La conquista de lo inútil
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La conquista de lo inútil
(ficción complementaria al artículo del asiento anterior. Recordando a M. P.)
Recuerdo a Juliet Berto, aquella musa de Godard y Jacques Rivette, y me parece volver a ver a Lalá Valdés en su juventud. Las dos eran flacas y tristes, tal y como me gustaban las chicas a mí; las dos sintetizaban el ideal de belleza femenina de mi adolescencia; las dos eran actrices y yo las conocí. En realidad, Lalá quería ser actriz y a Juliet sólo llegué a verla una vez. Fue durante la presentación de su película Nieve, cinta que protagonizó y codirigió en el 81 junto a Jean-Henri Roger. Su estreno español la trajo a Madrid aquel mismo año, a uno de aquellos encuentros entre cineastas y cinéfilos que tenían lugar en la cafetería de los cines Alphaville, al que acudimos Lalá y yo.
Acabábamos de recorrer el camino que nos llevó de la revuelta a la posmodernidad. De modo que la Juliet que vimos ya no era aquella que sintetizaba la estética de la revuelta -estética hippie que se diría en la más tosca simplificación- de los filmes de Godard y Jacques Rivette. Sin llegar a peinarse una cresta ni a teñirse el pelo de color naranja, como mandaba el canon de la posmodernidad, Juliet ya no era la Yvonne de la célula maoísta que nos presenta Godard en Le Chinoise (1967). "¡Eso sí que son rojas!", me dije al verla por primera vez junto a Anne Wiazemsky en las secuencias de aquel filme. Cautivo de su belleza, me enamoré al punto de Juliet. Fue durante la primera proyección española de La Chinoise, que tuvo lugar en la Filmoteca cuando aún estaba en el cine Covadonga de la calle López de Hoyos. Así que debió de ser en 77 o poco más. Sí señor, unos años antes de aquella velada en los Alphaville en la que Lalá y yo conocimos -léase "vimos en persona"- a Juliet Berto.
Esa misma tarde en que me enamoré de Juliet, también me enamoré de Lalá al acabar la proyección de La Chinoise. Desde meses atrás venía admirándola en secreto, mientras esperaba en la cola de la taquilla o avanzaba por el pasillo central del patio de butacas, haciendo alarde de toda su teatralidad. Pero en aquella ocasión, al salir del cine, ella me abordó. Llevaba una pamela como la de Juliet en Out 1, noli me tangere (Jaques Rivette, 1971). Pero yo la quise, también al punto, no por la coincidencia, sino porque hablamos largo y tendido sobre la simbiosis que hubo entre Josef von Sternberg y Marlene Dietrich, el concepto de la revolución en la filmografía de Alain Tanner y las grandezas del ciclo Corman-Poe-Price.
De ordinario, al ponerme a hablar de estas cosas, las chicas me decían que era muy aburrido. El resto de los mortales, cuando se lo contaba, me aseguraban que no hacía falta que buscara flacas tristes. "Basta con que sean flacas, tristes no tardarás en ponerlas tú con semejantes temas de conversación". Cómo decirles a esos buscadores de la "chica buena, trabajadora y limpia para un proyecto de vida en común", que aún menudeaban en mi remota juventud, o a esos otros, que no querían más que estuviese "buena", que yo también buscaba cierta complicidad en mi monomanía. Y en aquella primera charla sobre cine en una cafetería de la calle López de Hoyos, me di cuenta de que Lalá también pertenecía a la que, con el correr del tiempo -en Soñadores (2003)-, Bertolucci habría de llamar la "masonería de los cinéfilos". En efecto, nosotros también buscábamos la primera fila de la sala con avidez. Como si quisiéramos recibir esas imágenes proyectadas en la pantalla, magnéticas como las sirenas de Ulises, antes que ningún otro espectador.
-En el cine todo es mentira -nos dijo un desconocido al escuchar nuestra conversación. No le hicimos ningún caso. Qué caso le íbamos a hacer si, de cuantos asuntos se ventilaban en el mundo en aquel tiempo, para nosotros no había ninguno más importante que el rodaje de un docudrama, que estaba llevando a cabo Wim Wenders en Nueva York, sobre los últimos días de un Nicholas Ray desahuciado por los médicos a consecuencia de un cáncer terminal.
Ya hacía tiempo que mi adolescencia, como la estética de la revuelta, había quedado atrás. Dados mis antecedentes, en el momento de orientar mi vida, quise ser guionista. A tal fin me matriculé en una escuela de cine desoyendo los consejos de mi madre, que me exhortaba a buscarme un trabajo serio, sin duda adivinando que no habría de estrenar ningún libreto. Lalá, cuando supo de mis inquietudes, me confesó que era actriz. Iba a decirle que su teatralidad, su atuendo a la antigua usanza, sus excentricidades me lo habían hecho suponer cuando ella puntualizó:
-Bueno, estudiante de interpretación.
Había elegido un poema de Luis Cernuda -Peregrino- para su lectura en el examen de ingreso en la Real Escuela Superior de Arte Dramático. Allí mismo, en otro de aquellos alardes suyos que a mí me parecían toda una exaltación de la libertad, me demostró sus dotes de rapsoda leyendo los susodichos versos del sevillano. Estábamos en la edad de creer que, para que se materialicen las ilusiones, basta con poner fe en ellas y esforzarse. Así que mi adorada Lalá no le dio ninguna importancia cuando la rechazaron en la Escuela de Arte Dramático. Esa noche nos emborrachamos y no, no acabamos en la cama como era mi deseo. Estaba escrito que eso nunca iba a suceder.
***
En los años sucesivos, Wenders estrenó su singular despedida del gran Nicholas Ray bajo el título de Relámpago sobre el agua (1980) y nosotros, al asistir a su proyección en los Alphaville, creímos levitar. La pantalla autóctona dejó atrás el compromiso y el destape. Una nueva comedia madrileña sucedió a la denuncia del pasado político del país. Realizada por una generación de cineastas emergentes, esa nueva comedia supo sintonizar con los espectadores más jóvenes. Tanto era el buen rollo que rezumaba aquel cine que Lalá quiso colaborar con él y así fue. En aquella ocasión no debió superar ninguna de esas pruebas en las que invariablemente la rechazaban con un "tienes mucho futuro, pero eres muy joven para el personaje".
A decir verdad, aunque ya estábamos metidos de lleno en las noches de la posmodernidad, ese afán de apoyo mutuo de los días de la revuelta no había quedado del todo atrás. Más o menos adecuado a los nuevos tiempos, ese espíritu de colectividad de antaño, del que Tanner fue a dar buena cuenta en Jonás, que cumplirá los 25 años en el año 2000 (1975), era el que ahora impulsaba las cooperativas mediante las que, con demasiada frecuencia, se producía la nueva comedia madrileña. Apelando al pretendido amor al cine de cuantos las integraban, se convencía a los cooperativistas para que hicieran de su trabajo su aportación a la producción. De modo que no cobraba nadie. Ante este panorama, Lalá, por primera vez, no escuchó aquel "tienes mucho futuro pero eres muy joven para el personaje".
Pese a que nadie iba a pagarle nada por sus tres sesiones de trabajo en una de aquellas nuevas propuestas cuyo título será mejor no recordar, mi Juliet Berto se sentía satisfecha con la experiencia. Por fin, el público iba a poder apreciarla en una pantalla como aquellas que nos magnetizaban. Pero tampoco pudo ser: el film resultó tan malo que no encontró distribución y no se llegó a estrenar.
Todo ese amor al cine que nos llevaba a trabajar gratis, para mi profesor de guión en la escuela era una suerte de "esquirolismo". Yo también me presté a él con largueza en la filmación de cortometrajes. La cámara, el tomavistas, para Jean Vigo "no era un aparato neumático con el que crear el vacío", sino un instrumento con el que transformar la realidad en poesía. Pero si en el Madrid del año 83 alquilabas la cámara -y el equipo de iluminación- un viernes, podías rodar durante todo el fin de semana pagando sólo una jornada ya que era imposible devolverla el sábado: los arrendadores no abrían su negocio. Así que los cortometrajes siempre se rodaban en fin de semana, con horarios interminables y sin que nadie cobrara. Más que un trabajo -aunque lo era y tan fatigado como hacer zanjas en la calle- se consideraba un meritoriaje. Por lo tanto, nada más lógico que hacerlo gratis.
Y al cabo yo tuve suerte porque aquellos esfuerzos no pagados terminaron por proporcionarme rodajes remunerados. A mi buena Lalá, que a menudo me acompañaba a las filmaciones donde estaba empleado como técnico sólo por el placer de estar en contacto con el cine, hasta estos trabajos en películas cuyos títulos también será mejor olvidar le fueron negados.
Cuando aquel gran realizador, que sintetizaba el costumbrismo de esa nueva bohemia que ocupaba las buhardillas de Malasaña en planos secuencia de gran belleza plástica e hizo a mi Juliet trabajar gratis, puso en marcha su primer filme subvencionado, no contó con Lalá ni como figurante. Ella intentó convencerle por el método más eficaz y más antiguo. No obtuvo resultados. Mejor dicho, obtuvo uno que no era el esperado. La acompañé a librarse de ello a Londres.
Naturalmente, yo tenía trato carnal con otras chicas. Personas normales, de esas que van al cine a distraerse. Puede que si en alguna de las noches que pasé en casa de Lalá lo hubiera intentado, ella también, aunque sólo fuera por camaradería, se me hubiese entregado. Pero esa necesidad imperante de ver películas que nos unía, ya con trazas de quimera porque se trataba de saciar un apetito que, de hecho, es insaciable, estaba muy por encima de los placeres de la carne.
Quería a Lalá Valdés porque se parecía a Juliet Berto y me hablaba de la conquista de lo inútil en el cine de Werner Herzog con la mirada encendida. Sé que de las películas es mejor no hablar mucho. Hay que decir lo justito. Si estás frente a un auténtico cinéfilo, bastará para que te contagie el entusiasmo que le inspiran. Lalá conmigo lo conseguía. Siempre lo he comparado con ese placer tan breve que, no, obstante, si te lo da la mujer que quieres, es lo mejor del mundo, el mayor pago que puede tener la hombría. De modo que veía a Lalá con el mismo amor que un buen marido ve a su esposa tras treinta años de matrimonio, cuando la vida sexual ya ha acabado pero le une a ella algo muy superior que esa pasión carnal de los primeros días. El British Film Institute, en la ribera del Támesis, programaba un ciclo de Michael Powell y Emeric Pressburger, The Archers. Aquellas sesiones cuentan entre las más entrañables de los cientos de proyecciones que disfruté junto a mi Juliet.
***
En los años venideros, la sala de proyecciones de la Filmoteca pasó del cine Covadonga al Príncipe Pío, donde se celebraron aquellos ciclos veraniegos dedicados al western y al musical estadounidense que seguimos con avidez. A decir verdad, por más que en el atrevimiento de nuestra ignorancia nos creyéramos expertos filmófilos, en los días del Príncipe Pío aun estábamos en los primeros estadios de nuestra cinefilia: los géneros tradicionales, los cineastas clásicos, los argumentos resueltos con diligencia.
La comprensión de las realizaciones más exuberantes y complejas, como las del gran Godard, empezó a sernos dada con la Filmo en la sala Minerva del Círculo de Bellas. En los textos que cimentaron nuestra cinefilia, supimos de la trascendencia de la filmografía de Godard en la historia de la pantalla. Desde entonces le elogiábamos. De ahí que le citáramos por el apellido, dando a entender cierta familiaridad con su obra que no teníamos. Veíamos sus películas como quien lee un libro, consciente de su densidad aunque sin enterarse de nada. Lo cierto fue que hasta mediados los años 80 no comprendimos, por nuestra propia experiencia cinéfila, el valor de las rupturas de Jean-Luc Godard: con la estructura del relato, con las fronteras que separan los géneros, con la concepción de los personajes, con el lenguaje fílmico... De aquellas sesiones, en que el nuevo entendimiento nos ensanchó el carácter, recuerdo a Lalá buscándome en las escaleras del Círculo de Bellas Artes. Quien llegaba el primero sacaba las entradas y esperaba al otro.
Errante hasta que encontró su acomodo definitivo en el cine Doré, antes de llegar allí, cuando la Filmoteca abandonó el Círculo, tuvo otra sala de proyecciones en el cine Torre de Madrid. Llegó tras varios meses de cierre en que los enajenados por el cine antiguo tuvimos que conformarnos con algunas emisiones televisivas y lanzamientos en video. La versión original, nuestra otra gran pasión, se mantenía en su pequeño circuito.
Cuando los de antes volvimos a vernos en el nuevo domicilio de la Filmo, echando en falta algunos rostros de los días del Príncipe Pío y el Círculo de Bellas Artes, Lalá y yo, en esas charlas del final de las sesiones que tanto habría de recordar y aún recuerdo, nos preguntamos por primera vez si nuestra monomanía no seria nuestra propia conquista de lo inútil. A la larga, no había mucha diferencia entre nosotros, aprendiéndonos de memoria las películas y cuanto a su realización concierne, y el Lope de Aguirre (Klaus Kinski) de Werner Herzog diciéndole a aquel mono, de la secuencia postrera de Aguirre, la cólera de Dios (1972) -un ejemplo meridiano de la inutilidad en el cine de Herzog-, que él era la cólera del Todopoderoso.
Sabíamos a ciencia cierta que los ausentes, los que se fueron en esos meses sin Filmoteca, habían desertado de nuestro mundo de luces y sombras. Se habían ido porque pasarse la vida viendo películas no sirve para nada. De hecho, nos encontramos a varios y todos coincidieron en negar la gran pantalla como se niega a un dios idolatrado anteriormente, con esa intransigencia del converso, del antiguo fumador frente al tabaco. Después de escucharles sus razonamientos, mi dulce compañera y yo concluíamos al unísono: "Aquí todos somos igual de payasos. Las personas decentes, que pagan sus recibos, crían hijos sanos y van al cine a pasar un buen rato tanto como nosotros, que acudimos a la sala en pos de la quimera del apetito insaciable. Todos somos bufones en la misma corte, funámbulos en la misma cuerda floja".
En aquel tiempo, la exhibición cinematográfica tal y como la conocimos Lalá y yo, en los palacios de la Gran Vía y en aquellos programas dobles en sesión continua, la maravilla de los sábados donde nos aprendimos las primeras películas de memoria, había iniciado su proceso de extinción.
Para entonces, dos años como auxiliar de montaje se habían sumado a mi experiencia en los rodajes, llevándome a la conclusión de que mi obsesión por ver películas no significaba que también me gustara hacerlas. Diré más, los oficios del cine me resultaron especialmente agobiantes. Casi siempre a destajo y rodeado de técnicos, que de ordinario desprecian esa mentira que están contribuyendo a construir con las mismas que el común de las personas normales, de esas que ven películas por distracción, detestan su trabajo. A diferencia de mi cinefilia, que no estaba dispuesto a dar por baldía, consideré una inutilidad la pericia adquirida en el manejo de las viejas moviolas y demás instrumentos de sincronización, que pronto caerían en desuso. Comencé a emplearme como periodista especializado en la gran pantalla. La crítica no pudo ser porque el cine actual me interesa en la misma medida que pueda interesarle a un arqueólogo el arte contemporáneo. Lo mío son los obituarios. Rendir el último tributo a los grandes de la pantalla pretérita.
Profesionalmente hablando, abandoné el cine cuando las pruebas empezaron a llamarse "casting". Con la nueva denominación, Lalá siguió escuchando las viejas argumentaciones con que la rechazaban: "tienes mucho futuro pero eres muy joven para el personaje". Inasequible al desaliento, asistió a todos los cursos de interpretación dictados por argentinos procedentes del Actor's Studio que se impartieron en Madrid. Para costeárselos se vio obligada a emplearse como camarera y, entonces sí, tuvo que renunciar a la estética de la revuelta y darse a los modernismos.
Lo peor fueron todas las sesiones que mi compañera se perdió. Comprendí entonces que ella era una espectadora nata, como yo. Los dos habíamos nacido para ver películas, no para hacerlas. Sin embargo, mi Juliet, estaba dejando de ir al cine para pagarse los cursos como actriz. Escribí un artículo sobre esta paradoja. Ella lo leyó, consideró que la presentaba como una especie de loca, se molestó y me dejó de hablar. Después me enfadé yo. Nunca más nos volvimos a ver. Como tantos grandes amores -a su modo lo nuestro lo fue-, la amistad que nos unió se vino abajo de un día para otro por una tontería.
***
Fue entonces, en mis primeras proyecciones sin Lalá, cuando di un paso importante en mi quimera del apetito insaciable al empezar a ver películas malas con la misma avidez que las buenas. Lógicamente, estos filmes desafortunados, a veces execrables, no me procuraban el mismo gozo que las obras maestras. Por el contrario, me brindaban un gratísimo regreso al pasado. Todo el cine, independientemente de la cronología de la ficción que cuente, es el reflejo de la época en que está rodado. Fue viendo alguna de esas comedias españolas de los años 60 cuando tuve el primer transporte a mi infancia. Habiendo sido el niño más feliz del mundo, con los innumerables reveses que me deparó la vida con posterioridad, hice de mis días tempranos un reino afortunado al que creí volver en esos filmes de los 60 cuyos títulos también será mejor omitir. Al ser cintas rodadas sin apenas dirección artística, el Madrid que muestran es el Madrid que fue. Así pues, vistas treinta o cuarenta años después, son el fiel reflejo del tiempo en que se rodaron, cuando fui el niño más feliz del mundo.
Aquélla fue la primera vez que el cine redimió mi realidad. Al punto comencé envidiar a ciertos tipos que venía viendo en la Filmoteca desde los días del Príncipe Pío. Calculaba que gozaban de una renta que les permitía asistir a todos los días a todas las sesiones. Sin más vida que la dispuesta para ellos por sus cineastas favoritos, también acostumbraba a verlos en las salas del circuito de la versión original que nos eran afectas. Aquellas donde se proyectaban los escasos estrenos que todas las temporadas llamaban nuestra atención.
Sin llegar a hablarnos, porque al cine no se va a hacer amigos, sino a redimir la realidad, esas ratas de filmoteca que me eran conocidas de pronto empezaron a ser un espejo en el que me observaba a mí mismo. Se estaban volviendo tan viejos como yo. Ya estábamos en los días del Doré. En una de mis lecturas cinéfilas de entonces, supe que el gran Tod Browning, autor de un carnaval de la las tinieblas en la pantalla silente, dedicó sus últimos años a pasar el día viendo cintas mudas junto a su esposa. Se hizo con copias en 16 mm. y las pasaba constantemente en la pequeña sala de proyecciones de su casa. Apenas tuve noticia de aquello, se convirtió en mi ideal de vida. Que mejor absolución final para mi historia, una sucesión de ambiciones insatisfechas, de ilusiones perdidas, que la de pasar cuanto pudiera restarme por vivir viendo películas.
Desde entonces sueño con organizar mi vida alrededor de una mentira. Tengo cincuenta y cuatro años. Espero durar otros veinte más y quiero dedicarlos a ver cine en exclusiva.
Juliet Berto murió prematuramente, de un cáncer fulminante, el diez de enero de 1990. En cierto sentido, su puesto fue ocupado por Jane Birkin en la filmografía de Jacques Rivette. Después pasó el tiempo.
Calculaba que a Lalá estuvieron diciéndola que tenía mucho futuro y era muy joven para el personaje hasta que empezó a estar muy mayor y su tiempo había pasado. Entonces cambiarían de canción. Se habría hecho vieja sin madurar, como yo para ser exactos. Pero fue que, casualmente, tuve noticia de que su óbito se produjo el mismo día que el de Juliet.
Ya convertido en ese espectador absoluto que desde mis primeras proyecciones sin Lalá quise ser, ya convertido en un conquistador de lo inútil, deje de tener el más mínimo trato con persona alguna. Salvo el tiempo que pierdo en comer, dormir y llegar al Doré, me paso el día viendo películas. Es tanta mi demanda de cine que las proyectadas en la Filmo, las dos mil quinientas que atesoro en mi casa, y esas tres o cuatro novedades que todas las temporadas siguen llamando mi atención me resultan insuficientes. Así que también he empezado a ver cine en YouTube. Allí he dado con algunas de las primeras cintas que Juliet interpretó para Rivette y en ellas me he reconciliado con mi dulce compañera. Hoy Lalá se ha vuelto a mí en una secuencia de Duelle (une quarantaine) (1976) y me ha saludado.
Publicado el 27 de septiembre de 2014 a las 14:15.








