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Sobre "Ilusiones perdidas" de Honoré de Balzac

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Ilusiones perdidas", de Honoré de Balzac

Javier Memba, retratado por Cristina Meana, en la tumba de Balzac en el  cementerio Père Lachaise de París. Abril 2000

Javier Memba, retratado por Cristina Meana, en la tumba de Balzac en el cementerio Père Lachaise de París. Abril 2000.

            Dada su magnitud -quiso ser un universo novelesco que compitiera en precisión con el registro civil de la Francia de su tiempo-, La comedia humana fue una empresa condenada a quedar inacabada. El inquebrantable afán de Balzac no bastó. Cuando La Parca se lo llevó, aún estaban sin escribir varias de las obras programadas.

            En lo que al panorama editorial español se refiere, La comedia humana -como tantos otros textos fundamentales de la cultura occidental- brilla por su ausencia. Hubo una edición con traducción y notas de Rafael Cansinos Assens, creo recordar que de los años 60, puesta a la venta por la entrañable Editorial Aguilar. A finales de los 80 volvió a reeditarse dentro de la colección El libro Aguilar, por otro lado tan atractiva. Cuando se agotó, la obra cumbre de la novelística decimonónica -que es como decir lo mejor de lo mejor- dejó de circular entre nosotros.

    En Santander, en el verano de 1996, en un mercadillo de libros de viejo que me salió al paso en los alrededores del puerto, tuve en mis manos la mítica edición de Aguilar. Como casi siempre para casi todo, me faltó dinero para hacerme con ella. Desde entonces adquiero con avidez, de forma independiente, cuantas novelas la integran. Es un placer semejante al de coleccionar películas.

   A buen seguro que esa densidad, que en un principio atribuí a la concepción de la obra, es debida a la de esta edición, bastante descuidada por cierto. En cualquier caso, el vigor de la prosa de Balzac, patente en el largo aliento de estas páginas, se presta a esa edición sin aparentes capítulos. Capítulos que, muy probablemente, en otras ediciones, sí comiencen donde aquí se presentan simples puntos y aparte. Lo que está por encima de cualquier género de dudas es que el magnetismo de esta maravilla demuestra de forma incontestable cómo el exceso de prolijidad de la prosa del maestro se convierte en una auténtica delicia merced a su dinamismo.

            En cualquier caso, Ilusiones perdidas es una espléndida trilogía, cuya primera novela -Los dos poetas- se abre con la descripción de la vida y los milagros de Nicolás Séchard, un antiguo impresor analfabeto, a quien los tipógrafos, habida cuenta de la deformación profesional de sus andares, llaman El Oso por la similitud de su caminar con la de este plantígrado. Este detenimiento en la descripción de Nicolás Séchard -se nos llega a contar cómo, a pesar de no saber ni leer ni escribir, se valió para sus impresiones de los afectos al Antiguo Régimen que ocultaban su condición- me llevó a creer que El Oso habría de ser el protagonista de estas páginas. Muy por el contrario, sólo es un actor secundario y la minuciosidad en su descripción no es más que una de esas esplendidas digresiones de Balzac en la que nos cuenta con la misma amenidad la historia de la Angulema de la Restauración monárquica (1), donde está localizada la acción, que la del papel que -como apunta Carlos Pujol en el prólogo- tiene una importancia fundamental en esta trilogía.

            Avaro como el señor Grandet, llegado el momento de retirarse, Nicolás Séchard, en unas condiciones leoninas pese a sus alardes de generosidad para con su vástago, lega a su hijo David -en quien Pujol ve un trasunto del Balzac impresor (2) - la imprenta. El joven David, recién llegado de París donde ha estudiado nuevas técnicas de impresión, es uno de los verdaderos protagonistas de la historia. Hombre tan bondadoso como Eugenia Grandet, David se hace cargo del negocio familiar sin rechistar a su padre.

Tiene el triste heredero un amigo del colegio en la figura de Lucien Chardon, un joven bien parecido con veleidades de poeta cuya amistad recupera al comienzo de la narración y en cuyas inquietudes literarias Pujol ve una transposición de las que lo fueran antes del propio Balzac.

            Convertido Lucien en un capricho de la señora Anais de Bargeton, una de las damas más distinguidas de la ciudad, su protectora comienza a recibirle en su salón. Esto da pie a Balzac para entregarse a sus escenas de la vida de provincias con ese suprarrealismo que llena de interés asuntos tan trasnochados como los detalles de la Francia de los primeros años del siglo XIX. Todas las maledicencias y los cotilleos que suscita la protección que la señora Bargeton tiende a Lucien -para quien incluso llega a organizar lecturas de versos en su casa- constituyen uno de los principales ejes de la narración. No en vano, Lucien es hijo de un boticario y esto no es nada para la altiva aristocracia de Angulema que frecuenta la casa de los Bargeton. El único valor de Lucien es su atractivo ya que, como con tanto acierto apunta Balzac en una de sus frecuentes observaciones llenas de sabiduría: los hijos de los matrimonios pobres, casados por amor, no heredan más que la belleza de la madre.

            Paralelamente, David, mucho más prosaico y apegado a la realidad, perdidamente enamorado Eva, la hermana de Lucien, es correspondido por ella. Tras adecuar la desvencijada casa que ha heredado junto con la imprenta para que puedan vivir en ella su esposa y su suegra, anuncian su boda.

Las habladurías sobre la relación entre Anais y Lucien llegan a tal punto que el marido de ella, que hasta entonces ha sido un hombre de aguante, desafía al último que pronuncia una serie de chismes después de haber ido a visitar a la señora y encontrarla -sin que hubiera nada malo en su actitud- en compañía de Lucien. Pese a que no lo aparentaba, el señor Bargeton resulta ser un buen tirador que hiere a su rival en el duelo.

            Eso es lo que hay cuando Anais Bargeton decide instalarse en París y convence a Lucien para que la acompañe asegurándole que allí encontrará editor y comprensión para sus versos y para su novela, El arquero de Carlos IX. Como para la aventura en la capital hace falta dinero, David Séchard se empeña aún más para que a su cuñado pueda ir a París.

            La segunda novela Un gran hombre de provincias en París se abre con un Lucien fascinado por la moda parisina -las páginas donde se describe son una de las lecturas más ágiles y amenas de todo el texto-, que se gasta la mayor parte del dinero que le ha dado David en ropa. Aún así, su antigua protectora deja de recibirle. Decepcionado de la frivolidad del gran mundo y de la fragilidad del supuesto amor, el joven poeta se entrega a su trabajo y se aloja en una destartalada buhardilla del Barrio Latino. Intenta escribir una obra de teatro porque -como con tanto acierto apunta Balzac- la escena tiene un atractivo especial para los jóvenes como Lucien -ese magnetismo hoy lo ejerce el cine- y reescribe El arquero de Carlos IX.

            Cuando la da por terminada, presenta su novela a los libreros y estos se la rechazan con las mismas palabras que siguen rechazando ahora los manuscritos. Uno está a punto de contratársela por cierta cantidad, que va rebajando a medida que se acerca al cuarto que ocupa Lucien y va descubriendo la miseria en la que vive. Cuando finalmente llama a su puerta, la cantidad que le ofrece es tan pequeña que el gran hombre de provincias la rechaza. No obstante, me ha llamado mucho más la atención el rechazo de otro librero, que insta a Lucien a escribir a la manera de Ann Radcliffe y olvidarse de Walter Scott, a quien el aún diletante admira tanto como imita. Según Pujol, ésta es una antigua característica propia que Balzac imprime a su personaje.

            Empujado por la necesidad, Lucien recala en un comedor económico -el Flicoteaux- donde conoce a Daniel d'Arthez. Es éste un filósofo que lidera un "cenáculo" de puristas, próximos al sansimonismo socialista, para quienes el mayor envilecimiento que puede sufrir la creación literaria es el periodismo. Aunque en un principio desconfían del poeta de Angulema, acaban por ser tan buenos camaradas del gran hombre de provincias que no dudarán en hacer una colecta entre ellos para dar una cantidad al escritor cuando adivinan que éste no ha ido por Flicoteaux porque no tiene dinero para ello. Balzac brinda todas sus simpatías al cenáculo. En sus elogios -y en los de la amistad que los unió- los evoca ya enterrados en el cementerio Père Lachaise, lo que no ha dejado de chocarme considerando que es el mismo Balzac quien está enterrado allí.

            Con las mismas que ensalza a d'Arthez y sus acólitos, el maestro desprecia al periodismo. Lo hace, eso sí, con una lucidez que su crítica incluso alcanza a la prensa de nuestros días. "Un periódico ya no está hecho para ilustrar, sino para alagar opiniones" (pág. 311) y los periodistas no son más que unos sinvergüenzas siempre dispuestos a que les regalen con suculentas cenas, con libros -que en algún caso revenden- y con entradas al teatro. Lucien se está iniciando en ese mundo de la mano de Étienne Lousteau. Este último es el paradigma del envilecimiento de los vencidos por París y el corruptor de Lucien por descubrirle, con exaltación cínica, las miserias del periodismo. El poeta de provincias comienza a darse a ellas cuando conoce a Coralie, una actriz que inmediatamente queda prendada de él. Al desnudarse, la bella joven se desliza en la cama junto a Lucien "como una culebra". Pero el amor que le inspira el literato es tan sincero que no dudará en rechazar a su amante por él.

            Camusont, el despedido en cuestión, es un acaudalado y maduro comerciante que viene sospechando desde que ve las flamantes botas de Lucien en casa de Coralie. No obstante la ruptura, conserva la amistad con Coralie "a la espera de que la miseria le devolviera a la mujer que la miseria ya le había entregado (pág. 348)", la sabiduría de Balzac siempre es de impresión. De hecho, eso de dar a entender que los literatos pierden sus ilusiones ejerciendo el periodismo, me toca muy de cerca.

            En cualquier caso, tras firmar sus primeras crónicas teatrales y literarias, Lucien se convierte en un hombre admirado. Incluso la antigua Anais Bargeton vuelve a mirarle seductora. Pero él ya la ridiculiza en sus crónicas. Sostienen los cínicos de la prensa que es más fácil publicar después de años de gloria en los periódicos. Sin embargo, el eco alcanzado por sus primeros artículos no impide que un librero rechace Las margaritas, el libro de sonetos de Lucien. Los lobos de la prensa instan al joven escritor a que comience a criticar las obras editadas por dicho librero. Es en verdad asombroso comprobar las concomitancias que se registran entre la prensa de aquel París y la del Madrid de nuestros días. Finalmente, se le compra el libro. La única condición que le pone el editor es que Lucien no vuelva a criticar las obras de sus autores. El poeta de Angulema mandará 500 francos del adelanto de la edición a David Sechard y a su hermana Eve.

            Ya adulado por los aristócratas pertenecientes al círculo de la señora Bargeton -pese a que Lucien ridiculiza en su crónica a alguno de ellos-, el joven vuelve a frecuentar sus ambientes. A Coralie, no le importa que su amado vuelva a ser recibido por la que tanto le inspiró en Angulema puesto que sabe que le sigue siendo fiel. Lisonjeado por la aristocracia hasta hacerle creer que por fin ha llegado el momento de cambiarse el apellido y comenzar a utilizar ese Rubempré, de resonancias nobiliarias, que ya quiso adoptar cuando frecuentaba el salón de la señora Bargeton en la provincia, Lucien comienza a tomar partido en sus artículos por el Antiguo Régimen, lo que le enfrenta al cenáculo de sus antiguos amigos.

            Mientras todo esto sucede, la pequeña y efímera fortuna de Lucien y Coralie va mermando peligrosamente. A las primeras estrecheces económicas se unen las pérdidas en el juego del poeta de provincias. Aún así, la joven actriz sigue amándole y no duda en empeñar todos sus muebles y trasladarse a un domicilio mucho peor a la espera de que la suerte les cambie. Pero la caída de la pareja no ha hecho más que empezar. Será larga aunque se cuenta en una elipsis que abarca poco más que las veinte últimas páginas de la novela -en esta edición segunda parte-, lo que me ha parecido muy poco si se considera que el envilecimiento final de Lucien.

            Su compromiso con los aristócratas y con sus periódicos obliga a Lucien a criticar negativamente un libro de d'Arthez, quien, por otro lado, como sostiene Pujol, es tan bueno que llega a resultar un poco cargante. Aunque el poeta de provincias se presenta en casa de su amigo para disculparse por la crítica que va a salir al día siguiente y jurarle que el libro le ha encantado, todo el cenáculo desata sus iras contra él y contra Coralie, cuyas interpretaciones comienzan a denostar en venganza.

            Así las cosas, uno de sus antiguos amigos le escupe a Lucien cuando se encuentran en la calle y el poeta de provincias le desafía. Herido gravemente en el duelo, Lucien ha de guardar cama durante algún tiempo en que Coralie le vela con la misma devoción que le ha dedicado desde que se quedó prendada de él. Cuando, por fin, el periodista y escritor se recupera, es la actriz quien cae gravemente enferma. Lucien no escatima esfuerzos para que se restablezca. Contrae deudas con Camusont y falsifica la firma de su cuñado David para obtener un préstamo. No sirve de nada, cuando la joven muere, de enfermedad pero en última instancia como consecuencia de haber sido el instrumento de la venganza tramada contra Lucien, el poeta no tiene dinero con que entrarla. Ante este panorama, se ve obligado a escribir unas canciones satíricas ante su cadáver para poder darle sepultura en uno de los momentos culminantes de la novela a decir de la crítica. Tanta excelencia culmina cuando Berenice, la antigua criada de Coralie y del propio Lucien cuando se amancebaron, le propone que regrese a Angulema. Como el antiguo periodista no tiene dinero para el viaje de regreso -la depresión en que le ha sumido la muerte de su amada con tan sólo 19 años le impide coger la pluma en sus últimos dos meses de estancia en París-, Berenice se ve obligada a prostituirse para que pueda pagarse una diligencia. Balzac, en las última página de la novela -la 466- nos lo cuenta diciendo que habla con un hombre en un bulevar vestida de domingo y que Lucien alberga ciertas dudas acerca de cómo ha conseguido los veinte francos que le regala "la normanda". Dieciocho meses han bastado para la ascendencia y la caída parisina del poeta.

            Los sufrimientos del inventor, tercera parte de esta trilogía, no en vano considerada en su conjunto una de las mejores novelas decimonónicas, se abre con Lucien regresando a su Angulema. Tras las primeras jornadas del viaje -contadas en una elipsis que sólo abarca el primer párrafo- se acomoda entre los bultos de una calesa sin que sus ocupantes se percaten y viaja un trecho más. Los viajeros resultan ser dos condes de los que el poeta frecuentó cuando la suerte le sonreía: Sixte du Châtelet -un trasunto de un rival de Balzac en el amor de cierta condesa- y su esposa Louise de Nègrepelisse. Es decir, la señora de Bargeton. Aunque sus antiguos amigos le ofrecen asiento en el carruaje, Lucien prefiere seguir a pie.

            Extenuado tras un nuevo tramo del camino, cae enfermo en una granja hasta donde llegan las noticias de la ya cercana Angulema. Allí se entera de que los préstamos que pidió falsificando la firma de su cuñado han buscado la ruina a David. Pero David, infatigable, aunque escondido para que sus acreedores no le lleven a prisión, está empeñado en la fabricación de un papel más barato que el estilado a la sazón. El primero en querer hacerse con la invención con métodos deshonestos es su propio padre, pero tanto David como Eve -que ya ha dejado de ser esa ingenua que fuera en Los dos poetas, pese a que demuestra ser aún más abnegada de lo que parecía entonces- son conscientes de las malas artes del viejo oso. Así las cosas no se dejan engañar y ni siquiera llegan a decirle donde se encuentra escondido David. Su padre, que en todo momento se niega o pone condiciones inaceptables para dejarle a su hijo el dinero que pueda salvarle de la prisión e incluso se instala en su casa para intentar averiguar su escondite, desiste entonces de hacerse con la invención de David.

            No es ése el caso de los hermanos Cointet, Cérizet y Petit-Claud. Cada uno obedeciendo a sus propios intereses, todos ellos se unen para quitar la imprenta y su invención a David.

            Los Cointet, también impresores, son la competencia directa de David. Competencia desde luego desleal, también han contribuido a la ruina del joven Séchard. Ya puesto entre la espada y la pared el inventor, quieren hacerse con su nuevo papel a toda costa.

            Petit-Claud, antiguo compañero del colegio de Lucien y David, quiere hacer carrera política. Para ello es preciso contraer cierto matrimonio y a tal fin es indispensable la ayuda de los Cointet.

            Finalmente, Cérizet, un antiguo aprendiz que David se trajo de París, quiere establecerse por su cuenta, tras contar a los Cointet todos los secretos profesionales de Séchard, también medra obrando al servicio de Petit-Claude en contra David.

            Tras pedir a unos amigos que aún le quedan en París ropa lo suficientemente elegante como para presentarse en casa de su antigua protectora, Lucien -que es víctima de un agasajo como el poeta mayor de Angulema promovido por Petit-Claude con la intención de sacar al literato el escondite de su cuñado- visita a Louise de Nègrepelisse, la antigua señora de Bargeton, para hablarse de la célebre invención de David y pedirle que ella, habida cuenta de sus influencias en París, interceda a favor de una subvención para su cuñado.

            Louise de Nègrepelisse anuncia que se prestará a ello. Pero David Séchard no tarda en ser detenido. Cérizet descubre su escondite espiando a una criada a la que tiene medio seducida y falsifica una carta -en la que se hace pasar por Lucien- para citar urgentemente a David. Éste es detenido cuando cree que va al encuentro de su cuñado. Pero en aquel instante, lo que Balzac nos cuenta es el paseo del que disfrutan Eve y Lucien imaginando el fin de todos sus males cuando una algarabía llega hasta ellos. Es la provocada por la detención de David.

            Al día siguiente, antes de que su hermana se haya despertado, Lucien abandona la casa dispuesto a suicidarse según hace saber en la nota que deja. Aún está decidiendo el mejor lugar para quitarse la vida cuando se encuentra con un viajero, un canónigo español que dice ser Antonio Herrera. Se anuncia como embajador de Fernando VII en la corte de Luis XVIII, monarca que sucedió a Napoleón a la cabeza de los destinos de Francia, bajo cuyo reinado tiene lugar una buena parte de la Comedia Humana. No obstante sus hábitos, Herrera resulta ser todo un cínico. En realidad, aunque eso aquí no se cuenta, no es otro que Vautrin, uno de los grandes villanos de la Comedia Humana. Pero salva a Lucien de su tentativa, poniéndole el ejemplo de otro joven suicida que tenía el vicio de comer papel -apunte que viene a abundar en la obsesión con el papel que gravita en toda la trilogía-, y lo emplea como su secretario anunciándole que hará de él su instrumento. En tanta simpatía, así como en algún que otro abrazo, he creído detectar cierta homosexualidad por parte del falso Antonio Herrera. Lo que Pujol confirma en sus apuntes sobre el personaje. En cualquier caso, Antonio Herrera da a Lucien 15.000 francos que el poeta envía inmediatamente a su hermana y a David.

            Pero el dinero llega cuando David, aconsejado -embaucado tal vez sea mejor apuntar- por Petit-Claude ya se lo ha vendido todo a los Cointet. Sin embargo, David no acaba de dar con el nuevo papel. Así las cosas, sus antiguos competidores y ahora socios, le compran su parte de la sociedad y le piden que desista de experimentar con nuevos procedimientos porque sus continuos fracasos son del dominio público y corren el riesgo de perder el crédito para nuevas producciones. He creído entender que no hay maldad en esta propuesta y el papel genial nunca llega a producirse. Tras heredar a su padre, el destino de David no son las invenciones, sino ser un rentista que cuida de su familia y de su colección de insectos. De lo que puede seguirse -de igual modo que en tiempo que el impresor pasa escondido podemos entrever las temporadas que Balzac pasó oculto por sus acreedores- que el destino que aguarda a las grandes ilusiones, basadas en una labor lenta y calla como las de Séchard, es la resignación. No volverá a aparecer en la Comedia humana.

            Peor aún será la suerte que espera al poeta a su regreso a París, del que se da cuenta en Esplendores y miserias de las cortesanas. El maestro lo anuncia como Escenas de la vida Parisiense y puede que sea su primer volumen.

 (julio, 08)

 


(1) A comienzos de los años 20 del siglo XIX, la acción de la trilogía finaliza en 1823.

(2) Ver el fragmento referido a La ilusiones perdidas (pág. 239) en Balzac y La Comedia Humana, de Carlos Pujol.

Publicado el 24 de abril de 2010 a las 15:30.

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Comentarios - 3

1 | Bernardo Soriano - 28/4/2010 - 17:12

Qué grande, Balzac, y qué olvidado, una pena que sólo se lean bestsellers cutres.

2 | Alberich el Negro - 10/5/2010 - 21:04

Hola, buenas tardes. Hay otra edición española completa de la "Comedia humana": la que publicó Augusto Escarpizo, entre 1963-1967 en la Editorial Lorenzana, de Barcelona, anterior incluso a la de Cansinos Assens. De ella se hicieron reediciones, pues yo la he visto descrita como formada por 30 volúmenes o por 6 (en papel biblia). Y aun hoy día no es imposible hacerse con ella. De hecho, yo acabo de conseguir recientemente la primera edición en 30 vols., y a un precio muy económico. De todas formas, ni ésta, ni la citada de Aguilar son realmente "completas", pues a ambas les faltan algunos de los textos que Balzac escribió para formar parte de esta gigantesca obra literaria que es "La Comédie Humaine".
Un saludo.

3 | Ana Belén - 05/7/2010 - 23:29

Hola,

buena semblanza del magnífico libro de Balzac, "Las ilusiones perdidas". Acabo de terminar su lectura hará una horita y me disponía a buscar las "Escenas de la vida parisiense" cuando me tropece con su reseña.

Solo una corrección, el cura español con el que se encuentra Lucien no se hace llamar Antonio Herrera sino Carlos Herrera. Al que por cierto, yo también he visto cierta inclinación homosexual.

Solo decir que el libro es una gran libro, donde se describen con minuciosidad artesanal: escenas, personajes y la vida social de la Francia del siglo XIX. Y lo curioso es que parece que en dos siglos no hemos evolucionado nada en cierta profesión, el periodismo, que parece ha perfeccionado los métodos que se dejan ver en el libro, vease la prensa rosa y la prensa política.

Un saludo

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Una hippie de los 70

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Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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