La rutina de los aparatos

Seis
El día comienza cuando enciendo el ordenador, aún con las pupilas haciéndose a esa luz de la nueva mañana que pone fin a los fantasmas de los recibos que tengo que pagar, que inexorablemente me abruman en las vigilas que interrumpen mi sueño. Hace ya tantos años que tengo la vista cansada que sólo hay un acto anterior a la comparecencia ante mi primer y más querido aparato: ponerme las gafas. Modelo ya antiguo y con más programas de los que debería, el encendido es un proceso lento. Mi Fujitsu Siemens necesita un tiempo para ponerse en marcha, que yo empleo en volver a mirar a las musarañas o en recordar a gente que dejé de ver hace veinticinco años. También en mi vida, como dice Cernuda, las sombras empiezan a pesar más que los cuerpos.
Quince o veinte minutos después, cuando vuelvo frente a la pantalla -la más querida de las cuatro en torno a las que transcurre mi vida cotidiana por ser toda una ventana al universo- es un verdadero alivio que el encendido haya sido satisfactorio. Dependo tanto de mi ordenador como David Bowman, Frank Poole y el resto de los tripulantes del Discovery de HAL 9000 en 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968). Pero a mí nunca se me ocurriría desconectarlo. Antes al contrario. Desde estas líneas hasta las películas que veo sistemáticamente, todo pasa por tan querida pantalla.
Pocas cosas me satisfacen tanto como verificar la rutina, la cotidianidad, mediante los aparatos. Y es tan reconfortante lo rutinario, que todo siga igual, como acostumbra ser fatal lo extraordinario. Desconfío de quienes abominan de las máquinas tanto como de quienes nos proponen la vuelta al mundo rural y a las labores del campo. La ciudad es el hábitat natural del ser humano.
Cuando aún entraba en casas ajenas, había algo que no me gustaba al llegar de visita y ver que no estaba en hora el reloj del vídeo o cualquier otro abandono electrónico. Como tampoco me gustan quienes nos dicen que hay que reducir la calefacción para que el planeta no siga cayéndose a pedazos. Es Góngora quien escribe sobre el buen brasero y las patrañas.
Amo a mis aparatos tanto o más que a esos recuerdos a los me entrego mientras se enciende el ordenador. Es tan grande mi sintonía con esa tecnología doméstica, cotidiana, que el último revés que me dio la vida -el último de los grandes- se me anunció por una actualización del antivirus de mi Fujitsu que no acababa de cargarse. La semana pasada se me torció por unos DVD que no se me grabaron y un mando a distancia que no responde puede arruinarme un día entero. Un auténtico calvario.
Publicado el 1 de junio de 2010 a las 13:45.








