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El insolidario

Música para camaleones

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Música para camaleones"

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            No leía a Truman Capote desde hace veinticinco años. Ya entonces, cuando terminé en el 87 El invitado del Día de Acción de Gracias, estaba convencido de que junto con Faulkner y Carson McCullers integra el triunvirato rector de la gran narrativa del Sur estadounidense. Pero la singularidad de aquella edición de Lumen -las letras eran verdes- acabó por hacer que la forma pesara más que el fondo. Fui pues el necio que mira al dedo que señala a La Luna y durante este cuarto de siglo he recordado más el color de la tipografía que el encanto de la evocación de sus recuerdos infantiles por parte de Capote, asunto de El invitado.... Siendo el caso de que su capacidad para la remembranza es lo que más admiro en un escritor atento a la realidad -por encima del asunto y la excelencia de su obra- y siendo esa nostalgia una de las constantes en este autor y en estas páginas, mi reencuentro con él en Música para camaleones no ha podido ser más satisfactorio.

            Como ya se atisba en Desayuno en Tiffany's (1957), Capote no fue ese cínico que aparentaba ser puesto a epatar a la prensa y a la alta sociedad que lo encumbró mucho antes de alcanzar la popularidad, incluso en España, con A sangre fría (1966). Debido a su condición más íntima, que lo marginaba de los demás, fue un observador sensible desde sus primeros días. Si se creó ese personaje excéntrico, que también fue, lo hizo para proteger su verdadero y primer yo -el de la condición más íntima- de la gente, a la que sólo se dirigía con sinceridad mediante su obra.

            Ya entrando en el asunto que acomete, hay algo en Música para camaleones que se me ha antojado como ciertos libros de encuentros que publicaba hace unos años un conocido periodista español en Planeta. Omitiré el nombre, aunque acordarme me acuerdo, ya que no admite comparación con quien nos ocupa. Pero al ser los protagonistas de estas páginas personajes anónimos -a excepción de la escritora Willa Carther y Marilyn Monroe el resto de los notables sólo merecen una mención- también hay algo en ellas que me ha recordado al excelente Vidas de hombres no ilustres (1994) de Giuseppe Pontiggia.

            La primera de esas evocaciones que trufan los diferentes encuentros y entrevistas que integran el libro, aún en el prefacio, es la de los albores del autor en la literatura. A diferencia de tantos otros, Capote no empezó a escribir a consecuencia de las primeras decepciones que nos depara la vida. Crecido en un ambiente en el que nadie escribía y sólo un par de personas leían, el maestro cogió la pluma cuando tan sólo contaba ocho años obedeciendo a método tan riguroso -una auténtica disciplina a la que él mismo lama "látigo", semejante a los estudios de piano- que induce a pensar que la escritura en sí le interesaba más que lo contado mediante ella. Esas primeras consideraciones sobre su vocación se cierran con una declaración de intenciones respecto a Música.... En ellas se nos anuncia que estamos ante un texto concebido en base a un objetivo: una escritura "sencilla y límpida como un arroyo de montaña".

            Ante este panorama, estas "conversaciones triviales con personas corrientes" parecen inspiradas por esa nueva objetividad, por esa Escuela de la Mirada, por el Nouveau Roman francés de los años 50. Pero a medida que se avanza en las distintas piezas que conforman el texto, se comprende que esa escritura sencilla y límpida no es otra cosa que el estilo sin estilo. Es decir, ese estilo que no se nota, como la cámara en las películas de John Ford. Si la máxima perfección de una obra narrativa es que lo contado parezca surgido por generación espontánea, sin que se note artificio alguno por parte del narrador, Capote en Música... apunta maneras de genio.

***

            La primera de estas charlas, que también es la primera evocación, tiene lugar durante la visita a una dama criolla de La Martinica. Presentada a modo de entrevista periodística, desde el comienzo he echado de menos un párrafo donde se diera cuenta de las gracias que convirtieron a la señora en noticia. Sólo al final he comprendido que en la mujer en cuestión, aunque genuina representante de una época y de la aristocracia caribeña, no hay nada que la convierta en noticia. Ahora bien, siendo Capote todo un maestro en la alteración de los géneros, el inventor de la novela sin ficción, no es de extrañar su talento para convertir en noticia a quien no tenía más gracia que la de atraer a los camaleones apenas empezaba a tañer el teclado de su piano.

            En efecto, esta primera es la pieza que da título al libro. En el intercambio de amenidades sobre las costumbres de la aristocracia criolla de Capote con su anfitriona, ya se deja ver el cosmopolitismo de un autor que viajó en el Orient Express, fue corresponsal en Moscú y conoció la auténtica Venecia, esa poblada por marquesas que dan de comer a las palomas de la plaza de San Marcos cuando se van los turistas y el verano.

            Pero todas esas evocaciones estarán en los fragmentos venideros. Aquí, en su primer encuentro, nos habla del espejo negro de la dama, utilizado para descansar los ojos excesivamente expuestos a la luz, como hicieron algunos impresionistas.

***

            Menos periodístico, El señor Jones es el primero de los recuerdos propiamente dichos que integran la selección. Al igual que Desayuno... se abre con la evocación de la piedra arenisca. Ése era el material con que estaba construido el inmueble donde el maestro conoció a Holly Golightly -seguro que hubo una mujer verdadera que inspiró al inmortal personaje-, el edificio donde tuvo su primer apartamento en Nueva York a comienzos de la guerra. Y también era de piedra arenisca la casa donde coincidió con Jones, una pensión donde se albergó en el 45. En ambos casos el procedimiento de la memoria y de su escritura se me ha antojado el mismo.

            Mucho menos simpático que la encantadora entretenida de Desayuno... Jones era un tipo que recibía a mucha gentes en su habitación. Sus visitantes siempre le daban dinero. Capote nunca llegó a hablar con él. No obstante, tras abandonar la pensión y volver a ella al cabo de un tiempo a recoger unos libros, las patronas -son dos hermanas- le comentan que al tal Jones se lo ha llevado la policía.

            Diez años después el escritor, ya periodista en la Unión Soviética, se lo encuentra en el metro de Moscú. Sutil y magistral forma de darnos a entender que Jones era un espía.

***

            En Una luz en la ventana hay algo de ese desasosiego que dejan esos relatos fantásticos, de terror, que tanto estimo. Este nuevo recuerdo, el escritor se refiere a una boda. Al volver de ella a Nueva York, los Roberts, el matrimonio de invitados que le llevan en su coche, comienzan a discutir tan acaloradamente que están a punto de sufrir un accidente. Ante este panorama, Capote se baja del vehículo en medio de la carretera. Es de noche. Tras descubrir la lejana luz de una casa, decide acercarse a ella. Su propietaria es una apacible anciana, viuda y buena lectora de Jane Austen, Thoreau, Willa Carther... No tiene teléfono, pero invita al escritor a pasar la noche allí. A la mañana siguiente, cuando el gran Truman se dispone a volver a Nueva York, su nueva anfitriona se confiesa tan amante de los gatos como el escritor -y la Holly de Desayuno... cumple decir-. Lo es tanto que conserva congelados todos los que se le han muerto. Ese dato es lo que me inquieta.

***

            Dicen que el del adulterio es todo un género novelístico. Yo lo asociaba especialmente a cierta constante en la narrativa francesa que, como poco, va de Balzac a Drieu La Rochelle, pasando por Flaubert, mi dilecto Maupassant y el largo etcétera. Pero Capote también borda el retrato de ese tedio en que cae la antigua aventura del engaño cuando se consiente o institucionaliza. Lo hace en Mojave, su protagonista es una acomodada esposa de Manhattan. Nos es presentada en su último encuentro con su amante psicoanalista. Viene de escuchar a su peluquero -un hispano homosexual-, que mientras la peinaba le ha confesado que va a matar a su pareja.

            De vuelta a casa, como la señora Nucingen -la esposa del banquero de La comedia humana- escuchará a su marido -a quien ama aunque no mantiene relaciones sexuales con él desde el nacimiento de su segundo hijo- evocar las glorias de su juventud y lamentarse de la perdida de su encanto con las otras mujeres. Finalmente, le anuncia que le ayudará a buscar una nueva amante.

***

            En una primera apreciación, al haber nacido en Nueva Orleáns, ciudad infinitamente más cosmopolita que el sur profundo con sus sheriffs del Ku Klux Klan y todos esos personajes que parecen sacados de una novela de Faulkner o la atribulada Carson McCullers, Capote puede antojarse menos sureño que los otros dos triunviros, criados en Misisipi y Georgia respectivamente. Pero habiendo pasado gran parte de su infancia en Alabama, es tan dixie como Faulkner y Carson McCullers y tan poco afecto como ellos a los sheriffs del Ku Klux Klan y los linchamientos.

            La hospitalidad a la que se refiere en la evocación así titulada es la que era ley en la Alabama de su infancia, la que obligaba a su tía Mary Ida Carter a sentar a su mesa y dar "un suculento almuerzo" a los forasteros de paso por su casa. El que habría de recordar Capote al cabo de los años fue un presidiario recién fugado de la penitenciaria del estado, donde cumplía cadena perpetua y a donde volvió cuando a los pocos días de aquella comida le capturaron de nuevo.

            También habría de recordar a una chica, a la que encontraron bañándose en el río con su hijo. Ésta sí que se quedó algún tiempo en casa, hasta que sus tíos la acabaron casando con un vecino.

***

            Deslumbramiento está ambientado en esa Nueva Orleáns en la que transcurrió una parte de la infancia del escritor... El deslumbramiento en cuestión es el que ejercía una mujer, no obstante la maldición que pesaba sobre ella por haber engendrado un mulato, en el Garden District, la mejor zona de la ciudad.

            En una de esas espléndidas digresiones en las que se pierde el autor, nos refiere que el mulato en cuestión acabó siendo ejecutado por un doble asesinato. Pero lo que en verdad cuenta en este fragmento es la fascinación que la mujer, la señora Ferguson, ejerció sobre un Capote de ocho años. Todo el mundo la creía dotada con poderes mágicos y el futuro autor de A sangre fría recurrió a ella para pedirle su más íntimo secreto: que lo convirtiera en una niña.

            Naturalmente la señora Ferguson no cambió el sexo del muchacho, pero sí se quedó con la pieza de bisutería -sin más valor que el sentimental- que el pequeño Truman robó para ella a su tía.

***

            Ataúdes tallados a mano marca un punto de inflexión en el libro. Se trata de una novela corta, claramente deudora de A sangre fría, pues se cuenta la crónica minuciosa de una serie de asesinatos acaecidos en 1975, en un estado sin determinar del Oeste. Estamos, pues, ante otro "retrato real de un crimen americano".

            En esta ocasión, los asesinatos son llevados a cabo por Quinn, todo un prohombre del lugar que decide acabar sistemática y cruelmente con todos los jurados que votaron en su contra en un juicio por las aguas de un río. Como fatal augurio de su último destino, les envía por correo las cajas en miniatura aludidas en el título.

            Capote, a quien la publicación de A sangre fría convirtió en toda una autoridad en asesinos y presidiarios -aún recuerdo la impresión que me causó La casa de cristal (Tom Gries, 1972), la primera película que vi sobre una prisión cuando sólo tenía quince años, basada en un guión del maestro- fue invitado a participar en la investigación por un policía amigo suyo. En este caso, Quinn no irá a la horca como los Dick Hickock y Perry Edward Smith de A sangre fría. Los crímenes de Quinn quedaran impunes.

            Es aquí donde esa escritura "límpida" alcanza su máxima expresión. A ese estilo sin estilo, a esa deliberada invisibilidad del narrador hay que atribuirle que esté construida mediante diálogos sin guiones. En ellos, cada uno de los interlocutores es presentado mediante sus iniciales y dos puntos que dan paso a intervención. Así, durante más de ochenta páginas, el diálogo sólo es interrumpido por escasos paréntesis en los que el maestro da noticia de una acción al margen de la principal. Dichas acciones, a veces tan interesantes como las dedicadas a dar cuenta del viaje por Europa que le apartó de la investigación, me han resultado lo más atractivo de la pieza.

***

            Conversaciones y retratos es el epígrafe bajo el que el autor integra las piezas que conforman la tercera parte del libro. En el de Mary Sánchez, la asistenta que protagoniza Un día de trabajo, Capote hace gala de tanto o más cariño que el que le inspira Holly Golightly en Desayuno... Este afán de gente sencilla, tan parecido a lo de la bondad infinita de los pobres y la inocencia inmaculada de los niños, es la demostración de que el escritor no era aquel cínico que aparentaba.

            Basta con ver el nombre de esta bitácora para saber de mis ideas sobre el buenrollismo. En cualquier caso, la simpatía de Capote por su personaje es tanto que pierde esa objetividad absoluta a la que aspira. Ahora bien, ésa es la causa de que Un día de trabajo sea la pieza más conmovedora de las aquí reunidas.

            No obedece a un recuerdo. Localizada en abril de 1979 -se nos introduce en ella con la descripción del lugar de Nueva York donde va a suceder, como se describe un decorado en un guión cinematográfico- su origen fue la búsqueda de una experiencia por parte Capote. Mary -una afroamericana de Carolina del Norte cuyo marido murió en un banco de Central Park borracho- era la asistenta del escritor y el maestro, siempre deseoso de veracidad para su obra, decidió acompañarla en su jornada laboral. Siendo el caso que sus clientes -como los llama ella- nunca están en casa. No hay mayor problema en que el escritor la acompañe del apartamento de un piloto, sito en la Segunda Avenida, a la lujosa residencia de unos burgueses de Park Avenue. Aunque Mary es una católica ferviente, su fe no es óbice para que fume marihuana. Así pues, los dos amigos, pues eso es lo que acaban siendo el escritor y ella, comienzan a fumar canutos e incluso llegan a bailar una canción que suena en la radio.

            En ello están cuando llegan los señores de Park Avenue y les sorprenden. Apenas comienzan a echarle la bronca correspondiente, Mary se despide de ellos tan campante, sin drama alguno. De nuevo en la calle, Capote se ofrece a llevarla a casa en taxi. Pero ella, sin el menor enfado, rechaza el ofrecimiento.

***

            En realidad, el desconocido al que se alude en Hola, desconocido, es un viejo amigo del escritor que responde al nombre de George Claxton, un tipo "moderadamente abstemio". Después de un año de no verle, Capote se reúne con él para comer y le encuentra convertido en un alcohólico que bebe un whisky tras otro. Claxton comenta al escritor que su desasosiego se debe al lío en que se ha metido tras responder al mensaje en una botella que se encontró en el mar. La remitente era una menor que decía sentirse muy sola. Cuando los padres de la chica supieron del asunto, denunciaron a Claxton, que parece ser inocente.

            Pero él mismo se delata al comentar que su esposa ha perdido toda la confianza en él ya que con anterioridad se vio envuelto en un asunto parecido. De ahí que el viejo amigo del colegio, a quien Capote realizaba los comentarios de texto a cambio de que él le resolviera los problemas matemáticos, le parezca un desconocido.

***

            Jardines ocultos nos traslada a un parque de Nueva Orleáns situado en Jackson Square al que el autor vuelve en 1979. Todos las conversaciones y retratos de esta segunda parte están ambientadas en los años 70. El maestro regresa allí a recordar su infancia y a nosotros no es dado ese Nueva Orleáns de los burdeles y los garitos míticos. Eso sí, a través de los personajes que trabajan en ellos, no introduciéndonos en estos locales en sí. Tras asistir a una discusión en medio del parque entre una prostituta y su chulo, Capote se encuentra con Big Junebug Jonson, la dueña de un bar que él frecuentaba cuarenta años atrás. Una mujer que ha hecho de la expresión "no dejes que commence" un latiguillo en sus conversaciones. Tras pasar un rato recordando los viejos tiempos y a los viejos amigos junto a ella, lo que el autor aprovecha para decirnos lo poco que le gusta el Mardi Grass y otras celebraciones típicas de la ciudad, cuando se separan y la misma prostituta que oyó discutir al principio se le ofrece, Capote, para rechazarla, le suelta el mismo "no dejes que commence" que acaba de escuchar tantas veces a su vieja amiga. Bonito final.

***

            Fue tanta la autoridad que el gran Truman ejerció en una materia que podríamos definir como El Estudio Objetivo del Crimen que incluso la policía le llamaba a consulta con frecuencia. De ahí el origen de la anécdota referida en Intrepidez. Requerido por el sheriff de San Diego sobre un asesino al que escritor entrevistó para su trabajo, la policía quería saber si Robert M., el sujeto en cuestión, admitió ante él alguno de sus asesinatos y le emplazaron como testigo en un juicio. Capote no se presentó a la vista y está en busca y captura en toda California cuando comienza la narración. Ante este panorama, se esconde en una cabina telefónica del aeropuerto de Los Ángeles, donde la policía espera poder detenerle antes de que abandone el estado.

            Eso es lo que hay cuando el escritor se encuentra con una estrella de la que sólo se nos dice su nombre, Pearl. La diva obliga a uno de los acólitos de su séquito a cambiar su traje con Capote e introduce al singular prófugo en el avión. Antes del despegue obligara a la azafata a que sirva una botella de coñac a nuestro escritor para que el artista pueda relajarse. El alcoholismo del gran Truman gravita en muchas de estas piezas. Pero quizás sea en ésta donde queda patente.

            En mis viejas borracheras podía beberme diez o doce cubalibres sin problema alguno, pero solo aguantaba un par de copas de coñac. Sin embargo, Capote -quien confeso a Willa Carther que bebía desde los 14 años, la misma edad a la que empecé yo- hizo del brandy su bebida favorita. Así pues, se bebe media botella mientras templa sus nervios antes de que despegue el avión que ha de llevárselo de California.

***

            Las iniciales no coinciden puesto que el apellido del Robert Beausoleil, el asesino a quien el escritor entrevista en Y luego ocurrió todo, empieza por "B". Pero por las fechas, este nuevo psicópata que nos presenta bien podría ser aquel contra el que no quiso declarar -sin duda por un secreto profesional guardado con el mismo celo que los curas el de confesión- referido en la pieza anterior.

            Antiguo amante de Kenneth Anger pues antaño fue un niño prodigio de Hollywood, el tal Beausoleil, antes de que Capote lo visitase en San Quintín, era todo un seductor capaz de ejercer un poder maléfico sobre los demás. Está preso tras haber asesinado brutalmente a un músico de Los Ángeles. No distingue entre lo que está bien y lo que está mal. Cuando ha matado a alguna persona, lo ha hecho porque "tenía que ser así". No le pide a la vida más que tocar la guitarra, fumar hachís y recorrer en moto la costa Californiana.

            Cuando Capote le entrevista, le asegura que el brutal asesinato de Sharon Tate -y las visitas que la actriz tenía en casa en su hora postrera-, por parte de Charles Manson y su Familia, fue un intento de estos últimos de hacer creer a la policía que Beausoleil no era culpable del crimen del que se la acusaba, ya que se había producido otro de semejantes características mientras él se encontraba en prisión.

            Acaso por esa fascinación que la capacidad para la escritura ejerce sobre los presos de la que nos habla mi dilecto Chester Himes, Capote tuvo a algunos de sus más grandes admiradores entre los muchos criminales a los que estudio. Beausoleil le pide que le hable de algunos de ellos y el escritor recuerda que conoció a los asesinos de los Kennedy - Lee Harvey Oswald y Sirhan B Sirhan, respectivamente - y a los dos Kennedy asesinados.

            Con idéntico desparpajo se nos ha dado noticia de las estancias donde pasan sus últimas horas los condenados a muerte. A renglón seguido, respondiendo a una pregunta de Beausoleil (pág. 236), el maestro recuerda la agonía de Dick Hickock y Perry Edward Smith, que permanecieron colgando de la soga, sin morir, durante veinte minutos. Aunque di cuenta de A sangre fría en el año 80 y aún no tomaba nota de mis lecturas, creo recordar que de este último trance de los asesinos de los Clutter no se da noticia. Así pues, dicho fragmento puede considerarse una suerte de coda de A sangre fría.

***

            Fue John Huston, para el que Capote escribió el guión de La burla del diablo (1953), quien le presentó a Marilyn Monroe. Una adorable criatura, la pieza en que evoca su encuentro -una de las más conocidas de las aquí reunidas- pese a lo que ya empieza a cargarme la idolatría de Marilyn, me ha ganado por el lirismo de su final.

            La estrella y el escritor se encontraron el 28 de abril de 1955 en el funeral de la actriz Constance Collier. Tras esperar un tiempo prudencial para que los cazadores de autógrafos se hubiesen marchado de la entrada del templo, lo abandonaron por la puerta trasera. Ella no tenía dinero y le pidió a él que le invitará a beber champán. Marilyn le confesó que no se ponía anillos con piedras preciosas porque no quería que se fijaran en sus manos, ya que las tenía muy gordas. Cuando Capote le comentó que sabía que estaba enamorada de Arthur Miller, ella se enfadó. Para amigarse de nuevo la llevó en un taxi hasta al muelle de South Street. A Marilyn le gustaba ir allí porque olía "a países remotos". Leerla esta frase en la evocación de Truman me ha emocionado más que algunas de sus películas.

            Pero lo verdaderamente conmovedor es la despedida, asaz cinematográfica, por cierto. Ella quiere saber qué diría él si alguien le preguntara cómo era Marilyn Monroe. Capote le responde que diría que era "una adorable criatura". Pero ella no le oye.

***

            Finalmente, Vueltas nocturnas o experiencias sexuales de dos gemelos siameses es un soliloquio donde el autor se confiesa -nos confiesa- sus más íntimos secretos. Me quedo con el fragmento referido al miedo que pasó siendo un niño en los bosques de Alabama, en una excursión junto a sus primos, cuando una serpiente mocasín le mordió en una rodilla y estuvo a punto de morir. Sin embargo, no hay duda de que lo más interesante son las líneas referidas a otros escritores (pág. 274) y a sus gustos literarios. En ellas nos da noticia de la amistad que le unió a Willa Carther, a la que conoció casualmente, elogiando su obra sin saber que era ella, y en la que encontró a una gran conversadora y a una crítica objetiva. También nos evoca su amistad con Mishima, quien al parecer dio por sentado que Capote acabaría suicidándose y se equivocó. Asimismo, fue un deseo del estadounidense alcanzar la perfección mostrada por San Julián en La leyenda de San Julián el hospitalario (1875) de Flaubert.

            Pero lo más sabio de esta última pieza es el anhelo de Capote de superar los viejos rencores, resentimientos e insidias para alcanzar así la madurez que, según él -y todo parece indicar que no se equivocaba-, nunca llegó a alcanzar. A mis cincuenta y tres años, empiezo a tener la certeza de que esa superación de los antiguos odios, aunque sólo sea por el olvido, la indiferencia y no el perdón, es indispensable para dicha madurez.

 

Publicado el 13 de diciembre de 2012 a las 11:15.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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