Las distopías de Michael Anderson
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Jenny Agutter en "La fuga de Logan"
Como cualquier buen amante de la ciencia ficción, he acusado el reciente óbito de Michael Anderson, aunque por causas ajenas a mi voluntad no haya podido dedicarle hasta ahora ninguna noticia necrológica.
Antes que como al realizador de Misterio en el barco perdido (1959), Operación Crossbow (1966) o Las sandalias del pescador (1968) -dirigidas todas con esmero, con primor a veces, pero sin ir más allá de lo rutinario en la cartelera de su tiempo-, si llegado el último recuento se quiere evocar lo mejor de su legado, al finado cumple recordarle como a un adaptador de distopías. De ahí que haya empezado estas líneas evocando mi amor a la ficción científica, que tiene en esas sociedades, que parecen plausibles y perfectas -y luego entrañan un insospechado infierno-, uno de sus subgéneros más antiguos.
Habría que empezar contando que Michael Anderson (Londres, 1920), pese a provenir de una familia de actores, se inició como botones en los Estudios Elstree -junto a los Pinewood orgullo del cine británico-. Después llegaron las ayudantías con los grandes de aquella pantalla: Anthony Asquith, Noel Croward, David Lean. Se estrenó como realizador en 1939, pero su puesta en escena se hizo notar por primera vez en The Dam Busters (1955), un filme de exaltación patriótica sobre el enfrentamiento británico-alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Entre los que entonces se quedaron con el nombre de Anderson, se encontraba Everette Howard Hunt Jr. uno de los más furibundos anticomunistas de la CIA y futuro organizador del primer robo del Watergate.
En su preparación para la guerra psicológica, uno de los textos de lectura obligada para la Inteligencia estadounidense era 1984 (1948), la segunda distopía de George Orwell. Muerto sin testar el escritor, Hunt supo obrar para que su viuda, Sonia, cediese los derechos a Peter Rathvon, un productor afín. A la postre, no les fue muy difícil convencerla. Sólo puso una condición: conocer a Clark Gable. Otra cosa es que a Orwell, como es sabido un militante trotskista -de ahí su crítica al estalinismo-, le hubiese convencido la visión que la CIA -que incluso aún ahora figura como productora de la primera, la animación de Rebelión en la granja (Joy Batchelor, John Halas, 1954)- fue a dar de sus fábulas contra el estalinismo, pues eso es lo que son de principio a fin sus distopías.
A mi juicio, las tres adaptaciones que conoció 1984 -inspiradora además de uno de los formatos televisivos más exitosos de los últimos años-, son dignas de encomio. La de Anderson llegó tras la realizada por Nigel Kneale -el guionista de El experimento del doctor Quatermass (1953), uno de los seriales señeros de la BBC y origen de una mítica saga de la Hammer-, para la antena británica. Protagonizada por el gran Peter Cushing, la de Kneale, también del 54 como Rebelión en la granja, rayó muy alto.
Y la de Anderson supo estar a la altura de las circunstancias. Protagonizada por Edmond O'Brien, Michael Redgrave y Jan Sterking, fue rodada en unos decorados que reproducían el Berlín devastado de la posguerra, los levantados para la filmación de Decisión al amanecer (Anatole Litvak, 1951). En un principio se pensó en mi dilecto Anthony Mann para la realización de este segundo 1984. Mas la responsabilidad acabó recayendo en Anderson, quien dotó a la cinta de un poderío visual sobresaliente. "¡Cuando el sexo sea un crimen!", rezaba el eslogan del cartel. Más que las torturas a las que eran sometidos en los sótanos del Ministerio del amor quienes lo practicaban, lo que aún me conmueve del 1984 de Orwell es su final, con Winston Smith (Edmond O'Brien) cayendo ametrallado tras gritar "¡Abajo el gran hermano!". Idéntica suerte correrá Julia (Jan Sterling), su amante en contra de la ley.
Dejemos para otra ocasión la tercera adaptación canónica de 1984, la estrenada por Michael Radford precisamente en 1984, el año en que Orwell fechó su utopía, y todas las adaptaciones libres que vinieron detrás con Brazil (Terry Gilliam, 1985) a la cabeza.
Vayamos pues a La fuga de Logan (1976), la segunda distopía con la que Anderson se hizo notar. Basada en la novela homónima, publicada por William F. Nolan y George Clayton Johnson en 1967, proponía una sociedad hedonista en la que todos eran jóvenes, sanos y guapos. Como en el Mundo Feliz de Huxley, copulaban sin problema alguno. Lo único prohibido era envejecer. Llegados a la edad adulta, se iba jubiloso a morir. Pero Logan (Michael York), y Jessica (Jenny Agutter) deciden ver qué hay más allá de la utopía -tan distópica como todas las alumbradas en el amado siglo XX- que les vio nacer.
El resto de la filmografía de Anderson fueron encargos de la industria estadounidense. Si alguna vez quiso hacer un cine más personal que aquel que impera en el Hollywood más comercial -lo que es mucho suponer- le fue imposible.
Yo supe de él por primera vez por el score de La vuelta al mundo en 80 días (1956), incluido en una selección de bandas sonoras que había en mi casa cuando era pequeño. La melodía me cautivó. Vi la cinta felizmente predispuesto por ella y me gustó. Hoy la atesoro porque es mi norma con todas las adaptaciones de Julio Verne llevadas a cabo los primeros años 50 hasta los últimos 60.
Por lo demás, a excepción de las distopías, recuerdo el cine de Anderson más por la grata memoria que guardo de las salas en que lo vi, hace cuarenta años, que por las películas en sí. Operación Crossbow -la consabida hazaña bélica sobre un comando aliado- fue en el cine Princesa; Orca, la ballena asesina (1977) en el Palacio de la Prensa. A menudo he vuelto sobre esta última, que bien puede entenderse como una suerte de Moby-Dick a la inversa. Una orca macho no para hasta tomarse cumplida venganza del arponero que dio muerte a su hembra y a la cría que llevaba dentro. Seguro que los animalistas de nuestros días tendrían mucho que decir sobre esta cinta.
A mí me queda poco más que escribir sobre Michael Anderson, un cineasta al que admiro por sus distopías. El otro Anderson, el de las películas comerciales, me hizo pasar muy buenos ratos cuando era un mero espectador, antes de ser cinéfilo. Que la tierra le sea.
Publicado el 11 de mayo de 2018 a las 20:00.