Dos aventuras de Jhen
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Jacques Martin, Jhen, "El oro de la muerte", "El secreto de los templarios" de Jacques Martin y Jean Pleyers
Siempre ávido de la obra del gran Jacques Martin, descubrí a Jhen -junto a Alix mi más dilecto de sus personajes- en París. Fue en una de esas librerías de cómics tan atrayentes que animan los alrededores del bulevar de Saint-Michel. Corría la primavera de 2000. Me hice entonces con Le secret des templiers y un cuaderno, ilustrado con el dilema de Milú frente al Cetro de Ottokar, que he convertido en mi libro de claves de Internet y de notas de mi cinefilia.
Aunque entusiasta, mi primera lectura de Jhen -como el resto de la serie con dibujos de Jean Pleyers- fue sesgada pues la precariedad de mi francés me hace recurrir en demasía al diccionario privándome del disfrute del tebeo. Con todo, aquella aventura de Jhen me transportó a una Edad Media verídica y rigurosa, sin punto de comparación con la del Capitán Trueno, mi única referencia anterior al medioevo en lo que a las viñetas se refiere.
Después pasaron los años como libros leídos, tal y como nos cuenta Jaime Gil de Biedma, y Jhen cruzó los Pirineos. Con tales antecedentes, saludé con entusiasmo la primera edición española de sus aventuras, puesta en marcha 2010 por la editorial NetCom2 en su impagable empeño de dar a conocer al lector español la obra de Martin. Por circunstancias que no vienen al caso, hasta las pasadas navidades no pude adquirir El oro de la muerte, la primera de esas traducciones a las que me refiero, aunque puede que sea otra en el orden original de la serie.
En cualquier caso, el lugar no importa. Lo que cuenta es que este álbum del gran Martin me ha devuelto una dicha de la infancia, cuando el cómic y el Noveno Arte aún eran términos por acuñar, y yo lo paraba todo para encerrarme en casa a leer un tebeo. Eso, que en mis primeros años siempre preferí a esa obsesión por dar patadas a un balón común a tantos niños, es de lo que ahora me priva el diccionario en mis lecturas francesas.
Así pues, se entenderá que mi goce ha sido pleno si digo que con El oro de la muerte he vuelto a ser un niño. Ahora bien, hecha esta afirmación he de ratificar una vez más que la obra de Jacques Martin es para adultos. Sus desnudos y alusiones a sexualidades tan bizarras como los execrables apetitos de Gilles de Rais -uno de los protagonistas de Jhen- cierran estas páginas a los lectores infantiles.
El metal aludido El oro de la muerte es aquel con el que se pagó a los traidores que vendieron a Juana de Arco a los ingleses. Estamos en la Ruan de 1431 y un puñado de valientes -vaya con el lenguaje de los tebeos- se acercan hasta el andamio donde Jhen -que también es arquitecto- supervisa la construcción de una de sus catedrales. Tras un bocadillo en el que se dice que nuestro héroe tuvo que cambiar su verdadero nombre, Xen, por el Jhen Roque con el que le conocemos -bonita forma de enmascarar los problemas contractuales con el primer nombre del personaje que tuvo Martin cuando empezó a publicar la colección en Casterman-, Jhen se une al grupo que se dispone a liberar a la doncella de Orleáns. Pero los ingleses, temiendo una operación semejante, se han llevado a Juana de su celda.
Tras escapar de Ruan junto a los libertadores frustrados de la Pucelle, éstos le presentan a Gilles de Rais, impulsor del intento. Unidos en su fervor por la santa y la admiración mutua, surge la amistad entre Jhen y el mariscal de Francia. Aunque en un primer momento supuse que se iban a obviar las perversiones del señor -uno de los primeros asesinos en serie que la historia registra, que actuó con la impunidad que sus títulos y su tiempo le permitían, asesinando cruelmente a cientos de muchachos para saciar sus abominables apetitos- lo cierto es que se empieza a aludir a ellas en la página siguiente (11). Apenas pasa Jhen a integrar la compañía de Gilles de Rais.
Ya empeñados en la búsqueda de los traidores de Juana, nuestros protagonistas dan con un sequito comandado por un falso obispo que porta el oro con el que ha de pagar a los felones. Descubierto por Jhen y el señor de Rais mientras asiste a un oficio religioso en una abadía -secuencia a la que pertenece el dibujo que ilustra la portada-, el pretendido obispo es obligado por éstos a firmar un documento que, por el momento, se nos oculta.
Tras dejar partir al séquito, el mariscal de Francia, Jhen y su tropa parten hacia Tiffauges, uno de los mejores castillos de Gilles de Rais. Se alza en una de las provincias de la ribera del Loira. Huésped de honor en la fortaleza, no por ello nuestro héroe deja de percatarse de los extraños gritos y hediondos humos que, al caer las sombras, se hacen sentir en el lugar. También se hace notar el temor de los niños que son mandados llevar por el mariscal, supuestamente para formar parte de una coral.
Entre misterio y misterio, Jhen recibe el encargo de su terrible amigo de construir una fabulosa catedral. Ya ha terminado los planos cuando son reclamados por el rey. Emprenden pues un nuevo viaje. La corte de Carlos VII es su destino. Allí, Gilles de Rais insta al monarca a desenmascarar a los destinatarios del oro. Pero el soberano insiste en que antes se termine de expulsar a los ingleses y pone a Gilles de Rais al frente de la hueste que ha de hacerlo.
Puestos a ello, las viñetas que siguen son toda una lección de guerra medieval. En ellas se nos muestra cómo los franceses caen sobre la retaguardia de los ingleses, "constituida, como todas las tropas de guerra, por cuchilleros que rematan a los heridos o destrozan los cadáveres, y por libertinos de toda clase" (pág. 37). Más tarde, cuando la vanguardia inglesa da media vuelta y carga contra los galos, los franceses les tienden una emboscada que supone el fin de sus enemigos.
En ese último combate, Jhen es dado por muerto. Tras una breve experiencia onírica, nuestro héroe, como el coronel Chabert del gran Balzac despierta entre los cadáveres de sus compañeros de armas. De nuevo recuperado, Jhen comanda junto al mariscal la hueste que se dispone a expulsar de Francia a los últimos ingleses. Una tropa les sale al paso. Los envía Carlos VII para hacerles entrega del cofre del oro que portaba el falso obispo. Comprendemos de este modo que fue el propio rey quien vendió a la doncella que fue su mejor soldado. Al menos así lo entiende el señor de Rais, quien entonces hace llegar al rey la confesión que aún guarda del obispo. Indignado, el mariscal asegura que nunca más volverá a la corte y deja a Jhen al frente de la hueste mientras él se retira a Tiffauges. Allí vuelve a darse a sus terribles alquimias y a esperar el regreso de su amigo y arquitecto.
Le secret des templiers, una lectura de agosto de 2000
Sin más enmiendas que las adecuaciones pertinentes -entonces creí que Basile, el compañero del héroe en esta entrega debía de serlo en todas las aventuras, algo así como Jeanjean a Lefranc o Enak a Alix-, reproduzco a continuación mis notas concernientes a esa primera lectura de Jhen aludida al comienzo de este artículo:
Tres monjes soldados, dispuestos a proteger a los lugareños de un peligro inminente, llegan a un pueblo próximo a su monasterio. En efecto, algunas horas después, se presentan en el lugar tres hombres que, haciéndose pasar por peregrinos, vienen buscando la entrada a una gruta.
Tras ser rechazados una primera vez, los malvados vuelven, imponiéndose en esta ocasión a los lugareños. Con ellos como rehenes, mandan a un monje a ver al abad exigiéndole que les indique la entrada a la gruta. Jhen se encuentra con el fraile mensajero en el camino y entra en acción.
Tras hacerse con el manuscrito del que se vale uno de los malhechores, el caballero se acerca a la abadía. Allí, el prior, mediante lo que para el lector es un flash-back, le pone en antecedentes sobre quienes fueron los templarios -acaso precursores de los monjes de nuestra historia-, cuyo tesoro, desde la cruel disolución de la orden, se encuentra en la gruta que tanto buscan los malvados visitantes.
Expulsados los temibles huéspedes del lugar después de que los monjes caigan sobre ellos simulando ir en procesión, coinciden en una posada con un emisario del mismísimo Gilles de Rais. Enterado el correo de su empresa, les lleva ante su señor.
Ya en el fastuoso castillo del capitán general de Francia -sorprende que se le presente rodeado de efebos-, asistimos a un episodio protagonizado por el mismísimo delfín concerniente a una aventura anterior, El ogro y la Flor de Lis que no he tenido oportunidad de leer. Al parecer, el delfín Luis va buscando una suerte de laboratorio, que tiene de Rais en su fortaleza y sus vasallos se ven obligados a destruirlo precipitadamente.
Mientras tanto, Jhen y Basile se encuentran en la fortaleza de Los desolladores, otra entrega de la serie que también desconozco. Pero el héroe debió de dejar un buen recuerdo pues es recibido con una ovación. Lleva allí al caballero la consulta de un plano concerniente a la gruta que guarda el tesoro. Se accede a ella por una abertura sita en el fondo de un lago del lugar, justo en el nido de anguilas que ya conocemos. Dentro de la fabulosa cueva que entraña el oro, tras evitar los numerosos peligros que le preceden, nuestros amigos descubren las joyas. Pero una solemne voz, procedente de una de las estatuas que custodian el oro -que no es sino la de un misterioso monje- les hace jurar que sólo regresarán al exterior si respetan el tesoro. Dicho y hecho.
Los tres falsos peregrinos, al corriente del descubrimiento, dan cuenta de él a Gilles, quien se ha acercado al lago al frente de un pequeño ejército. De Rais hace romper la presa a uno de sus hombres -resulta que el lago es artificial-, dejando así al descubierto la entrada a la gruta. Jhen y Basile también se encuentran dentro, junto al monje. Este último, pone en marcha un mecanismo similar al de las pirámides, merced al cual toda la cueva, sus riquezas y los tres facinerosos que tanto las codiciaron son sepultados por un magno derrumbamiento. Sólo quedará una espada de oro, en posesión de Jhen, cuya hoja -por un prodigio que no he logrado entender pero que a buen seguro se explica en los bocadillos de las viñetas referidas a la alquimia- aparecerá desintegrada después de que nuestro caballero y María, una bella del lugar, pasen la noche juntos.
Este último lance, con desnudo incluido, ha suscitado el recuerdo de otros pasajes parecidos en las aventuras de Alix. Unidas a ciertas alusiones a la homosexualidad de algún personaje de El hijo de Espartaco -creo recordar-, vengo a insistir aquí en que la de Martin es una obra progresista y para adultos.
A destacar también la similitud de los dibujos de Jean Pleyers con los del mismo Martin. Según el Diccionario del cómic de Larousse, este último fue durante muchos años asistente del maestro del tebeo histórico. Fuera como fuese, sus ilustraciones, sus escenarios, me gustan mucho más que los de André Juillard, dibujante de Arno, otra de las series de Martin. A mí, particularmente, la que menos me ha interesado.
Publicado el 11 de marzo de 2013 a las 12:30.