Dos esperanzas de la edad senil (I)
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Desde el pasado once de agosto tengo sesenta y cinco años. Ahora sí, por un cómputo que atiende a cuestiones biológicas antes que a eufemismos o a paños calientes, física y administrativamente soy un anciano. Según el baremo más objetivo de las edades, con relación a esos ochenta y cuatro en que se cifra la esperanza de vida en España, se es joven hasta los treinta y cinco; adulto, durante los treinta años siguientes y anciano, a partir de esa edad en la que entré el once de agosto, que no es la tercera, sino la senectud. El principio del fin, hablando en plata.
De modo que yo, que desde los cincuenta y muchos otoños venía congratulándome de ser un viejo, ahora sí que lo soy en toda la extensión de la palabra. Y en mi ancianidad encuentro el mismo placer que en esa infancia que hizo de mí el niño más feliz del mundo o en esa juventud que viví tan apasionadamente. De hecho, no recuerdo un solo momento en toda mi vida que me haya sentido desgraciado. He volado bajo con frecuencia. Mientras bebía -y me daba a otros placeres-, me emborrachaba y remontaba el vuelo. Pero ahora, que también hace ya tanto tiempo de mi último ciego, si esta noche se me apareciese Mefistófeles dispuesto a comprarme el alma -como ya he escrito en esta misma bitácora, en anteriores asientos- no se la vendería por la juventud perdida. Por nada del mundo ni del inframundo cambiaría mi apacible ancianidad para volver a esa vehemencia con la que me encurdelaba hace veinte, treinta o cuarenta años. Por otra cosa, tal vez. Pero por la juventud perdida, en modo alguno.
Sé que ya estoy camino al hoyo, pero eso no quiere decir nada. Una de las cosas más sabias que le he leído a Pedro Laín Entralgo -con quien llegué a coincidir en la inauguración de un curso en el verano del 96 en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo- la descubrí en el prólogo a Los relatos más bellos del mundo, del que fue autor el académico. Venía a decir que cualquier anciano puede vivir un año más con las mismas que cualquier joven puede morir al día siguiente. Así que el tiempo apremia relativamente, muy relativamente. Todos los nacidos, sin distinción de edad, podemos morir en cualquier momento.
Eso sí, ya no me queda ni un minuto para las grandes esperanzas, para proyectos de vida, para nada que sea aguardado a largo plazo. Los baby boomers ya somos ancianos. Si alguien de nuestra cohorte demográfica espera algo a diez o quince años vista, se engaña. Perfectamente, La Parca puede truncar sus planes o la vida dejarle como deja a los ancianos aquejados por una patología terminal. Se es joven para morir hasta los cincuenta años. De los sesenta en adelante, el deceso ya no es nada extraordinario, por mucho que la esperanza de vida esté cifrada en los ochenta y cuatro.
Ante el panorama, que si bien no es nuevo ya es ineludible, procuro olvidar las ilusiones perdidas, como el resto de los deseos que pasaron sin cumplirse, regocijándome en pequeñas esperanzas, tan propias de la ancianidad como algunas enfermedades. La primera de esas ilusiones ha sido la tarjeta +65 que me ha facilitado el Consorcio de Transportes madrileño. Merced a dicho documento, puedo viajar gratuitamente en metro y autobús, todas las veces que quiera, en principio, hasta el fin de mis días.
Hay una inercia circular, como si la vida fuera una línea que tendiera a cerrarse sobre sí misma inexorablemente, en esas concomitancias que el final registra con el principio. Es sabido lo parecidos que los ancianos podemos llegar a ser a los niños: los movimientos torpes -ellos por bisoñez, nosotros por desfallecidos-… algunos caprichos, esas obsesiones, absurdas en otras edades… la vulnerabilidad de unos y otros ante el mundo adulto, sin duda la auténtica vida, la plenitud de la existencia...
En fin, en ese regreso a los orígenes, que tanto se me asemeja a esa teoría del buen artículo periodístico -referida a cómo éste, en el último párrafo, ha de volver a la idea apuntada en el principio-; en ese retorno al punto alfa cuando se acerca el omega, unido a esa potenciación de la memoria remota en detrimento de la inmediata, la más reciente -sigo olvidando lo qué iba a hacer cuando ya he empezado a hacerlo, mientras evoco con exactitud el cartel anunciador de El puente de Remagen (John Guillermin, 1969), en la cartelera cinematográfica de aquellos días, en la estación del metro de la plaza de España de aquel tiempo- me ha llevado al recuerdo de mis primeros viajes en los transportes públicos madrileños. Ya lo he contado varias veces en distintos textos, pero volveré a hacerlo una vez más. Para eso es uno de mis primeros y más dulces asientos en mi memoria:
Contaba seis años. Aún iba al colegio donde mi madre daba clases, al final de la avenida de la Reina Victoria. Al salir, ella seguía impartiendo sus lecciones, esta vez particulares, y había madres de alumnos a las que no les gustaba que me llevase con ella, a jugar con los hermanos pequeños de su joven pupilo. Otras de aquellas señoras de la avenida de la Reina Victoria estaban encantadas, bien es cierto. Guardo en la memoria a unas y otras con el mismo cariño: las que me recibían en su casa, celebrando cómo iba creciendo, y las que preferían no hacerlo. A estas últimas les debo haber empezado a viajar solo en el autobús y en el metro de mi amada ciudad con tan solo seis abriles. Aunque ahora pueda parecer una temeridad, no lo era en modo alguno.
Hablamos del Madrid donde los niños aún jugaban en la calle. Allí donde había un bloque de viviendas, era una estampa cotidiana, lo más normal del mundo, verlos saltar a la pata coja, jugando al truque; o a las canicas en los descampados. De modo que no era nada extraordinario que yo cogiese solo el autobús 2, o el microbús 5. Uno y otro me llevaban por la calle de Guzmán el Bueno y la de Serrano Jover, que aún delimitaba el pequeño barrio de las Pozas -apenas una manzana de hotelitos, que se llamaba entonces a las viviendas unifamiliares- hasta la calle de la Princesa. Algunas de mis primeras imágenes de Madrid están asociadas a esos trayectos. Prefería el 2 porque se detenía y abría las puertas en todas las paradas. Los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes -que siempre eran Barreiros- aún tenían cobrador, quien daba al conductor las voces pertinentes para el procedimiento de las puertas: “¡Abre atrás!” “¡Cierra en medio!”.
El microbús 5, por el contrario, sólo disponía de conductor y sólo se detenía en las paradas que le solicitaban los viajeros. A tal fin, había que pulsar un botón del techo. Como yo no llegaba, saber que el 5 acababa su ruta en la plaza del Callao era un alivio. Me bajaba en la última parada y después, seguía bajando por la Gran Vía. Se me aceleraba el corazón ante las cafeterías y los cines de estreno -donde se proyectaban títulos como El puente de Remagen- y, eufórico ante la grandeza arquitectónica de mi ciudad, llegaba la Plaza de España. Allí cogía el Suburbano, origen de la actual Línea 10, que entonces llegaba hasta Carabanchel, y, atravesando la Casa de Campo, me llevaba hasta Campamento. ¡Cuánto Madrid descubrí en aquellos paseos! Aún tenía que crecer, para satisfacción de las señoras de la avenida de la Reina Victoria y para alcanzar el pulsador del microbús, y ya era para mí un orgullo manejarme en los transportes públicos madrileños.
Ella y el miedo (1964) es una gran película, un noir español debido a León Klimovsky, que yo tengo en la más alta estima porque retrata, como ninguna otra, el Suburbano que me recibía en el 67, en la estación de la Plaza de España, al volver del colegio. Durante mucho tiempo, estas escaleras -con veintiún metros y medio de desnivel- fueron las más largas de Europa. Pero el 6 de junio del 68, con la inauguración de la Línea 5, ese primer puesto fue ocupado por las de la estación de La Latina, que descienden a lo largo de cuarenta metros en un par de centenares de escalones. Eso sí, el desnivel, de tan sólo 18 metros, es algo menor que el de la Plaza de España. Lógicamente, en mis primeros viajes bajo tierra solo, no tenía noticia de estos datos. Me bastaba con mirar esos anuncios de Coca Cola que, uno tras otro, y todos igual, ilustraban la bóveda del techo. Esa publicidad, con la calidad de un decorado, se mantuvo igual durante toda mi infancia.
El lector que haya visto la primera versión de Pelham 1, 2, 3, dirigida por el rutinario Joseph Sargent en 1974, recordará a ese tipo que viaja en el convoy secuestrado -un anciano, como yo, incorporado por Michael Gorrin-, quien se hace notar como un experto en el metro de Nueva York, asegurando que todos los trenes del metropolitano neoyorquino disponen de un sistema automático de frenado, por si fallan todos los demás. Los captores lo han abandonado, a la deriva, y el Pelham 1, 2, 3, -denominación por la que se conoce nuestro convoy- avanza por las vías a toda velocidad, presto a estrellarse.
Me gustaría saber tanto del metro de Madrid como aquel tipo del de Nueva York. Pero tengo en tan alta estima al ferrocarril suburbano de mi ciudad como él al de la suya. Tan es así que, como decía Julito Bullón, el responsable de El Cañí (*), uno de los bares legendarios del Madrid de mi época, siento una inquietud especial cuando llego a un lugar y no hay una boca de metro en las inmediaciones. En una primera instancia, se me figura una pequeña catástrofe, porque el metro, prácticamente omnipresente en Madrid, es la única garantía de que, si el sitio me disgusta y hay que irse, puedo cogerlo y marcharme con toda la diligencia que sea precisa. Y, en una instancia última, más sublime, los lugares sin metro se me antojan un paisaje postapocalíptico, postcatástrofe atómica, como el que se encuentra Taylor (Charlton Heston) en Regreso al planeta de los simios (Ted Post, 1970).
Ahora podría hablar de cómo advertí el primer cambio de los vagones del Suburbano mediados los años 70, ya en la Transición, o de cómo el Suburbano dejó de serlo cuando su recorrido se prolongó hasta Alonso Martínez. Creo recordar que fue entonces cuando se convirtió en la Línea 10. Sobre lo que no tengo ninguna duda es acerca de que el metro, todas las líneas de Madrid que he frecuentado -las seis primeras y especialmente la 10- han sido mi mayor sala de lectura. Mientras pude hacerlo, aproveché todos los trayectos para entregarme a la lectura y, tan concentrado, que, a menudo, me pasaba de estación.
Ahora suelo leer tomando notas, y cuando no lo hago, si viajo de pie, se me hace muy difícil mantener el equilibro agarrado a la barra con una mano y sujetar el libro con la otra. Ya no leo en el metro -ahora atiendo a las cuestiones del smartphone- pero no olvido los miles de páginas leídas en aquellos vagones, en esos trayectos largos de los que tanto se quejan quienes denuestan Madrid por sus distancias inmensas. Como tampoco olvido el calor con el que me recibe siempre que arrecia el frío en mi ciudad.
Ahora podría hablar de los cientos, acaso también millares, de viajes en el 25, el 36 y el 39, los autobuses que más he utilizado, a través de cuyos cristales descubrí el sudoeste de Madrid. O de los búhos, que llamábamos -y creo que aún se llaman- en los años 80 a los autobuses nocturnos que, borracho como una cuba, me devolvían al barrio a altas horas de la madrugada. Recuerdo el bonobús y cuando empezaron a dejar de verse cobradores.
Más inocente es un recuerdo del principio. Vagamente, como en una nebulosa, pues me estoy remitiendo al umbral de mi memoria, rememoro cuando era tan pequeño -tres o cuatro años a lo sumo- que aún no pagaba billete en los transportes públicos. Era frecuente que me quedase dormido y que mi madre tuviera que cargar conmigo en brazos todo el rato, hasta volver a casa, en Campamento, desde el centro. En efecto, ahora me parece sumamente injusto haber sometido a mi madre a aquel esfuerzo. Sólo puedo decir en mi desargo que era un niño y que aquel sueño era un acto involuntario. Me limitaré a señalar cómo esa gratuidad del metro y el autobús entonces, con la que tan gentilmente acaba de obsequiarme el Consorcio de Transportes Madrileño, ha venido a incidir en esa idea de que la vida es un círculo que se cierra sobre sí mismo. Ya no le pido a la existencia más que seguir escribiendo, junto a mi esposa y hasta el último aliento. Pero siempre en mi amada ciudad que, como el anciano que soy, me ha concedido la gratuidad total, e indefinida, en sus transportes públicos. Ésa es una de las pocas esperanzas de la edad senil en las que creo.
[*] Donde aparezco borracho, junto a Cristina, siendo yo aún rocker, en la novena de las fotografías que el lector puede ver a la derecha de estas líneas, una Polaroid tomada en el año 91 por Antonio Bartrina, el alma de Malevaje.
Publicado el 20 de septiembre de 2024 a las 05:30.