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El insolidario

La invención de Verne según la ficción de Wells

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I

La monserga del anciano

            No acabo de creerle. Sé que al contármelo le exalta la ira de los frustrados. Pero también sé que hay algo en el fondo de la perorata de Apolinar Tiramisú que fulge como sólo lo hace la verdad.

            Me habló de ello por primera vez la semana pasada, el lunes creo que fue, en uno de nuestros paseos por el Boulevard de Saint-Michel. De ordinario, cuando empieza con sus historias, no le escucho. Aquella tarde sí lo hice. Ya no es aquel amigo con quien compartía mi pasión por la fantaciencia. Ahora sólo es un pobre anciano -si lo que dice es verdad, mucho más de lo que aparenta- al que nadie aguanta, aunque él aún se cree un gran tipo y está seguro de gustar.

            A mí sólo consigue exasperarme con sus delirios de grandeza. Cuando hay alguien delante y me pone en evidencia con sus voces, sus aspavientos y demás muestras de su incipiente demencia senil, me marcho y en paz. Mas es el caso que, por el momento, prefiero pasear en mala compañía a hacerlo en soledad. De modo que, por no llamarle "viejo" y ponerle en su sitio, evito escucharle. Que cite a Shakespeare mal cuando le dé la gana y que bese la mano a las mujeres -que al verle hacerlo se ríen de él- como se estilaba en los tiempos del polisón.

 

            Pero el lunes no estaba dispuesto a consentirle sus palabras airadas sobre H. G. Wells. Que un necio que confunde títulos y autores, adjudicando a Orson Scott Card lo que es de Poul Anderson -a quien por añadidura llama "Paul"- fuera a decir que Wells basó La máquina del tiempo (1895) en un invento de Julio Verne, consiguió que aquella fuera una de esas ocasiones en que le dejó en las sillas del Jardín de Luxemburgo, hablando sólo como el viejo loco que es.

            La cosa venía de antiguo. Desde que empezó a sostener que en los años 70 del siglo XX, el detrimento sufrido por el prestigio de Verne entre los aficionados fue directamente proporcional al aumento del de Wells. Según el bueno de Apolinar, "porque esa inquietud social que inspira La máquina del tiempo sintonizaba con una época entregada a mil revoluciones. Días en los que Verne no interesaba por no tener esa conciencia de clase de Wells. Antes al contrario, como buen hijo de un abogado católico, era un defensor de lo establecido.

            »Pero eso no es motivo para desdeñar su obra. Si Hitler o Stalin hubiesen escrito una buena utopía o una buena pastoral poscatástrofe atómica, como las que leíamos con avidez en los años 70, dicho texto no estaría contaminado por su actividad criminal. Sin embargo, entonces, en los 70, al criticar más o menos subrepticiamente a Verne, se pensaba en el autor de Miguel Strogoff, el correo del zar (1876), que unos años antes los adultos del statu quo calificaban de ‘lectura edificante para la juventud'. Así, no sólo se olvidaba que Verne fue el pórtico a la fantaciencia de varias generaciones de lectores y de autores, entre los que seguramente cumpla incluir al propio Wells, también se pasaba por alto al Verne de Matías Sandorff (1885), una de las novelas menos difundidas del gran Jules, quizás porque en ella se decanta por la experiencia de un rebelde contra la tiranía austrohúngara.

            »Lo cierto es que en los años 70 del siglo XX, los Viajes extraordinarios de Julio Verne no tenían nada que hacer frente al socialismo de Wells, un antiguo miembro de la Sociedad Fabiana... Esa polarización entre explotadores y explotados, que dábamos al mundo entonces, tuvo una de sus máximas expresiones entre los hedonistas eloi, y los embrutecidos morlock de La máquina del tiempo... Es más, en aquellos años vividos bajo el signo de la revuelta, se tendía a negar la fantasía misma. No había más norte que el de las condiciones objetivas para la revolución. Lástima que en tan vana empresa incluso se ignorara que el francés, con su prodigiosa capacidad para la anticipación, acabó por estar mucho más próximo de la realidad que Wells".

            Quede claro que a mí también me gusta Verne, al que leí aún en España, siendo un niño. De ahí que todavía le llame "Julio", como es costumbre al otro lado de los Pirineos. Sus Viajes extraordinarios fueron mis primeras lecturas y me abocaron de forma inexorable a la ciencia ficción. Incluso puede que Verne me guste más a mí que a él, que nunca se refiere a ese descubrimiento de Veinte mil leguas de viaje submarino en la infancia, en ediciones facsímile de la original de Hetzel de 1871 con 118 ilustraciones de Alphonse de Neuville y Édouard Riou. Esas primeras lecturas de los Viajes extraordinarios, que yo calificaría de canónicas para cualquier amante de la fantaciencia, no cuentan para él. De hecho, el bueno de Apolinar Tiramisú, en su sempiterno narcisismo, nunca se refiere a nada de su infancia. Cuando le preguntó por ella me responde que no sea cotilla. Como si no supiera que lo hace para que no me dé cuenta de que me saca muchos más años que esos quince, que dice ser mayor que yo. En fin, que todo lo suyo me resbala. Le escucho como quien oye llover. Pero eso de pretender ahora que La máquina del tiempo está basada en un invento de Verne, no. O sí. No lo sé.

            Dice que entonces, cuando comprendió que "la inspiración de Wells en La máquina... obedecía a un invento de Verne, que no a la lectura de Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain, como cabía suponer", digitalizaba unos viejos positivos de Nadar. "Ése fue apodo que le dieron a Gaspard-Félix Tournachon sus compañeros en la bohemia de 1839", escribió en la introducción al álbum que habría de compilar aquellas digitalizaciones. "Y como Nadar figura en la historia de la fotografía y de la cultura decimonónica francesa. Fundador en aquel mismo año 39 de la editorial Le Livre d'Or, con ella dio a la imprenta textos de Victor Hugo, Théophile Gautier y del futuro suicida Gérard de Nerval. Con todo, aún tuvo tiempo de divulgar el daguerrotipo en la Academié des Sciences".

            Y los daguerrotipos que Nadar impresionó, reproducidos en papel fotográfico en varias ocasiones a lo largo del siglo XX, son los que aún nos ofrecen la fisonomía de Baudelaire, Rossini, Berlioz o el suicida Nerval. Hasta 250 notables del París de la segunda mitad del XIX llegó a retratar para su Pantheon, la litografía que mostraba el fresco gigantesco en el que aparecían. Entre ellos también contaba Jules Verne. "No hubiera firmado la pena de muerte de su peor enemigo y se hubiera vendido como esclavo para pagar el rescate de un negro" así describió a Nadar nuestro favorito y lo convirtió en el Michel Ardan -obsérvese que el apellido es el anagrama de Nadar- del díptico lunar: De la Tierra a La Luna (1865) y Alrededor de La Luna (1870).

            Tiramisú escribía las mil palabras que habrían de acompañar aquellas imágenes pretéritas que digitalizaba para aquel álbum de Nadar, el primero que habría de dedicarle el siglo XXI. En ello estaba cuando reparó en que la columna donde se apoya Sarah Bernhardt en su retrato es la misma en que lo hace Mijail Bakunin. También coincidían el reclinatorio en el que posaron Alejandro Dumas padre, Camile Corot y Edouard Manet.

            Apolinar se distraía con esas minucias del atrezzo del estudio de Nadar en el número 35 del Boulevard des Capucines, donde había algo impreciso que le resultaba vagamente familiar, cuando reparó en un detalle que le heló la sangre. En un daguerrotipo de un grupo, que mostraba a Baudelaire, Verne y el propio Nadar, también aparecía él, Apolinar Tiramisú.

            Aunque en verdad singular, en un primer vistazo pasó por ello como si tal cosa. Como tan a menudo hacemos en los grandes acontecimientos de nuestra vida, que sólo después nos descubren su verdadera dimensión. No podía ser verdad. Sólo después, cuando ya se disponía a detener su vista en la siguiente imagen, reparó en que acaba de ver su rostro en un daguerrotipo fechado unos ciento cincuenta años antes. Así que volvió sobre él con el asombro que cabe esperar. Quiso creer que se trataba de algún doble pretérito. Al pie de la placa se indicaban los nombres de los protagonistas de la escena, pero el de su socias no aparecía por ningún lado. Tenía que tratarse de una caprichosa casualidad del pasado, un tatarabuelo de asombroso parecido. Sí, eso habría de ser. Mas al escrutar la imagen con una lupa y descubrir que aquel antiguo gemelo lucía la misma cicatriz en el mentón que él, Apolinar Tiramisú admitió atónito que aquel tipo retratado en 1852 era él mismo.

II

Fragmento de una tesis leída en junio de 2012 por Montgomery Marmaduke en la facultad de letras de la Universidad de Miskatonic, Arkham (Massachusetts)

            En efecto, cabe imaginar en Wells a un lector de Verne. Pero hay algo más que une a estos dos pilares de la sciencie fiction. Sólo los pocos privilegiados que tuvieron acceso a los papeles póstumos del inglés saben de una biografía apócrifa que el autor de La guerra de los mundos (1898) escribió sobre el de Veinte mil leguas de viaje submarino (1870). En esas páginas inéditas y fantásticas -y en el bien entendido de que la fantasía, con frecuencia, es una forma de enmascarar la verdad-, hay un extenso capítulo dedicado a la relación de Verne con Nadar. Sostiene Wells que se conocieron en 1861, que a partir de entonces Verne fue uno de los visitantes asiduos del estudio del Boulevard Capucines y que el afán de Michel Ardan por la expedición lunar era un trasunto de la pasión aerostática de Nadar, "quien en 1868 tomó desde su globo -Le Géant- algunas de las primeras vistas aéreas de París y dos años después, por el mismo procedimiento, durante la ocupación prusiana, llevó a provincias el correo de la capital".

            Sin embargo, tiene más interés el capítulo concerniente a un viaje, tan extraordinario como los narrados en su más célebre serie de novelas, sobre el que nunca llegó a escribir. No es otro que el viaje en el tiempo, ese asunto, hoy todo un subgénero de la fantaciencia, que con un poco de manga ancha podemos registrar por primera vez en un autor tan alejado de ella como el Charles Dickens de Un cuento Navidad (1843).

            Es el propio Wells quien apunta en esas páginas inéditas y fabulosas que nos ocupan que "Verne estaba convencido de que Leonardo da Vinci fue un viajero en el tiempo, un hombre del futuro que arribó a la Italia del siglo XV para Iluminar su Renacimiento. Al igual que tantos otros sabios en múltiples materias que viajaron desde el porvenir para dar luz a diversas épocas de la historia: el antiguo Egipto de Imhotep, la Polonia de Nicolás Copernico o las Trece Colonias de Benjamin Franklin..."

            A diferencia de todos ellos, Verne no estaba interesado en el retroceso, "quién sabe, tal vez", solía decir sobre la vuelta atrás. "El pasado ya está escrito". Lo pretérito, en general, no contaba para él. Cuando en sus reuniones en el estudio del Boulevard Capucines hablaba de sus trabajos en la creación de un artefacto capaz de transportar a una persona en el tiempo, Nerval, entonces aprendiz de suicida, suplicaba a Verne que le devolviera a sus días perdidos. Con las mismas, años más tarde se compraría una esclava javanesa en El Cairo, buscando en ella el amor que no halló en la joven drusa, Salerna, de la que se prendió en Beirut. "Tu tiempo ya pasó. Te quedan tus recuerdos", argumentaba al punto el autor de Miguel Strogoff[1].

            Y resulta de una lógica aplastante aventurar que el hombre que anticipó la navegación submarina, interplanetaria y el fax sólo concibiese el fantástico periplo como esa flecha arrojada hacia el futuro, "aún por escribir", que es el curso del tiempo. Eso sí, "lanzando la saeta a una velocidad mayor que la de la luz", afirma Wells que Verne comentaba a Nadar. "Podría ser que una de las estrellas que esta noche veremos brillar estuviese apagada por los años luz que nos separan de ella".

            El inglés también sostiene que el mismo Jules pudo haber sido un viajero en el tiempo, que conoció ese porvenir que deparaba submarinos, cohetes y faxes y por eso lo presagió. Es más, como se desprende de las líneas anteriores, incluso le atribuye un pequeño anticipo de la teoría de la relatividad en la conjetura que su colega repetía con frecuencia:

            "Con una gran aceleración, suficiente para alcanzar la velocidad de la luz y curvar así el tiempo, se podría viajar hacia el futuro". Acto seguido añadía: "Puesto que todo se acaba, el fin último de todo es la nada. De una u otra manera, la Humanidad también ha de extinguirse y quiero viajar a su último momento".

            En aquellas veladas en el estudio de Nadar, que acabó siendo un cenáculo cultural de primerísimo orden en el París decimonónico, también se escuchó a Verne hablar de ciertos estados alterados a los que había asistido en alta mar, navegando en su lujoso yate, el Saint-Michel, por la ría de Vigo. Fue en las inmediaciones de ese estrecho de Rande, en cuyo fondo se abastecía el misántropo capitán Nemo de los metales preciosos con los que financiaba su navegación. Y fue en medio de una tormenta con mucho aparato eléctrico. De pronto cesaron los rayos, se hizo un silencio tan profundo que parecía irreal y el Saint-Michel se adentró en una niebla densa, brillante y apacible. Nadie, ni en el pasaje ni en la tripulación, ni siquiera Honorine, la asustadiza madame Verne, sintió miedo alguno. Antes al contrario, todos estaban magnetizados por la lasitud que emanaba de aquellas brumas. Cuando al cabo la niebla levantó, creían que apenas habían transcurrido unos minutos. Sin embargo habían pasado doce horas. Las que se fueron entre el ocaso, que les vio llegar a la Ensenada de San Simón -a la que da entrada el estrecho de Rande-, al crepúsculo, que les sorprendió en el mismo lugar. Fue como si hubieran estado con el ancla echada sin que el Saint-Michel hubiera dejado en ningún momento de avanzar. Jules Verne concluyó entonces que habían viajado en el tiempo, que no en el espacio.

            Cuando Nadar recordó experiencias semejantes al adentrarse en misteriosas nubes con Le Géant, Verne comenzó a darle vueltas a la idea de poder viajar en el tiempo a voluntad. Su norte era ese destino último de la Humanidad; su gran obstáculo, el regreso. Imaginaba que siendo más rápido que la luz se podía doblar el curso natural del tiempo. Lo malo era la vuelta. En cuanto al regreso, no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo.

            Poseedor de la inmensa fortuna que le proporcionaron las ventas de sus libros desde sus primeros títulos, a Verne no le faltaban medios económicos para acometer la construcción de un aparato, por muy fabuloso que fuera, a su capricho. Así pues, siempre según la ficción de Wells, comenzó a fabricar una máquina nunca presentada en esa Academié des Sciences que asistía con suma atención a las explicaciones de Nadar sobre los distintos procedimientos fotográficos.

            Según la descripción de Wells, la carcasa del ingenio, al que Verne llamó "acelerador de partículas", era como el globo de un pequeño dirigible -de un par de metros aproximadamente- donde se acomodaba el viajero. Se alzaba sobre cuatro ruedas hidráulicas, doradas y de radios caprichosos. A proa y a popa, la pequeña y extraña nave mostraba sendas lupas de un metro y medio de diámetro, dispuestas para magnificar los rayos solares que proyectaban sobre los dos tornillos de Arquímedes niquelados que las sucedían. Éstos últimos eran los encargados de centrifugar la luz y acelerarla hasta esa velocidad inimaginable para nosotros, pero capaz de lanzar la invención al vórtice del tiempo. De haber podido verlo, el vehículo se nos habría mostrado como uno de esos ingenios retrofuturistas que tanto gustan en nuestro nefasto siglo XXI a los amantes del steampunk.

            Con todo, entre los asiduos a las veladas del Boulevard Capucines, más que ninguna otra cosa, inspiraba respeto. Un respeto rayano en temor. Máxime cuando escuchaban a su creador conjeturar que, por el momento, el viaje al futuro sólo era de ida. Así que nadie de aquella bohemia mítica del París decimonónico, que se daba cita en el estudio de Nadar, se atrevió a probar la invención de Verne. Ni siquiera su autor. Ante este panorama, postergado hasta por el mismo escritor, el ingenio del gran Jules se quedó en el estudio del artista, a modo de elemento de atrezzo, como la columna que dio apoyo a Bakunin y a Sarah Bernhardt, para los retratos con tintes futuristas.

            Ahora bien, si escrutamos entre las enmiendas y acotaciones del manuscrito de Wells, veremos que el inglés nos habla en su ficción de un tipo "apesadumbrado" que respondía al nombre de Louison de Serf. En el 48 había vuelto junto con de Nadar de la revolución polaca, en cuya ayuda acudieron apenas llegaron a París las primeras noticias de la insurrección. Hechos prisioneros por los prusianos en Estrasburgo, tras su liberación regresaron andando a la capital francesa. La amistad surgida durante la caminata hizo que Nadar empleara a Louison como ayudante. Puesto a ello, éste descubrió con tanta fascinación el revelado de la imagen latente y el colodión húmedo -el proceso fotográfico en que el maestro comenzó aplicarse a partir de 1851- que empezó a definirse a sí mismo como un "aprendiz de brujo". Pero ni esa magia blanca, que guardaba para él el revelado de la imagen latente, consiguió hacerle olvidar el dolor que le afligía desde que partió ardiendo en deseos de morir junto a los patriotas polacos.

            Antes de ser el "aprendiz de brujo", Louison había sido un acólito de esa bohéme que nos ocupa. La suya fue una presencia frecuente en el café Harcourt, la taberna del Panteón, la cervecería de las Dodecanas y el resto de los establecimientos por donde pululaba aquella gente. Si su nombre no figura en la nómina ideal de aquel París y su imagen no obra entre las de los 250 notables del Pantheon Nadar, se debe a que el joven Serf fue uno de los llamados, pero no elegidos, por la creación artística y literaria de aquel tiempo. Como todos le conocían, todos sabían que siempre iba a ser el más absoluto de los mediocres y le trataban como a tal.

            Entre los primeros que comprendieron el destino de Louison destacaba la joven Marie, la grisette pizpireta y pelirroja que le inspiró hasta la desesperación. Con muy buen criterio, una noche aciaga para su enamorado, al que había citado en el Café Riche, le anunció que le dejaba por Edouard Manet. Aquel anuncio convirtió a nuestro diletante en amigo de los polacos.

            A partir de entonces, Louison perdió ese buen humor consustancial al buen acólito -en quien siempre hay algo de bufón- y empezó a ser un tipo apesadumbrado por las ilusiones perdidas y los deseos que pasaron sin cumplirse, sin la noche de placer y la mañana luminosa.

            Y así llegó una mañana en que el mediocre comprendió que era su tiempo lo que había pasado. A excepción de Nadar, que después de varios días de no verle aparecer por el estudio le supuso el ahorcado que por esas mismas fechas apareció en una farola de la rue de Saint-Denis, nadie le echó de menos cuando dejaron de verle.

            De la invención de Verne, desaparecida en el mismo momento que Louison, nadie volvió a preocuparse. Nadar la creyó olvidada en el desván del atrezzo en desuso y el escritor, cuando algunos años después se pregunto por ella, supuso que el fotógrafo la habría vendido, como el resto de los enseres del estudio, cuando se vio agobiado por las deudas. Así que no volvió a preguntarle por ella, de igual modo que no se pide el dinero prestado a un amigo que no puede devolverlo.

III

El soliloquio del anciano

            Entonces, al recordar el sable del prusiano que te hirió en el mentón, te fue dada la comprensión de todas tus miserias. La incógnita de tu vida anterior a aquel 14 de julio de 1967 en que apareciste en el número 35 del Boulevard Capucines -donde cien años antes estuvo el estudio de Nadar- quedó despejada de inmediato. Todos tus recuerdos, latentes como las imágenes de las placas que allí mismo revelabas con tanto agrado, surgieron en tropel uno tras otro. La sucesión fue semejante a la de aquellos días del Segundo Imperio, en los que pasaste del sombrero de copa al de hongo.

            La transición de un siglo a otro no fue, como nos muestran las películas que aluden al asunto, mediante una turbulencia. Fue, sencillamente, un desmayo. Un desvanecimiento del que despertarse con una amnesia absoluta para todo lo referente a tu vida anterior. Te vieron vestido a la antigua usanza y, como era fiesta, calcularon que venías de un baile de disfraces, que la invención de Verne era un complemento del traje. En cuanto a tu falta de memoria, la supusieron consecuencia de la ingestión del algún estupefaciente. No sabías ni tu nombre y no llevabas ningún documento que diera noticia de tu identidad. Así que te llamaron Apolinar porque era el santo favorito del magnetizador que intentó en vano que recuperaras tus recuerdos y Tiramisú porque fue el postre que sirvieron tu primer día en el hospital.

            Te calcularon treinta y tantos años y, aturdido aún por el shock de los cien que se fueron en un abrir y cerrar de ojos, volviste a empezar. Lentamente, con la misma parsimonia que las plantas y la hiedra se iban adueñando de la invención en el jardín donde la abandonaste a modo de jardinera. Volviste a recorrer el camino andado para llegar al mismo lugar y acabar digitalizando en el siglo XXI las mismas fotos cuyas placas originales revelaste fascinado en la centuria decimonónica, siendo un "aprendiz de brujo".

            El aprendizaje, en el adulto, siempre es más rápido. Pero ese nuevo París, que te fue dado a partir de 1967, tampoco te fue favorable. Huiste de un tiempo que te era adverso para llegar a otro que lo era aún más. Tu destino era el de ser un frustrado por partida doble, doblemente un piernas, doblemente un don nadie. Y en el siglo XX, tu creación artística volvió a ser tan irrelevante como la literaria. Habías recorrido cien años para volver a ser un diletante, un acólito de la nueva bohemia. Las chicas, que corrían delante de los guardias y gritaban consignas por la calles, se reían de tu besamanos tanto como esas otras que fumaban hachís con más prodigalidad que Baudelaire. Las barricadas que conociste nada más llegar no eran como las de los polacos. Su revolución no era como la tuya. Sólo los más observadores repararon en esa verdad que fulgía en ti, hasta iluminarte el rostro, al referirte a ese París -que sin tú saberlo permanecía en tu fuero interno como una imagen latente- de los cabriolés y las calesas del Segundo Imperio. El París en que las damas elegantes cambiaban la tonalidad de sus tules y sus sedas con la misma gracia que el calzado de los caballeros pasó de la bota al botín, para acabar en el cómodo zapato.

            Velada por la amnesia, pero también latente, era la imagen que guardabas del gran Verne. Curiosamente, aún sin haberle leído en tu segundo tiempo, en que descubriste a otros maestros -Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Phillip K. Dick, por supuesto- siempre lo defendiste frente aquellos que anteponían a Wells porque el inglés era rojo y en los 70, ser rojo, era un valor en sí mismo.

            Pero aún obraba en ti, sin tú saberlo, ese afecto que el gran Jules siempre te tuvo pese a tu diletantismo. El español, que es rojo -vino aquí en los 70, huyendo de Franco-, qué va a decir. Pero tú si que sabes, a ciencia cierta, de la grandeza de Verne. Sin que ello signifique, en modo alguno, menoscabar la de Wells.

 


 

[1] Hemos de hacer notar esa licencia que Wells se toma al hacer coincidir a Gerard de Nerval y Jules Verne en el estudio de Nadar. Siendo el caso de que Nerval se quitó la vida en 1855, el mismo año que Nadar le retrató, difícilmente pudo coincidir con Verne a partir de 1861 en aquellas veladas del Boulevard Capucines a las que Wells se refiere en su apócrifo. No es nuestro propósito enmendar la plana a H. G. Wells. Ni somos quién para ello ni está en nuestro ánimo corregir a uno de nuestros autores favoritos, cuya merecida gloria no ha eclipsado ni la posteridad. Si llamamos la atención sobre el asunto es para que la licencia no se atribuya a nos como un error.

Publicado el 15 de noviembre de 2013 a las 15:00.

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Comentarios - 1

1 | Javier Memba (Web) - 23/11/2013 - 00:20

Me alegro de que te lo parezca y de que lo cuelgues en tu blog.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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