Apuntes para unas estampas madrileñas (VIII)
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El casticismo de zarzuela
Ya no soy aquel niño al que le daba miedo salir de Madrid porque fuera de su ciudad y solar natal extrañaba hasta el agua. Pero en el casi medio siglo transcurrido desde entonces, tres semanas -y haciendo un exceso- han sido el máximo espacio de tiempo que he conseguido estar fuera de ella. Quince días, esa es la medida ideal de mis ausencias de casa.
Pasada ya con creces la cumbre de mi edad -tengo cincuenta y tres años recién cumplidos-, Madrid, a mis ojos, sigue siendo un reino afortunado que me sé de memoria porque es mi limbo. Ya puedo estar en la maravillosa París o la incomparable Londres, junto con Formentera mis destinos favoritos, que siempre acabo por contar los días que faltan para volver a mi ciudad. Como cuando era un niño que prefería la calle de Eloy Gonzalo con sus quioscos de agua de cebada a la dichosa playa.
Y como entonces, cuando aprendí a exaltar Madrid por lo que la murga la denostaba, al volver a la capital, sintiendo ya sus prisas, su contaminación y sus largas distancias, me llena el alborozo del regreso aunque la ausencia no haya llegado ni a la semana.
Con todo esto, me distancio una vez más de lo que es debido pues lo que prima en estos días es lo universal frente a lo castizo, especialmente si ese casticismo es español o madrileño. Pasada ya esa cumbre de mi edad, me he dado cuenta de que son pocos los conceptos que no pueden ser rebatidos con su antagonismo. Desde luego, ni la universalidad ni el casticismo cuentan entre ellos. Uno es tan justificable como el otro. El equilibrio entre ambos, precisamente, es una de las características más sobresalientes que pueden distinguir a una persona.
Hace algunos meses escuchaba a un ilustre escritor, nacido en Madrid aunque sentimentalmente ligado a otro sitio, afirmar que no existe la identidad madrileña. Muy probablemente esté en lo cierto. No hay una tradición madrileñista equivalente al casticismo de otros lugares. Así que le escuché como quien oye llover. Ya no soy aquel niño que se enojaba cuando otros pequeños madrileños decían que eran del pueblo de sus padres. Como demuestra mi monomanía con el solar natal, a mí no me hace falta sentirme enmarcado ni en tradición ni en comunidad alguna. Yo soy de Madrid y punto ¡Antes muerto que gregario!, proclamo una vez más. Los fantasmas de aquel Madrid en el que fui el niño más feliz del mundo, que guarda mi memoria como bálsamo al nefasto presente que ha de venir de fuera de mi limbo madrileño, suplen en lo más íntimo de mi ser lo que los fueros, las raíces y las razas seculares son a otros. No tengo ningún apego a los orígenes de mis progenitores.
Ante este panorama, comprenderá el lector que siempre que median mayo y agosto, con motivo de las fiestas de San Isidro y la Paloma, respectivamente, vuelva a marcar distancias entre mi madrileñismo y el de esos chulapos y chulapas que menudean en La Arganzuela y La Latina. Me consta que algunos saben de lo refrescante que era el agua de cebada, aquel viejo granizado que se bebía como la horchata con los rigores de la canícula. Pero su proceder, sus manifestaciones -como ellos mismos pretenden-, me suenan a zarzuela.
La zarzuela -autodenominada "genero chico" respecto a la ópera, téngase en cuenta- es una amenidad, un pintoresquismo de mi ciudad. La respeto, más incluso que al bel canto, que ni siquiera entiendo, por lo que le gustaba a mi madre y a mi abuela, quien por cierto también era madrileña. Pero hacer de La revoltosa y La verbena de la Paloma las principales señas de identidad de Madrid me parece que es convertir el casticismo en una mascarada. Son disfraces de zarzuela, más que ninguna otra cosa, lo que se ve en La Latina con las fiestas. Incluso concediendo que sean trajes típicos, podría apostillarse que el tipismo, el folclore en sí, no es más que la trivialización del casticismo.
En última instancia, el casticismo, como afán por lo propio, es una cosa tan compleja como el miedo a lo desconocido: ese temor que siento yo desde niño. Ya entonces experimenté una profunda vergüenza cuando me disfrazaron de chulapo y me hicieron participar en una escenificación del chotis Madrid en la fiesta del colegio.
Ahora, todas esas celebraciones se me antojan como han de resultarle a los aficionados al flamenco los tablaos para turistas. Lo que no quita para que uno de los últimos placeres que me quedan sean mis paseos dominicales junto a Cristina hasta Vista Alegre. Allí estaban esos toros de Carabanchel de los que habla Susana en la habanera de La verbena de la Paloma. Presiento que entre la magia que encierran esas calles las manecillas del reloj volverán a dar mi hora.
El casticismo de zarzuela será tan de Madrid como quienes se disfrazan de verbeneros quieran. También lo son los entresijos y su olor me resulta insoportable. Tanto que cada vez que los están friendo en la calle de Embajadores, me cambió de acera.
Publicado el 28 de agosto de 2012 a las 18:15.








