El camino a Brighton
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La Battersea Power Station vista desde el Gatwick Express.
Trece
El destino siempre discurre por extraños vericuetos. Si hace tan sólo quince días me hubieran dicho que iba a conocer el camino del mítico Brighton, lo hubiera imaginado imposible. Como ha de antojársele a cualquiera que no haya tenido en el último verano horizonte más lejano que el de Carabanchel, tal ha sido mi caso, recorrer la ya extinta, e igualmente fabulosa, Ruta 66, que discurrió entre Chicago y Los Ángeles desde 1926 hasta 1985. Sin embargo quiso una extraña suerte, dicha (¿?) para mí, fatal para quien la puso en marcha, que esos fueran los hechos.
Volvíamos Cristina y yo de pasar un día en Londres. Un día que fueron todas mis vacaciones de este año, mi júbilo. Lo mejor que me ha dado la vida en los últimos veintitantos meses. Fue en el final a tanta dicha cuando todo sucedió como nadie imaginó unos minutos antes: un suicida decidió poner fin a sus días arrojándose a las vías del Gatwick Express, donde nosotros viajábamos. Así, a la par que se marchaba, agredía a muchos de los que se quedaban en la lucha por la vida, que, en buena lógica, no supieron comprenderle.
No entraré en detalles sobre aquel asesino de sí mismo. Tampoco sobre a cuántos, con su última saña, llevó a perder el avión, pues un buen número de los viajeros de aquel convoy, y de todos los siguientes que también quedaron paralizados, tenían que coger un vuelo en Gatwick ¡Bien hubiera abierto la espita del gas, dejándonos en paz al resto de los mortales! El caso fue que a nosotros, con los trenes cortados, nos hizo bajarnos en una estación del extrarradio londinense.
No sé por qué no me sentí abrumado como hubiera sido debido. No tuve ningún miedo a lo que pudiera venir. Antes al contrario, me dejé llevar por el encanto de lo imprevisto.
Lo imprevisto fue un joven so british. Tan educado que me inspiró confianza apenas reparé en él. Ya en el avión de vuelta a Madrid, Cristina me confesó que desconfió de él por la botella de vodka que agarraba en una mano.
El caso fue que compartimos el taxi para que lo elevado de la tarifa del trayecto nos fuera más llevadero. Era un buen tipo a carta cabal. No dudó en buscarnos con el móvil la terminal exacta de la que salía nuestro vuelo. Esa buena disposición me hizo entablar conversación con él. En el viaje de ida a Londres había reparado en que las vías discurrían en paralelo al camino a Brighton con las mismas que nos salió al paso la Battersea Power Station que ilustraba la carátula del Animals, con el cerdo volando entre dos de sus chimeneas y la decadencia inexorable de Pink Floyd entre sus distintos cortes.
El rock llegó antes a mi vida que la literatura. Tras Tintín y el cine -que como cualquier lector habitual de esta bitácora habrá podido comprobar inauguraron mi mitología personal-, fue la primera manifestación cultural que me conmovió. Ya entonces, hablo del año 66, estaba estrechamente ligado a esa sedición juvenil que me exaltaba y a Londres, al Londres del swingin London.
Con el correr de los años, de Londres llegarían las nuevas tendencias y los discos prohibidos como el Aqualung de Jethro Tull, porque se afirmaba en una leyenda de su carpeta que "en el principio el hombre creó a Dios" y no al revés como era debido; El Rock ‘n' Roll Animal de Lou Reed, por incluir un título tan explícito como Heroin; o el Electric Ladyland de The Jimi Hendrix Experience por esa ilustración de su carpeta que mostraba a un grupo de mujeres desnudas, "tías en pelotas" que decíamos entonces.
De Londres, en fin, llegaban noticias como la muerte en un pasote -parece ser que fue de una sobredosis de las pastillas que tomaba para superar su alcoholismo- de Keith Moon, el mítico batería de The Who, y de las peleas habidas en el Brighton de 1964 entre rockers y mods.
Yo fui rocker -de los más radicales- es muy probable que lo siga siendo y si volviera nacer lo sería más aún. Pero, como escribía el otro día en el muro de Facebook de mi amigo David Gutiérrez, nunca he tenido nada contra nadie que amara el rock ‘n' roll de diferente forma que yo. Runaway me suena igual de emocionante en las voces de los Small Faces que en la Del Shannon. Sumertime Blues puede llegar a ser tan arrebatadora interpretada por Eddie Cochran, su autor, que en la versión de The Who.
Más aún, me hice rocker tras esa inexorable decadencia de Pink Floyd -de todo el rock sinfónico, léase- iniciada en el Animals, tras la catarsis del 77 y el punk. Antes había sido un freak que atesoraba con la misma ilusión los discos de King Crimson, Genesis y The Who. De ahí que ya supiera de lo de Brighton desde hace 36 años, cuando me colgué irremediablemente del Quadrophenia, la segunda ópera de la formación.
De ahí también que el otro día me sorprendiera que aquel joven londinense, que iba a una fiesta en Brighton, no tuviera ni la más remota idea de The Who, el Quadrophenia y las peleas habidas entre rockers y mods. Si cabe, aquella ignorancia, me resultó más chocante que el aspecto del camino a Brighton, que salvo algunas casas de los primeros tramos, tan típicamente inglesas que parecen sacadas de las páginas de Tolkien, apenas difiere de cualquier otra autopista europea de circunvalación.
Puede de esto seguirse que los amantes del rock estamos derrotados -que no domados- y que el rock ya no interesa -al menos mayoritariamente- a la juventud. Malo porque el amor al rock es un fulgor básicamente juvenil. Esa ha de ser la clave de me sienta like a rolling stone, tan joven y sin embargo tan viejo.
Publicado el 28 de septiembre de 2010 a las 08:45.