Vistas de Formentera
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Puesto a fotografiar paisajes, como al común de los mortales, me interesan los que obedecen a un orden que considero estético. Pero también los que lo hacen a mi orden mítico. Formentera -cuya plaza de San Francisco muestro en la primera vista, fechada en agosto del 98- forma parte de mi mitología personal desde que, allá por el remoto año 73, escuché por primera vez Formentera Lady, la pieza que King Crimson dedicó a la Pitiusa menor en su álbum Islands (1971).
Ya en el 76 tuve oportunidad de leer en mi queridísima revista Star la serie que Pau Malvido dedicó al underground barcelonés bajo el título genérico de Nosotros los malditos. Sí señor, la misma que en 2004 Anagrama dio a la estampa en forma de libro. Tiempo habrá para hablar de todas las iniciativas de Producciones Editoriales -que amén de responsables del Star, que se llamaba, fueron los primeros editores españoles de Jack Kerouac, William Burroughs y Hunther S. Thompson en su inolvidable colección Star Books- recogidas al cabo de los años por el sello de Jorge Herralde.
Quedémonos de momento con esta estampa del faro de La Mola en 2008 y aquella serie de Malvido, uno de los textos que más me impresionaron en mi adolescencia porque, hablando de la bohemia surgida en torno al rock, me demostró que había una literatura más allá de los academicismos y los premios, los poetas cursis con sordina y la conciencia social. Una literatura maldita, heterodoxa y alucinada que fue determinante para que yo me dedicara al muy noble y siempre improductivo oficio de escribir. En una de aquellas entregas, Malvido -entonces no tenía ni idea de que era hermano de Pascual Maragall- hablaba de la Formentera de Pau Riba y Gabrielet, del cura que les cortaba el pelo a los hippies y de los estragos que causaba entre ellos la Ley de Peligrosidad Social.
Con estos antecedentes, cuando en 1993 Cristina decidió que fuéramos de vacaciones a Formentera y subí por primera vez a bordo de La joven Dolores -el barco que antaño te llevaba a la isla desde Ibiza- lo hice con una especial disposición del ánimo. La misma que experimente en el 85, cuando conocí Hydra, ese pequeño paraíso del Egeo donde el gran Leonard Cohen vivió uno de sus legendarios retiros.
Con todo, sabía que del antiguo enclave contracultural que fue Formentera en los primeros años 70 no había de quedar ni el recuerdo. Tras las catarsis que supuso el punk al rock en el 77 y la modernidad de los 80, ¿Quién iba a acordarse de los hippies? De hecho, el Blue Bar -cuya parte trasera muestro en la foto de arriba en una imagen de agosto de 2008-, que antaño fuera el bar donde se abastecían los peludos -que llamaban los payeses a los hippies-, ya era ese chiringuito para turistas que aún sigue siendo.
Lo que no imaginaba, ni por asomo, era que en el antiguo limbo freak de Formentera habría de vivir algunos de los momentos más felices junto a Cristina, que en la imagen anterior retrato en La Mola, en la mañana del seis de agosto de 2008, abstraída en ese mar que tanto la magnetiza. Mirar a mi alrededor y no encontrarla, me desasosiega en la misma medida que me reconforta que aparezca de pronto en medio de mi visión. Concretándome a aquella mirada, yo acaba de rendir el debido tributo al monolito a la memoria de Julio Verne.
Alzado allí por la colonia francesa residente en la isla, viene a recordar que en Héctor Servadac -el viaje extraordinario que el maestro publicó en 1877-, tras colisionar La Tierra con un aerolito gigante, Formentera y esa parte de Argelia, a la que llegaría alguien que se arrojara al abismo que se extiende al final de La Mola y tras el salto empezara a nadar, se separan de nuestro planeta para recorrer por su propia cuenta las inmensidades del sistema solar. También habrá tiempo para hablar de la estela de Héctor Servadac que el lector atento observa proyectada en La balsa de piedra (1986), la novela de José Saramago en la que la Península Ibérica se separa del resto de Europa y comienza a navegar a la deriva.
De momento, me ceñiré a ese tributo que, siempre que vuelvo a La Mola, rindo a quien, junto con Herbert George Wells, considero el padre de mi amada ciencia ficción.
Algo en apariencia fantacientífico, pero tan real como la atracción del abismo, ha de obrar sobre todos esos visitantes de La Mola que gustan retratarse junto al precipicio. Los de la estampa de arriba lo hacen en el ocaso del 9 de agosto
Los mejores veraneos de mi vida, fueron los que pasé en Formentera entre 1993 y 2009. Así que no es de extrañar que la isla -juro por estas líneas que cuando las cosas vuelvan a serme favorables hemos de regresar-, tras Madrid, donde vivo, haya sido el lugar donde más vistas he tomado. La de abajo es un paisaje del camino que discurre entre las salinas y lleva a la playa de Illetas. Data de agosto del 98 y, aunque muestra unas bicicletas, algo que abrorezco porque considero todo un símbolo del buenrollismo, la evocación que suscita en mí la imagen puede más.
Por lo común, prefiero el blanco y negro. Porque me recuerda al cine antiguo, porque lo relevé durante treinta y seis años y porque mediados los años 70, cuando dio comienzo mi afición a la toma de vistas, el color que se positivaba en los laboratorios comerciales dejaba mucho que desear. Tanto que, cuando no quedaba más remedio que disparar en color, se recurría a las diapositivas, que proporcionaban mejores tonos.
Pero en Formentera, donde todo es dicha, como estas vistas demuestran, me reconcilié con la fotografía en color. Como la mayoría de imágenes digitales aquí traidas, la que sigue a estas líneas está tomada con Fuji 800 y muestra un atardecer en la Playa del Mediodía, antes de que se llenara de embarcaciones, cuando aún la animaban Las Guarachas, el chiringuito más alegre de los años 90. Hablamos de agosto del 96.
Ya anochecido, solíamos visitar el mercadillo del puerto de La Savina antes de que yo me fuera a emborrachar a la Fonda Pepe, en San Ferran, uno de los pocos bares de los hippies que aún quedan. Aquel era un momento sublime, diría que ya imbuido por la inminencia del ánimo exaltado que me iba a proporcionar el ron. De vuelta ya de la supuesta lucidez del alcohol y otras insensateces de otrora, al cabo de mi vida ebria me quedo con imágenes como ésta que sigue del Bellavista al ponerse el Sol. El Bellavista es el primer hostal que ve el viajero, apenas desembarca en Formentera. En el verano de 2001, cuando lo fotografié en esta ocasión con mi vieja Yashica de formato medio, lucía así.
Los paisajes nunca son instantáneas .El paisajismo es la toma de vistas por excelencia. Esta que sigue está fechada en 2003 y muestra el baluarte del Cap de Barbaria. Ya sé que no guarda relación alguna, pero al leer ese fragmento de Ulises (1922), en el que Joyce nos habla de la Torre Martello de Dublín, yo la imaginaba así.
Una vez tuve ocasión de ver uno de los famosos documentales de La 2 dedicado al último farero de Formentera. Ahora, como casi todo, los faros de la isla están informatizados. Tras abandonarla y permanecer alejado de ella durante un tiempo, el tipo volvía a Formentera sintiendo que volvía a encontrarse con algo de su pasado muy especial.
Nuestro regreso ha de ser así. De momento me conformo con evocar el faro del Cap de Barbaria en esta estampa del 2009. Como todas las fechadas en aquel verano, es una foto totalmente digital.
En Es Pujols se encuentra la calle que Formentera dedicó a King Crimson cuarenta años después de la canción sobre la que cimenté el mito que la isla aún sigue siendo para mí. También es allí, en uno de los solares convertidos en aparcamientos que le salen al paso a la entrada del pueblo al conductor que viene de San Ferran, donde tomé esta imagen en el verano de 2005.
Cuando la fotografía era analógica -como es el caso- y se trabajaba con luz de tungsteno, lo suyo era colocar el filtro correspondiente -o usar un negativo equilibrado al efecto- para evitar esa dominante amarilla que provocaba esta iluminación en las emulsiones de color. Ahora basta con acceder a un menú del programa de la cámara. Pero, entonces, a mí me gustaba así, con esta extraña tonalidad.
Publicado el 20 de diciembre de 2012 a las 09:30.