Atenas 85
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(Aparecido originalmente en la edición de el diario El Mundo del 29 de agosto de 1995 con el título de Aquel verano de 1985 y una única foto -mi autorretrato del principio-, en la primavera siguiente conoció una nueva edición dentro del volumen colectivo Aquel verano, dado a la estampa por Espasa Calpe)
Coloqué la Lubitel sobre el capó del Horizon de Juan Luis. Si bien no pude prescindir de mi vieja Yashica FX3 -con su 50 mm. de origen, un duplicador de focal y un 28 mm.-, no me quedó más remedio que dejar el trípode en Madrid. Me vi pues obligado a buscar un apoyo poco ortodoxo para un buen aficionado a la fotografía. Accioné el disparador automático, corrí cuatro o cinco metros y adopté una pose mía, muy de entonces, ante el monolito levantado a la memoria de unos partisanos.
Había descubierto el escenario mientras comíamos en un establecimiento enclavado en medio de una curva de la carretera, entre el pavimento y un bosque impresionante. La fonda era un lugar destartalado pero acogedor. De mejor recuerdo que el menú que nos sirvieron por señas. Estábamos en Macedonia, en algún punto de la antigua Yugoslavia ya próximo a la frontera con Grecia. No sabría decir exactamente dónde. Sin embargo, no olvido la sensación de novedad que, aun sin haber sido nunca comunista, me causaba estar en un país que -en mayor o menor medida- sí lo era. Eso me impulsó a retratarme junto a la estrella roja. Aquella estancia en Yugoslavia fue coyuntural. Nuestro destino final era Atenas.
El último viaje que María Antonia, Juan Luis, Francisco y yo habríamos de hacer juntos sería el más largo, pero también el que transcurrió más deprisa. La gente no se creía que fuéramos capaces de llegar a Grecia en coche, durmiendo en tienda de campaña. Su desdén hacia la empresa la convirtió en un desafío para nosotros.
Tras recoger al mediodía a Francisco en Zaragoza, la primera tarde nos dio tiempo a cruzar la frontera francesa para llegar a hacer noche en un cámping de Sète. En las calles de la población, unos carteles anunciaban un festival en honor de Georges Brassens, el querido finado de su playa. A partir de la mañana siguiente, el ritmo de la marcha empezó a dispararse. En Marsella sólo me dio tiempo a hacer una foto desde el coche. Atravesamos la Costa Azul en un solo día: un baño en Saint-Tropez, un paseo por Niza. Dejamos Cannes y Montecarlo para la vuelta. Antes de que se pusiera el sol ya estábamos en Italia, buscando en San Remo un sitio donde emplazar la tienda; 24 horas después hacíamos lo mismo en Venecia. En la ciudad de los canales nos detuvimos para ver lo poco que se puede visitar en una jornada.
Dentro del Horizon alternábamos las cintas de Herb Alpert con las de Sinatra, Bruce Springsteen y Manzanita. Aquel verano del 85, a punto de cumplir veintiséis años, comprendí, entre las reflexiones a las que me entregaba ante la sucesión vertiginosa de los distintos paisajes a través de la ventanilla, que no iba a ser joven eternamente. Incluso llegué a considerar que, de vivir otro tanto, podría haber alcanzado ya la cumbre de mi existencia.
En cualquier caso, sí estaba asistiendo a la realización de uno de mis grandes anhelos, acariciado desde la adolescencia. Desde que viera partir a mis amigos freaks a Katmandú en busca del sosiego espiritual y regresar infectados de sarna. Desde la mitificación del viaje y su asociación a cierta idea romántica de la Libertad. ¡Cómo no!, desde la lectura de Kerouac.
Una vez más, la materialización de mis inquietudes dejó mucho que desear. Tanto mis compañeros como yo echábamos en falta ese tiempo, del que dispusimos en anteriores salidas al extranjero, que nos permitió descubrir -con el detenimiento que merece lo desconocido- ciudades tan interesantes como Lisboa, Roma o París. Aquello nos contrarió.
Al entrar en Yugoslavia, por lo que ahora es Eslovenia, el ritmo de la marcha comenzó a descender considerablemente. A medida que nos alejábamos de la frontera italiana, las construcciones que nos salían al paso iban perdiendo distinción. El país empezó a parecérsenos a la España de los planes de desarrollo que conocimos de niños.
El mal estado de las carreteras croatas, que discurrían junto al Adriático, hizo que los kilómetros que calculábamos dejar atrás en un día nos llevaran cuatro. No obstante, Dubrovnik nos gustó. Sus encantos la distanciaban del resto de la república y en sus alrededores dimos con un buen cámping.
Al volver ahora sobre los parajes de Bosnia, contemplando las instantáneas en que los fotografié, el infierno desatado sobre ellos les ha dotado en mi memoria de un carácter que no acabo de entender. Así como los viajes me decepcionaron, esas vías de desarrollo que me pareció apreciar en la Yugoslavia del 85 se habrán quedado sin finalizar. Es probable que muchos de los que nos hablaron por señas murieran a manos de sus vecinos.
El coche ya empezaba a resultar monótono. Pero los cuatro seguíamos firmemente decididos a llegar hasta nuestro destino final. Volvimos a levantar los corazones en Macedonia. Fue una noche en Titov Veles, antes de meternos en la tienda, al cenar en un hotel que perfectamente hubiera podido estar ubicado en Torremolinos.
El entusiasmo volvería a renovarse al alcanzar la frontera griega. Tanto fue así que llegamos a la capital de un tirón. Una vez allí, escuchando a una orquesta de bouzoukis interpretar las melodías de Mikis Theodorakis y Manos Hadjidakis que el extranjero espera escuchar en Grecia, consideramos que el esfuerzo mereció la pena.
En Atenas se acabaron las prisas. Visitamos la Acrópolis entre cientos de turistas. Durante cuatro días paseamos por el barrio de Plaka y otros lugares del centro. Antes de emprender el regreso nos embarcamos en el Pireo con rumbo a Hydra. Una pequeña travesía nos llevó a la isla en la que Leonard Cohen hallara la paz. Cuando la conocimos nosotros -como dijo alguno de los biógrafos del canadiense- ya se había convertido en el Saint-Tropez del Egeo. Sus casas seguían siendo blancas y espléndido su sol, pero el trasiego de visitantes desvirtuaba ese exotismo que cabía esperar en Asia Menor.
Ahora bien, ni siquiera eso velaba la satisfacción que nos producía haber visto tanto mundo, estar tan lejos de casa. De nuevo en Atenas, después de recoger el Horizon del párking en que lo estacionáramos antes de embarcar, abandonamos la ciudad y dormimos al raso por primera vez. No tener más techo que las estrellas me inquietaba.
De regreso a España, cansados de comer mal y dormir peor, volvimos a pisar a fondo el acelerador. Como en la variedad está el gusto y las carreteras croatas resultaron ser tan lentas, decidimos regresar por Serbia. El tipo que atendía el peaje de la única autopista que encontramos en toda Yugoslavia nos dejó pasar gratis a cambio del paquete de Camel que Juan Luis llevaba en el salpicadero. Al igual que de aquellos sujetos que nos hablaban por señas, me pregunto qué sería de él cuando la guerra.
Lo que a la ida nos llevó cuatro jornadas, quedó reducido a una a la vuelta. De Belgrado apenas conocimos las calles que distaban entre el sitio en que aparcamos el coche y la terraza en que tomamos una cerveza. Otra vez en Italia, en Florencia sólo nos detuvimos para comer y hacer una foto a María Antonia bajo una estatua de Maquiavelo.
Ya en Francia, nos dimos el baño prometido en Mónaco, sorprendidos por su playa artificial. La visita a Cannes la pospusimos para mejor momento y en sus inmediaciones conciliamos el segundo sueño a la intemperie.
Aunque llegamos a Atenas, aquel verano del 85 todo sucedió demasiado rápido. Francisco se quedó en Zaragoza no sin cierta tristeza. Esa misma tarde mis otros dos amigos me dejaban en casa. De alguna manera me abrumaba la idea de haber estado en tantos sitios sin detenerme en ninguno. Ahora no lo veo así. Al cabo de los años sólo se recuerda lo mejor.
Publicado el 19 de septiembre de 2013 a las 17:15.