el personaje de su discípulo y dando un nombre al dueño de Los misterios del gusano -Robert Blake- le hace volver a Providence años después de su desafortunada primera visita.

            En esta segunda ocasión, Blake comienza a sentirse atraído por una sombría iglesia de Federal Hill, a la sazón cerrada después de que tuvieran lugar en ella los ritos de una secta que invocaba a unos seres procedentes de "los abismos ignorados de la noche".

            Como no podía ser de otra manera, Blake acabará penetrando en tan escabroso templo. Una vez allí, descubrirá los restos de un periodista, que en su momento intentó dilucidar las herejías perpetradas entre tan sobrecogedores muros.

            Asimismo, dará con una misteriosa piedra -el Trapezoedro Resplandeciente-, mirando a través de la cual se invoca a Azathoth, terrible divinidad procedente de las tinieblas que mata a sus adoradores. De ahí que quien la invoca sólo pueda salvarse de ella permaneciendo siempre a la luz.

            Días después, a consecuencia de un corte en el fluido el eléctrico motivado por una tormenta, el escritor se queda a oscuras. Será entonces cuando Azathoth le dé muerte descargando sobre él un rayo.

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            Se abre el Libro tercero -Mitos póstumos- con una colaboración entre el maestro y el más destacado de sus discípulos August Derleth. La Hoya de las Brujas, lleva por título la pequeña joya. En ella tenemos noticia de la experiencia del señor Williams, el narrador, un maestro destinado en una escuela al oeste de Arkham.

            Entre sus alumnos se encuentra un tal Andrew Potter, un muchacho al que evitan los demás niños. Siendo esto motivo suficiente para que el profesor se interese por él, nuestro hombre se acerca a la casa de los Potter para intentar convencer a la familia de que el chico vaya al instituto. Pero la atmósfera del lugar y las amenazas del padre, referidas a que no hable de ellos, intimidan al preceptor.

            Unos párrafos después se nos ofrece uno de los mayores aciertos del relato: varias vacas, propiedad de la familia de un alumno que ha hablado con el narrador de Andrew, han muerto misteriosamente. Puesto en contacto con un miembro de la Universidad del Miskatonic deciden exorcizar a los Potter, cuyo abuelo fue un hechicero que antaño invocara (3) a una estremecedora entidad, que a la sazón habita en la madre a la espera de poder ocupar el cuerpo de otro miembro de la familia.

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            En El sello R'lyeh, ya de Derleth a solas, he creído detectar cierto romanticismo. Marius Phillips, al que se ha educado alejado del mar ex profeso, hereda una casa en Innsmouth. Instalado en ella, comienza a sentir cierta atracción por Ada Marsh, la chica que se la limpia: "encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros". Tal vez por eso, la principal sensación que me ha transmitido este bello cuento, a su modo singular dentro del conjunto de los mitos, sea ese romanticismo al que aludo.

            En cualquier caso, el magnetismo que Ada ejerce sobre el joven Phillips es tal que él no reacciona con la contundencia debida cuando descubre a la extraña muchacha husmeando en sus cosas.

            Lo que ella busca son los escritos que Sylvan Phillips -tío del protagonista y dueño anterior de la casa- haya podido dejar. Puesto en antecedentes por Ada sobre lo que el mar es para ellos dos, el joven Marius se muestra escéptico y la muchacha se enfada con él. Estando reñidos, el narrador -lógicamente entre los textos apócrifos- descubre los papeles de su difunto familiar, aunque en un principio no llegará a entender las anotaciones que en ellos constan.

            Más adelante, Phillips dará con un anillo del difunto: el sello de R'lyeh -ciudad o reino en el que Cthulhu "espera que llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero"-. Al colocarse la joya en el dedo, se pone en marcha un mecanismo que, levantando el suelo de la estancia, da paso a una gruta por la que se desciende al mar. Ya en las profundidades, el joven, en medio de una escena de "ensoñación", según sus propias palabras, descubre a aquella que le inspira. Ada, que nada igual que un pez, quita a Marius su escafandra, quien, para su propia sorpresa, verá que también puede respirar a través del agua.

            De ahí en adelante, la pareja se dedicará por entero a la búsqueda del mítico lugar. La empresa les llevará a arrendar un barco, con el que llegarán hasta las islas de Polinesia. Una vez allí, sus objetivos se verán satisfechos.

            Como colofón, Derleth introduce un suelto aparecido en la prensa de Singapur, donde se da cuenta de la desaparición del matrimonio. Si unas líneas más arriba sostenía que este relato es singular dentro del conjunto de los mitos, ello se debe a que es el único que no nos presenta a los seres de las profundidades como monstruosidades.

            Derleth siguiendo la fórmula habitual en Lovecraft, mediante la cual el narrador descubre horrorizado que su sangre está estigmatizada por las aberraciones de Innsmouth. Pero, a diferencia del maestro, hace que su personaje lo acepte tan positivamente que descubra el amor gracias a ello.

***

            La sombra que huyó del chapitel, segunda aportación de Robert Bloch a esta antología es, tal apunta Llopis, una contrarréplica a El morador de las tinieblas, de Lovecraft, que a su vez -como ya he escrito- era una amable réplica a El vampiro estelar, primer texto de Bloch aquí incluido.

            En alabanza a esta segunda pieza tengo que decir que me ha interesado muchísimo más que la primera. Edmund Fiske, su protagonista, es un amigo de Robert Blake, también escritor, que en una noche de 1948 coge un taxi en Providence. El conductor, uno de esos pesados que buscan conversación con el cliente, viendo que Fiske no le responde ni al béisbol ni al tiempo, acaba por comentarle que se han escapado dos panteras del zoológico...

            Se abre así un flash back que nos devuelve a 1935. Ese año, Blake murió fulminado por un rayo como consecuencia de haber invocado a Azathoth al mirar a través del Trapezoedro Resplandeciente, cerrando después la caja que contenía esta piedra. Siendo Azathoth un morador de las tinieblas, ésta era precisamente la forma de llamarlo. Fiske se trasladó entonces a Providence con el propósito de visitar a Lovecraft. Pero el maestro murió antes del encuentro. De modo que a nuestro hombre no le queda más remedio que ponerse en contacto con el doctor Ambrose Dexter, quien abandonará la ciudad después de hurtar el Trapezoedro.

            En los años siguientes, Fiske intentará en vano ponerse en contacto con el científico, cuyo nombre comienza a ser asociado a los debates relacionados con la bomba H, ya estamos en la posguerra. Dada la inutilidad de sus pesquisas, Edmund contratará los servicios de un detective privado. El sabueso logra ponerse en contacto con un tipo que llevó en su barca a Dexter para tirar el Trapezoedro al mar. Igualmente, el investigador acaba por dar cuenta del regreso del científico a Providence. Es entonces cuando el flash back -que no es tal propiamente dicho ya que Bloch prefiere contarnos las acciones en lugar de mostrárnoslas- se cierra: el taxi deja a Fiske en la casa de Dexter.

            Tras cierto recelo por parte del mayordomo, el doctor consiente en recibir a nuestro héroe. Fiske, ni corto ni perezoso, no dudará en acusar a su anfitrión de ser Nyarlathotep -el servidor del Morador de las Tinieblas- porque, cuando Azathoth fue en su busca, después de que Dexter tirara el Traprezoedro al mar, el Señor de Todas las Cosas prefirió fundirse con él a matarlo.

            Por más que el científico lo niegue, todo apunta a que Edmund está en lo cierto: el interés de Dexter por la energía nuclear -metáfora de la destrucción del mundo perseguida por la terrible deidad-, su miedo a quedarse a oscuras y los versos de un poema de Lovecraft (4), que Edmund recita mientras el científico niega la evidencia, acusando a su visitante de estar loco.

            Pero el escritor no se deja convencer, se dispone a matar a su anfitrión cuando éste apaga la luz. De esta suerte, Fiske, al descubrir el verdadero aspecto de quien tiene frente a él, muere del susto. Finalmente, cerrando ese bello e inteligente homenaje que Bloch rinde a Lovecraft, las dos panteras que se han escapado del zoológico acuden a lamerle las manos al científico, como presagió que habría de ocurrir el maestro en su poema.

***

            Richard Dodd, el protagonista de La iglesia de High Street -original de J. Ramsey Campbell- es un tipo a quien la estrechez económica le obliga a aceptar el empleo de secretario que le ofrece un amigo residente en Temphill, pueblo sito en los alrededores de Londres.

            Llegado allí, el camarada ha desaparecido. Desconcertado e impresionado por el aire sombrío del lugar, Dodd se pone en contacto con uno de los vecinos, quien le aconseja encarecidamente que se vaya sin visitar si quiera la casa de su amistad, quien en el momento de desaparecer se encontraba entregado al estudio de antiguos ritos.

            Muy por el contrario, el forastero, además de entrar, fisga en los papeles del ausente. En ellos se refiere a la iglesia de High Street -lugar bajo el que se encuentra una necrópolis-, en donde ha sido testigo de los más espeluznantes horrores cósmicos. Igualmente, el desaparecido da noticia de cómo, desde que entrará en el templo maldito, todas las calles del pueblo, tómelas en la dirección que las tome, le llevan a él.

            Uno de los aciertos del autor es mostrarnos esos terrores que tanto abrumaron a su amigo cuando es Dodd quien visita el templo. Allí, en aquel lugar impío, tras descender a la necrópolis por una trampilla que descubre tras el altar, el forastero ve cómo "unas formas vivas, horriblemente blancas, gelatinosas" se acercan a él y, cuando algo le toca, pierde el conocimiento.

            Al recobrarlo ha crecido en él un extraño hongo. Desesperado, intentará huir del pueblo, pero todos los caminos que emprende le llevaran de nuevo a la iglesia. Finalmente, nuestro hombre es atropellado por un médico que le trasladará a un hospital, donde le aseguran que todo lo que cree haber vivido no es sino una alucinación.

            Sin embargo, Dodd siente una irresistible atracción por la iglesia. Tanto es así que, en su último párrafo, el relato se nos presenta como un documento adjuntado al informe médico tras la desaparición de Richard Dodd.

***

            Choca entre tanta delicia la tontería que presenta Juan Perucho, sobre todo después de la buena impresión que me causó durante su lectura Galería de espejos sin fondo. Lo mejor de Con la técnica de Lovecraft, su relato -por así llamarlo, ya que se reduce a una sucesión de frases supuestamente semejantes a las utilizadas por Lovecraft- de esta selección es la dedicatoria -"A la memoria de Lovecraft, escritor de science fiction que murió perseguido por los seres invisibles"-, que tanto me llamara la atención la primera vez que hojeé el libro, cuando su extensión y mi desorden aún me impedían leerlo.

            Por lo demás, la inclusión del español en estas páginas, sólo se entiende a consecuencia de la amistad que habrá de unirle a Llopis. Al margen de ella, Perucho, en esta espléndida selección, se me antoja un advenedizo en toda la extensión de la palabra.

 


 (1)                En contra de la opinión de Llopis, anotaré que, en la obra de Lovecraft, el racismo -por poner uno de los muchos ejemplos que se pueden traer a colación- se detecta en la degeneración sufrida por los habitantes de Innsmouth a consecuencia de su mestizaje con los engendros del mar.

 (2)                 Aunque Llopis sostenga que las simpatías fascistas de Lovecraft no trascienden su obra, me permitiré apuntar que este pueblo encierra toda una apología, metafórica pero apología al cabo, del fascismo.

(3)                 Se nos remite a El horror de Dunwich para saber más sobre el conjuro.

 (4)                 Este poema, que en efecto existe, está incluido en Hongos de Yuggoth.

Publicado el 10 de agosto de 2012 a las 17:00.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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