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El insolidario

El mar de Aral

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            "Nunca cometían errores", rezaba el mensaje, sin nombre, pero con fecha (11 de agosto de 1964), que encontraste en una botella. Extraño recipiente para asomar entre la arena del desierto cuando se levantó el camello. Insólito: tenía trazas de ser la llamada de socorro de un náufrago. Por un momento te hizo pensar en cierta teoría, según la cual los desiertos serían mares desecados. Y de ella fuiste a rememorar el título de aquella novela del 63 de Aleksandr Solzhenitsyn: Nunca cometemos errores.

Y bien es cierto que no lo hacían. La nostalgia es perniciosa. Te hace perder la vida esperando lo que no ha de volver. También por eso decidieron clausurar el mar de Aral y destinar sus aguas al riego de los campos de algodón de Uzbekistán y Kazajistán. De esta manera, se aseguraron que nadie volvería a ser tratado como un loco cuando, al regresar a su costa de vacaciones, pretendiese que la orilla estaba más lejos cada año. Por no hablar de esos reaccionarios -la nostalgia siempre es reaccionaria, pequeño burguesa, imperialista o algo así- que añoraban el sabor de la pesca de las aguas del lago.

 

En realidad, era un lago, uno de los cuatro más grandes del mundo. Los antiguos geógrafos árabes y persas, que contabilizaron mil quinientos islotes de más de una hectárea en él, lo llamaron Khuarazm por su proximidad a la Corasmia, antigua región del Gran Irán, hoy Uzbekistán. Sus sesenta y ocho mil kilómetros cuadrados le confirieron la dignidad de mar interior.

 

Los rusos empezaron a navegarlo en 1847. Al parecer, cuando su marina imperial empezó a desplegar sus buques, habida cuenta de que la cuenca del Aral no está unida a otras aguas, debieron de desmontar sus naves en Oremburgo, en la orilla de Ural, y transportarlas por piezas, en caravanas de camellos, para volver a montarlas en el mar de Aral. Como en un cuento de ciencia ficción, o como la gesta del cauchero Brian Sweeney Fitzgerald, trasunto que fue del peruano Carlos Fermín Fitzcarrald López. Werner Herzog nos muestra a Fitzcarraldo, inspirado por una genial desmesura y su amor a la lírica, subiendo su barco por un monte en aras del negocio que le permitirá ganar suficiente dinero para construir un teatro digno de Caruso en plena selva amazónica.

 

Quedémonos de momento en el mar de Aral. Tras la marina imperial rusa llegaron los soviéticos con su perfección y por último las expediciones internacionales, dispuestas a estudiar lo que ya ha sido calificado como "uno de los mayores desastres medioambientales de la historia reciente". Documentando el trabajo de uno de estos últimos equipos ibas tú.

 

"Si cada uno de ustedes trajese un cubo de agua" se acaba el problema, comentan con sorna los lugareños. Algunos hablan de una leyenda. Reza que el mar habrá de secarse y volverse a llenar tres veces. A reglón seguido añaden que ya van dos.

 

"Exportábamos nuestras conservas incluso a España. No sólo a toda la Unión Soviética", recuerda un antiguo empleado de la factoría.

 

En efecto, fue un negoció próspero. Hasta que quienes tenían en sus manos el destino de uno de los países más grandes y poblados que ha conocido la humanidad -y la ilusión de los millones de extranjeros, que pese a todo creyeron en él hasta el final-, decidieron desviar parte del caudal del Amu Daria y el Sir Daria, en el sur y el noroeste respectivamente, para llevar a cabo el milagro del arroz, los melones y el algodón en el Asia Central soviética.

 

En su sublime perfección, convirtieron el desierto en un vergel que habría de hacer de la Unión Soviética uno de los principales productores de algodón del mundo. Las transformaciones se iniciaron en 1959, en base a unos canales de los años 30. Cuantos advirtieron que en esas antiguas conducciones se llegaba a desperdiciar hasta el setenta por ciento del agua por pérdida o evaporación, fueron acusados de contrarrevolucionarios y se siguieron desviando entre veinte y setenta kilómetros cúbicos del caudal de los ríos.

 

Ya en la década de los 60 se supo de los primeros lunáticos que, al volver cada nuevo verano a sus lugares de vacaciones en la ribera, aseguraban que la orilla estaba más lejos. No tardó en llevárselos la KGB a la Lubianka. Era mentira que el nivel del mar estuviera disminuyendo veinte centímetros al año. Y fue un invento del capitalismo que la mengua anual se triplicase a partir de 1970. Lo que contaba era la producción de algodón. De modo que a los auténticos soviéticos no les importaba que, ya en los años 80, el mar de Aral estuviese desapareciendo. La URSS lo consideraba "un error de la Naturaleza". Así las cosas, en los años 80, cada nuevo verano, la orilla estaba 90 centímetros más lejos. Hasta que el estado perfecto, literalmente, la faz de la Tierra. De ello nos dan prueba las vistas vía satélite tomadas entre 1989 y 2014.

 

Tras la desintegración de la Unión Soviética, ninguno de los países ribereños del mar desecado hizo nada digno por su recuperación.

 

"Cuando en breve se evoque el centenario de la Revolución de Octubre, origen de una las dictaduras más longevas y crueles que ha conocido la Historia -escribes en tu crónica-, que entre sus logros se incluya el mar de Aral. Para la URSS un error de la Naturaleza que enmendaron sus ingenieros. Hoy es un paisaje insólito con asombrosas posibilidades fotográficas. Quiero recordar a unos camellos descansando a la sombra de la quilla de un barco que parecía encallado en la arena de un desierto. Se trataba en realidad del fondo desecado del mar. Al levantarse uno de ellos encontré una botella: Nunca cometían errores, rezaba el mensaje de su interior. Quiero creer que es la alerta que un disidente lanzó a las aguas (cuando aún las había) advirtiendo de que el estado perfecto estaba vaciando el mar.

Publicado el 6 de agosto de 2017 a las 07:30.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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