Yo también amo la Gran Vía
La esquina con San Bernardo
Quince.
De todas las conmemoraciones que se han celebrado este año que ahora acaba, sólo hay una que ha despertado mi interés: la de la Gran Vía. Visitarla fue todo un regalo; merendar aquellas tortitas con nata que se servían en sus cafeterías, uno de los primeros placeres que me deparó la vida.
Años después, cuando la toxicomanía asoló Madrid, la Gran Vía y sus aledaños supieron de las miserias de los heroinómanos y las prostitutas. Para mí no contaba aquella decadencia. En aquellos días yo trabajaba en el gabinete de prensa del Imagfic, el festival de cine imaginario y de ciencia ficción, y uno de los mayores atractivos de aquel empleo fue que la oficina donde lo desempeñaba estuviese allí.
Ya centenaria, la Gran Vía asiste al cierre de los últimos de sus cines de antaño. ¿Qué tiempo de vida pueden quedarle al Callao, al Capitol o al Palacio de la Prensa que tantas maravillas de los sábados guardaron para mí? Aún recuerdo los soldados de plástico que me compraban en almacenes Sepu y los elepés de Discoplay. Todo se ha desvanecido como esas lágrimas en la lluvia de las que nos habla Roy Batty (Rutger Hauer) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Pero contemplar la Gran Vía desde la Red de San Luis o desde la esquina de la calle de Alcalá, sigue siendo la prueba irrefutable de la grandeza de Madrid. Y al volver a ella, pasada ya la cumbre de mi edad, todavía se me acelera el ritmo de mi baqueteado corazón.
Publicado el 12 de diciembre de 2010 a las 03:15.