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Unos apuntes sobre "Crónicas marcianas"

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Crónicas marcianas" de Ray Bradbury

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            Publicado originalmente como veintisiete relatos independientes entre 1946 y 1950, Crónicas marcianas, como ese clásico de la ciencia ficción que es sesenta y cuatro años después de su primera edición como libro (1950), viene a demostrar una de las grandes paradojas del género: su apego a la realidad y a las inquietudes de su tiempo. Así, el espíritu que inspira estas páginas -el pacifismo, el entendimiento, el ecologismo y el resto de las grandezas que sucedieron en el ideal humano a la mayor carnicería que la historia registra- se me figura mucho más próximo a ese sueño de posguerra al que alude Pink Floyd en su álbum The Final Cut (1983) que a los viajes siderales que se imaginan al leer el título. Por no hablar de lo lejana que se queda de La guerra de los mundos (1898), ese otro clásico del género debido a H. G. Wells -en este caso con un asunto diametralmente opuesto- sobre una invasión marciana de La Tierra.

Primera expedición

            Tan es así que en el primer capítulo, El verano del cohete, donde Bradbury hubiera podido explayarse en las descripciones de la nave y del vuelo, se limita a dar cuenta de cómo por un instante, debido al lanzamiento de la primera nave terrestre con rumbo a Marte, el invierno en el Ohio de 1999 es tan caluroso como un verano. Así pues, el autor vuelve a narrar mediante esas alusiones, que tanto admiré en El país de octubre.

            Con anterioridad, Borges nos ha introducido en el texto en un prólogo tan célebre como las traducciones de Poe llevadas a cabo por Cortázar. Fechada en 1955, dicha introducción acompañó la primera edición en español del texto, dada a la estampa en argentina por Minotauro. Una reimpresión de ese mismo texto, datada cincuenta y un años después, es la mía.

            Desde que mi vida ha dejado atrás los años propuestos por los grandes títulos de la ciencia ficción del amado siglo XX, el 1984 de George Orwell, el 2001 de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick, algo se me hace raro en dichas fechas. Aunque en algunos aspectos el Gran Hermano de Orwell es una realidad, eso de que en nuestro tiempo viajar al espacio no sea algo tan habitual como imaginó el género, me hace ratificarme en la idea del paradójico apego de la ciencia ficción a la realidad del tiempo en que se concibe es mucho mayor que el presagio del tiempo por venir.

            La primera expedición de Bradbury despega en ese año 99 en el que el gran prodigio de la ciencia aplicada a la vida cotidiana era Internet, que aún empezábamos a descubrir, y las nuevas tecnologías. En cualquier caso, los viajes interplanetarios interesaban mucho menos que ahora, que sí se empieza a planear la primera colonia terrestre en el Planeta Rojo.

            Sí había, como sin duda los habrá desde la noche de los tiempos, matrimonios que permanecían unidos por inercia. Ése es el caso de los primeros marcianos que nos presenta el escritor en Ylla, son los K. Ella imagina en sueños la llegada de los dos primeros terrícolas con quienes se comunica telepáticamente. Este estadio superior del lenguaje que se establece entre los humanos y los extraterrestres es una de las cosas que más me maravillan de la propuesta. No hay duda de que en manos de un escritor menos dotado, esto hubiese sido un recurso fácil, pero en Bradbury resulta convincente. Esta comunicación de los marcianos y nuestros congéneres mediante el pensamiento, abunda además en esa idea de metáfora sobre la tierra que se trasluce en la conquista de Marte.

            Los K tienen su casa frente a un mar muerto -que imagino muy distinto al lago de nuestro planeta al que damos dicho nombre- y la fruta crece en las paredes de cristal del mismo domicilio, algo en verdad fantacientífico. Aunque los marcianos tienen los ojos rasgados y amarillos (pág. 33), y les sorprende que algunos terrícolas los tengan azules y el pelo negro, Yil K se deja llevar por un sentimiento tan humano como los celos cuando su esposa, YIla, comienza a soñar -en el relato al que da título- la llegada a Marte de la nave de cuyo despegue hemos tenido tan sutil noticia en El verano del cohete. Tras escuchar su premonición sobre dónde va a posarse, Yil, con la disculpa de ir a cazar, da muerte a los dos primeros terrestres que pisan Marte.

Segunda expedición

            De los buenos lectores que han tenido esta Crónicas marcianas en su ya larga vida, muchos gustan dividirlas por expediciones. De la salida de la segunda, que parte de La Tierra en agosto de 1999 -mes que da título al texto correspondiente-, comenzamos a tener noticia por las extrañas canciones que una marciana empieza a interpretar sobre un escenario durante una actuación veraniega. Son canciones de nuestros congéneres que llegan hasta los extraterrestres por su sublime poder telepático.

            Sin embargo, siempre atento a esa metáfora sobre La Tierra que entraña el texto, con anterioridad, a lo largo de todo el primer párrafo de la pág. 33, se nos ha ido describiendo el verano en Marte en un fragmento que, a excepción de las dos lunas mellizas, bien podría ser una descripción -harto poética, eso sí- de un verano ideal en un paraje idílico de nuestro planeta.

            Alabo mucho el sublime hilvanado de los distintos relatos independientes en un mismo conjunto con una simple alusión. Ya en la tercera pieza, Los hombres de la tierra (agosto 1999) sabemos de la llegada de la segunda expedición, comandada por el capitán Williams, es de suponer que las canciones desconocidas, interpretadas por los marcianos en el texto anterior, son las que ellos entonaban durante el viaje.

            Una vez en el Planeta Rojo, por Williams y sus hombres tenemos noticia de que la primera expedición, a cuyos dos miembros dio muerte Yil K, era la del capitán Nathaniel York. La suerte Williams y su gente no será mejor. Llaman a la casa de la señora Ttt para presentarse como los primeros terrícolas llegados al lugar. Pero la marciana, lejos de estar a la altura de las circunstancias, con el mismo desdén que cualquier ama de casa terrestre, le regaña por mancharla el suelo de barro mientras les hace que esperen a su marido. El señor Ttt se deshace de Williams y sus hombres conminándoles a visitar a su vecino. Y así sucesivamente. Nadie les lleva la contraria, pero nadie les cree. Finalmente, los cosmonautas son confinados en un manicomio, donde muchos internos también dicen ser terrícolas. Se nos demuestra de este modo que, creerse de nuestro planeta, es toda una patología en Marte. Algo así como ser un lunático aquí. Lunático que pudiera ser marciano en el mundo anglosajón, quiero creer.

            En cualquier caso, el señor Xxx, el psiquiatra que cubre su rostro bajo una máscara con tres sonrisas, cree que todo, el cohete y los hombres de su tripulación, son una alucinación materializada de Williams. Dada la gravedad de la enfermedad, decide practicar a todos la eutanasia. Mas como el cohete, naturalmente, sigue materializado tras la muerte de Williams, el psiquiatra decide autoinmolarse considerando contagiosa la patología de los terrestres.

Tercera expedición

            La tercera expedición parte en marzo de 2000 ante la desesperación del contribuyente que da título al breve relato en que se anuncia la partida. Se trata de un tipo convencido de que se va a desatar en breve una guerra nuclear y quiere ser incluido en el vuelo. Acaso fuera ésta de El contribuyente la primera referencia de la ciencia ficción a ese temor que sentía la sociedad estadounidense -y por ende occidental- ante la amenaza de la guerra nuclear. Pánico que habría de ser una de las principales fuentes de inspiración del género en los años venideros.

            La tercera expedición era uno de los dos relatos favoritos de Borges de todo el conjunto y su propuesta, en verdad, es una de las más sugerentes. Estamos en abril de 2000 y los marcianos ya saben que los terrícolas, que desde 1999 están arribando a su planeta, son rigurosamente ciertos. Así las cosas, dados los impresionantes poderes telepáticos que ejercen sobre ellos, disponen una fantasía en la que John Black -el nuevo comandante del Planeta Azul- y su tripulación creen volver a los hogares de su infancia.

            Es de imaginar que los extraterrestres han leído su memoria, sabiendo acceder a sus más caros recuerdos. Cuando los nuestros creen dormir placidamente, en la primera noche de su regreso a su tiempo más feliz, son asesinados por los marcianos, que al día siguiente organizan en su honor un funeral con dieciséis ataúdes.

Cuarta expedición

            La cuarta expedición parte en junio de 2001. Aunque sigua brillando la Luna lleva por título el relato donde se da cuenta de la peripecia de su tripulación. Ya en el Planeta Rojo, John Wilder y sus hombres descubren que los marcianos han muerto de una epidemia de varicela llevada allí por los primeros terrícolas. Tal vez sea esta la única similitud que Crónicas marcianas registra con La guerra de los mundos ya que los marcianos de Wells perecen al entrar en contacto con las bacterias terrestres. La figura, a la larga, es la misma: los marcianos son derrotados por una infección terrestre que para los humanos no supone mayor problema. De hecho, cuando Hathaway -el científico de la expedición- comunica a Wilder que los marcianos han sido chamuscados, literalmente, por la varicela, al comandante de esta cuarta expedición le resulta tan inaudito como si la civilización griega hubiese sucumbido a las paperas o la romana al pie de atleta.

            Con esta clara analogía con las primeras infecciones, que aquí en La Tierra los pueblos colonialistas llevaron a los colonizados, Bradbury comienza a mostrarse crítico con la presencia humana en Marte. Nace así el primer disidente, John Spender, un miembro de la tripulación de Wilder que deserta y, en defensa de un Marte que inexorablemente ha de ser humano, se enfrenta a sus antiguos compañeros. Su actitud me ha recordado a la de esos indios solitarios del western, últimos de su pueblo que se alzan en solitario a todos los blancos. El propio Wilder, a su pesar pues le comprende, da muerte a su antiguo subordinado en el tiroteo final.

La colonización

            Las expediciones ya han terminado. El titulo de la siguiente pieza, Colonos en Marte, no deja lugar a dudas. Está ambientada en agosto de 2001 y, en los tres párrafos que apenas alcanza, el autor se limita a explicar los motivos que llevaron a los primeros al Planeta Rojo. Fueron los más variados y contrapuestos. El gobierno, que anunciaba trabajo "en el cielo" a los parados, contribuyó a impulsar el éxodo con una actitud muy semejante a la que el presidente Monroe, durante su mandato (1817-1825) animó la expansión hacía el Oeste. Pero antes de la diáspora, los primeros humanos que se asentaron en Marte llegaron huyendo de la soledad.

            Aunque no deja de sorprenderme ese argumento de que para huir de la soledad en La Tierra se vaya a Marte, donde es de suponer la soledad será aún mayor, me llaman mucho más la atención las concomitancias que la colonización de Marte guarda con la esa expansión hacia el Oeste estadounidense ya aludida.

            Hace cuarenta y muchos años, siendo un niño, tuve oportunidad de ver un cortometraje de la Disney titulado Juanito Manzana. Fue una de las cintas de aquel estudio que más me impresionaron y llamó mi atención sobre el personaje real que la inspiró, Johnny Apleseed, el pionero estadounidense que sembró simientes de manzana a lo largo de todo el valle de río Ohio.

            Benjamin Driscoll, el protagonista de La mañana verde (diciembre 2001), me lo ha recordado sobremanera en su afán de llenar de árboles el Planeta Rojo. De hecho, el propio Bradbury cita a Juanito Manzana -como lo llamaban en el título español del aquel cortometraje que tanto me impresionó- en la pág. 115. Pero es el caso que en Marte los árboles si que crecen prodigiosamente y, de la noche a la mañana, crece todo un bosque donde Driscoll plantó sus semillas.

            Las langostas es otra de esas piezas breves que actúan a modo de elipsis. Lo que en ella se nos cuenta es la llegada masiva de humanos a Marte. Son tantos los cohetes que parecen una plaga de langostas. Ésa es la alusión que, supongo, se desprende del título. Ya estamos en 2002.

            Encuentro nocturno es una de las dos crónicas que menos me ha gustado. Sólo le encuentro cierta gracia al anciano que atiende la gasolinera donde reposta Tomás Gómez, su protagonista. Asegura encontrarse muy a gusto en Marte porque el planeta le ofrece las constantes novedades, que según él requiere la senectud, y en la Tierra los jóvenes ya no le hablaban mientras que los viejos le aburrían. No hay duda de que yo también me acerco a la ancianidad y por eso me identifico con el personaje.

           Prosigue Gómez su ruta por una carretera de dieciséis siglos de antigüedad. Más que por el espacio, le parece viajar por el tiempo antes de encontrarse con Muhe Ca. Es éste un marciano al que calculo en otra dimensión, acaso en el mundo de los muertos o en otro vórtice del tiempo, ya que su raza está extinguida y Gómez puede traspasarlo como si se tratase de un espectro. A partir del encuentro, el relato consiste en mostrarnos las diferentes visiones que a cada uno le inspiran las mismas cosas. Donde Gómez ve las ruinas de una ciudad marciana, Muhe asegura estar ante una urbe bulliciosa. Y así, en varios ejemplos. Finalmente, cuando Muhe desaparece, Gómez cree haber tenido un extraño sueño.

            Consciente del espíritu que le inspira, puede que en Encuentro nocturno Bradbury quisiera hacer una alabanza del respeto -o la comprensión- del punto de vista opuesto al nuestro.

            Intermedio, fechada en febrero de 2003, es otra de esas piezas breves -ésta sólo un párrafo- que actúan a modo de elipsis o transición. Aquí se nos cuenta la urbanización de Marte a imagen y semejanza de las ciudades de la Tierra, de donde incluso se hacen llevar los materiales.

            Ya en abril de 2003, Los músicos da cuenta de cómo los marcianos han sido exterminados por los humanos. Lo hace mediante unos niños que juegan a ser músicos utilizando las calaveras y el resto de la osamenta alienígena a modo de instrumentos. A mí me hubiera parecido más fantacientífico imaginar a los extraterrestres como invertebrados y que entre sus restos mortales no quedaran huesos. Sin embargo, aquí también, me llama mucho más la atención la reproducción de un esquema de la Tierra: el juego de los niños. Bien podría haber sido uno de aquellos juegos vespertinos con otros niños de los veranos mi infancia, tras la merienda con los refrescos y las golosinas.

            Un camino a través del aire, datado en junio de 2003, toca muy de cerca a esa idea que debe de gravitar en el imaginario colectivo estadounidense desde que la Sociedad Americana de Colonización decidió fundar Liberia (1822) y enviar allí a los esclavos libertos. Aquí, naturalmente, el éxodo que inician los afroamericanos es a Marte. Los caucásicos les ven marchar entre jocosos e indiferentes a excepción de Samuel Teece, quien finge indiferencia. En realidad, no puede vivir sin odiar y explotar a los negros. Se nos da a entender que es un miembro del Ku Klux Klan que acostumbra a agredirlos por las noches y cuando ve que Belter, un hombre al que conoce se ha unido a la marcha, pretende impedir que se vaya aduciendo que le debe cincuenta dólares. Los otros afroamericanos le dan el dinero para que se lo devuelva. Teece se empeña entonces en impedir que se vaya Silly, un muchacho al que emplea. Ahora argumenta que tiene un contrato con Silly, que no puede marcharse, que un blanco no puede hacer el trabajo de Silly. Sin embargo es un blanco, uno de aquellos a quienes Teece se vuelve en busca de complicidad -como se hace en tantas películas antes de los linchamientos- quien se ofrece a hacer el trabajo de Silly y son los otros blancos quienes obligan Teece a que deje al muchacho a unirse a la diáspora afroamericana.

            Bradbury, como la gran mayoría de los autores estadounidenses que he tenido oportunidad de leer, denuncia la discriminación padecida por los negros. A decir verdad, a excepción de Francis Scott-Fitzgerald -un racista consumado y exaltado, sin que ello signifique menoscabar en modo alguno la calidad de su obra- incluso los nacidos en los estados sudistas como William Faulkner o la gran Carson McCullers fueron a denunciar en algún momento de su obra el apartheid estadounidense. De hecho, Un camino a través del aire me ha recordado -aunque no tienen nada que ver entre sí los asuntos tratados en cada una de las piezas- Septiembre seco, un memorable relato de Faulkner. Acaso se deba a que en ambos textos hay una ponderación que les hace no caer en esa sensiblería y los maniqueísmos a los que es tan tanta la denuncia de las atrocidades de ese racismo, que no obstante denuncian.

            La elección de los nombres incide en una de las cosas que más maravillan de estas páginas: la relación que se establece entre unas y otras mediante la simple alusión al nombre de uno de los miembros de las primeras expediciones. De esta manera, quedan como capítulos de la novela los que, por lo demás, son relatos independientes y como tal aparecieron en diferentes revistas. El prodigio también contribuye a las espléndidas elipsis. Así, ya en 2004-2005, sabemos que la colonización de Marte se ha terminado porque los marcianos se han extinguido. Sobre las ruinas de las ciudades se han edificado urbes humanas, a imitación de las terrestres, y ha llegado el momento de darlas nombres. Entre ellas hay una que se llama Wilder, en recuerdo del capitán de la cuarta expedición. Tampoco falta un río Black, como el comandante de la tercera expedición, ni un bosque Driscoll en memoria del Juanito Manzanas de Marte.

            Usher II (2005) es un tributo al Poe de La caída de la casa Usher, pero también un precedente de Fahrenheit 451, llegada a las librerías en 1953. William Stendahl -cuyo apellido guarda una inequívoca similitud con Stendhal, seudónimo utilizado por el autor de Rojo y negro (1830)- es un crítico literario que se ha hecho construir en Marte una vivienda que reproduce hasta el último detalle la descrita por Poe en su célebre relato. Apenas se marcha Bigelow, el arquitecto que se la ha construido, Stendahl recibe la visita de Garrett, un inspector de Climas Morales. Hace tiempo que en la Tierra se persigue la literatura fantástica. Según han recodado Bigelow y Stendahl antes de despedirse, veinticinco años atrás, las obras de Poe, Bierce y Lovecraft ardieron en la misma pira. Porque "el hombre ha de afrontar la realidad, el Aquí y el Ahora. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la fantasía han de ser derribadas en pleno vuelo! (pág. 160). Idéntica suerte ha corrido el cine y cuanto ha sido considerado entretenimiento.

            Esa misma moral pretende ahora instalarse en Marte. A tal fin, Stendahl es conminado por Garrett a que destruya su casa. El crítico accede, pero antes organiza una fiesta de disfraces en la que se reproducen fielmente los fragmentos de algunos de los crímenes referidos en las Narraciones extraordinarias (1845). Mas la farsa deja de serlo cuando Stendahl empareda a Garrett como Montesor hace con Fortunato en El barril de amontillado, una de las cumbres del genio de Poe. No mucho después, la casa comienza a desmoronarse en correspondencia con el final del relato en el que está basada.

            Desde que Cervantes se refirió por primera vez a la quema de libros, por parte del cura y el barbero de la aldea, en el capítulo VI de Don Quijote, estas hogueras han sido todo un recurso para que los novelistas hagan crítica literaria. En cierto sentido, fue el propio don Miguel quien condenó por primera vez la literatura fantástica en aquella pira -las fantasías que las novela de caballerías ha despertado en Alonso Quijano le han hecho perder la cabeza- y al cabo es crítica que salve de esas llamas al Amadís de Gaula con las mismas que condena a ellas al Olivante de Laura (1564) de Antonio de Torquemada.

            Volviendo a Bradbury, en agosto de 2005 los ancianos viajan a Marte como en la Tierra lo hacían a California y a Italia, o como aquí y ahora se desplazan a Benidorm y el resto de los destinos más frecuentes del INSERSO. Los viejos lleva por título la pieza donde se consigna esta otra diáspora.

            Entre los llegados al Planeta Rojo en ese éxodo de la senectud se encuentran La Farge y Anna, su mujer. Tenemos noticia de ellos en septiembre de 2005. El marciano es el cuento que Bradbury les dedica, el favorito de Borges junto con La tercera expedición. Llegados a Marte por un deseo de disfrutar de la última etapa de su vida sin recordar nada de la Tierra, Anna no puede evitar añorar a Tom, el hijo que ambos perdieron tiempo atrás.

            Y he aquí que Tom aparece repentinamente, como si nunca hubiera muerto y estuvieran en nuestro planeta. La Farge, en un principio, no acaba de creérselo; Anna, sí. Está tan convencida de que su hijo ha vuelto que insiste en que vayan los tres al pueblo pese a que Tom no quiere acompañarles. Como yo, recela de la gente.

            Una vez en el pueblo, Tom desaparece. A la vez ha regresado a casa la hija de unos conocidos de La Farge y Anna perdida en los fondos del Mar Muerto un mes atrás. Más adelante se demuestra cómo el marciano es capaz de convertirse en los seres que cada uno añora. Hasta que de tanto transformarse en quien cada uno quisiera volver a ver, se acaba muriendo.

La guerra en la Tierra vista desde Marte

            La tienda de equipajes (noviembre de 2005) vuelve a incidir en ese temor al holocausto nuclear que gravitaba en toda la ciencia ficción de los años 50. En esta crónica, una de esas piezas breves que dan paso a una nueva época en la narración -apenas un diálogo entre un religioso y un vendedor de maletas-, dicha angustia se manifiesta en el anhelo del comerciante de vender todas las maletas. Está en la creencia de que todos se apresurarán en volver a la Tierra para batirse en la inminente confrontación. Pero las maletas se quedan sin vender.

            Fuera de temporada es la primera de las crónicas de la época que inaugura la entrega precedente. En realidad, sucede simultáneamente -también estamos en noviembre de 2005- y en cierto sentido es su contrapunto. Sam Parkhill, su protagonista, un antiguo miembro de la expedición del capitán Wilder -de quien ahora se nos da noticia en las expediciones a Júpiter ya que tras matar a Spender se convirtió en un elemento díscolo en la conquista de Marte- ha abierto un puesto de salchichas en un cruce de caminos por el que deberán pasar todos los terrícolas en su huida de la Tierra con la guerra. Pero el único que llega es uno de los últimos marcianos, a quien Parkhill da muerte asustado aunque él sólo pretendía hablarle.

            Cuando se dispone a huir convencido de que será objeto de la ira de los congéneres de su víctima, los marcianos se acercan en una de esas naves de arena que tanto me llaman la atención -aunque no más que las nostálgicas referencias a los miembros de las primeras expediciones- para comunicarle que se puede quedar con el planeta puesto que ellos se marchan.

            No hay duda de que en este nuevo éxodo resuena la expulsión de sus tierras de los nativos norteamericanos durante la expansión del país hacia el Oeste. Mirando hacia la lejana Tierra, a Parkhill le llama la atención que una parte del Planeta Azul estalle en pedazos. Finalmente, la guerra nuclear se ha declarado.

            Los observadores cierra este bloque de tres crónicas fechadas en noviembre de 2005. Es otra de esas piezas breves en las que los colonos de Marte, ante los acontecimientos la Tierra, comienzan a preguntarse por la suerte de los amigos y familiares que han dejado en ella y deciden regresar en masa. Ahora sí, el comerciante de La tienda de equipajes vende todas sus existencias.

            En diciembre de 2005, en la crónica titulada Los pueblos silenciosos, Walter Gripp es el único terrícola que permanece en Marte. Al estar totalmente solo en su ciudad, puede disponer de todo a su antojo. En cierto sentido, su soledad es un todo un precedente de la del Neville de Soy leyenda (1953), la novela del también grande Richard Matheson. Ante semejante panorama, puede disponer de cuanto la ciudad le ofrece. Congela los manjares que comerá en los próximos años y se obsequia cuantos lujos le apetecen. Pero empieza a echar de menos a la gente. Desperado comienza a telefonear al tuntún a la espera de que alguien, en algún sitio, le conteste. Cuando tras varios intentos lo hace una mujer, Gripp, que a la postre es Adán en un nuevo mundo, en base a la voz de su interlocutora, la imagina hermosa y conduce sin descanso hasta la ciudad donde ella se encuentra. Genevieve, la mujer en cuestión, resulta ser fea, ordinaria y pesada. Así que Neville prefiere abandonarla tras el primer encuentro y envejecer solo.

            La última época de estas Crónica marcianas, abril de 2026, nos es dada sin ninguno de esos breves capítulos de transición en Los largos años, pero la primera pieza de este nuevo tiempo -una de las más hermosas del libro- lleva implícita toda una elipsis en su asunto. Hathaway, el científico de la cuarta expedición, la comandada por el capitán Wilder, es uno de los pocos que permanece en Marte tras veinte años de guerra en la Tierra. Fue olvidado en el Planeta Rojo, recogiendo muestras arqueológicas, cuando todos los cohetes regresaron.

            En 2026 lo recuerda junto a su familia cuando Wilder, de regreso de sus viajes por Júpiter, Saturno y Neptuno le visita. Merced al encuentro, volvemos a tener noticia de Walter Gripp, quien se negó a volver a la Tierra cuando Hathaway se ofreció a llevarle. Quien sí lo hizo fue Parkhill tras cerrar su quiosco de salchichas una semana después de haberlo abierto... Todo es esa dulce nostalgia que tanto me seduce en la literatura y en la vida misma.

            Hathaway se dispone a marcharse junto con su familia en la nave de Wilder. Pero una dolencia cardiaca, que se nos ha venido sugiriendo desde los párrafos anteriores, se lo impide. También se nos ha venido indicando que la familia de Hathaway no ha envejecido y nos ha chocado que el científico no haya querido que regresen con él a la Tierra. Se nos descubre ahora que son robots, autómatas que el científico se había construido para paliar la soledad en que se sumió su vida cuando su familia fue muriendo. Aunque están a punto de acabar con ellos, Wilder y sus hombres deciden dejarles seguir viendo. Los autómatas Hathaway siguen haciendo lo mismo noche tras noche, año tras año hasta la consunción de los siglos.

            Vendrán lluvias suaves (agosto de 1926), es igualmente conmovedor y en algunos aspectos variación de la crónica anterior. Aquí lo que es automático es la casa. Pero no tiene ocupantes. Los humanos que la habitaron regresaron a la Tierra y su esplendida residencia sigue realizando todas las funciones programadas, desde servirles el desayuno hasta leerles un poema -cuyo primer verso da título a la pieza- al acostarse. El único rastro de vida en la mansión automática es el del perro moribundo, abandonado cuando sus amos se fueron. Cuando el animal estira la pata, los dispositivos de limpieza se aprestan a recoger sus restos. Todo sigue funcionando a la perfección, aunque no hay nadie para disfrutar de ello. Finalmente, la rama de un árbol provoca un accidente y la casa es pasto de un incendio. Ya reducida a escombros humeantes, la misma voz de la casa que anunciaba las funciones que se iban poniendo en marcha nos dice la fecha: cinco de agosto de 2026.

            En octubre de este mismo año, la guerra en la que se debate la Tierra desde hace un par de décadas prosigue. Así las cosas, el padre de Timothy -el niño que protagoniza y subjetiva El picnic de un millón de años- lleva a su familia de excursión a Marte. Pero una vez allí decide destruir el cohete para que el regreso sea imposible. Pues, aunque no lo ha consultado con sus hijos, el padre del muchacho ha resuelto poner en marcha una nueva civilización en Marte que no caiga en los errores y miserias de la Humanidad en su planeta de origen. No tardarán en llegar nuevas naves -anuncia el padre- en las que vendrán chicas con las que sus hijos podrán emparejarse.


 [j1]Link Hermosos

 [j2]Link Matheson

 

Publicado el 7 de junio de 2014 a las 16:30.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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