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"El Necronomicón" de la Factoría de Ideas

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "El Necronomicón".

Foto Javier Memba

Una estampa de la calle de La Luna

            El único ensayo no apócrifo, de los diversos falsos estudios sobre Abdul Alhazred aquí reunidos, es lo menos interesante de esta densa delicia dada a la estampa por La Factoría de Ideas en 2000, que yo leí con placer en 2001.

            Su prólogo, el texto aludido, presentado bajo el título de El dibujo de la Alfombra Voladora es una disertación sobre el significado de la palabra "Necronomicón". La teoría de Robert M. Price -autor de las líneas en cuestión y copilador de estas maravillas, aparecidas a lo largo de casi sesenta años en diversos fanzines editados en Estados Unidos por los admiradores de Lovecraft- es que, a diferencia de lo consideración general -Necronomicón es una palabra de etimología griega cuyo significado viene a ser "libro de los muertos"-, lo que en verdad expresa el vocablo es "la muerte del libro".

            Pese a lo curioso de la teoría, su desarrollo se me ha hecho algo pesado por sus constantes comparaciones con la mitología católica. Si bien esto de comparar los misterios impíos con los píos será algo frecuente a lo largo de toda la parte ensayística de esta obra, es aquí donde me ha resultado más pesada.

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            En lo que a las ficciones aquí reunidas se refiere, tras un petardo titulado El pergamino terrible -un relato donde se habla rudimentariamente de un documento concerniente al Necronomicón que se mueve solo- comienzan las maravillas. En la primera de ellas, Martin D. Brown, en poco más de dos páginas escritas en 1941 con el título de La casa del doctor Xander, nos proporciona un escalofrío digno del maestro con una narración -dialogada y en primera persona- en la que se nos refiere cómo su protagonista descubre en el siniestro laboratorio de un médico a unos seres deformes y atrofiados.

            Todo hace suponer que dichas criaturas son los aldeanos desaparecidos en el lugar. Un último apunte viene a ser el mejor colofón a esta obra maestra. Luego del incendio del laboratorio, provocado por el mismo médico, las ruinas y las cenizas dejan al descubierto los muchos túneles subterráneos que discurrían bajo su casa.

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            También del 41, El manto de Graag, escrito por tres autores -Frederick Pohl, Henry Dockweiller y Robert A. W.Lowndes- es digno del genio de Lovecraft. El narrador recibe la visita de una monstruosidad y será éste, su visitante, quien pasa a contarnos el asunto del relato:

            Su degenerado aspecto se debe a un hechizo, que desató junto a otros tres amigos -todos ellos escritores de terror- en la misteriosa casa de un brujo, donde habitaron tiempo atrás. La fatídica acción, siguiendo las instrucciones de un libro, se llevó a cabo en el sótano. Allí fue donde el más osado del grupo destapó una misteriosa urna que contenía un gusano. El destino de cuantos estaban presentes ha sido a cual más patético: uno murió enloquecido, otro decidió suicidarse y el tercero, el visitante, perecerá convertido en un monstruo.

            Durante el relato del horrible descubrimiento, se nos habla de una cuarta figura que apareció ocasionalmente, cuando la profanación de la urna del gusano. Cabe suponer, por tanto, que le espera un final igual de abominable. Quien aguarda tan espantoso fin no es otro que el primer narrador de este magistral relato, el anfitrión del visitante que nos ha contado el grueso del asunto.

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            Destaca entre tanta bonanza, El muro de Settler, la pieza que más me ha impresionado de cuantas aquí se copilan. Escrita por Robert A. W. Lowndes, parece que su primera versión -publicada con un seudónimo- data de 1942. No obstante, la que aquí se ofrece, fue la aparecida en 1989. Lo que en ella se cuenta es la fascinación que el narrador -un editor- siente por un muro que conoce casualmente en un pueblo de Maine. La fabulosa construcción no puede ser ni saltada ni rodeada. Según le refieren los naturales del lugar, un buen día amaneció con ella ya levantada.

            Cuando el socio del narrador, tras intentarlo en vano en varias ocasiones, consigue finalmente dinamitar el muro, el hombre se encuentra con un horror helado. Dentro de esa estética de sutiles sugerencias, que no sólo es la pauta en el estilo Lovecraf, sino que ha de serlo de todo el género, nunca se nos describe lo que el hombre en cuestión ve. Basta con que se nos dé noticia del pavor que su visión le inspira.

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            El que aúlla en la oscuridad, cuyo título tanto me recuerda a El que acecha en el umbral, data de 1957 y su autor es un tal Richard L. Tierney. La propuesta de sus páginas es la historia de un norteamericano (Hamilton) interesado por la arquitectura antigua. El estudio de las viejas edificaciones le ha llevado a un pueblo inglés con una fortificación especialmente interesante.

            Misántropos y huraños, Taggart y Pitts, son los propietarios de la siniestra fortaleza y la comidilla del lugar. Sobre su casa pesa una leyenda, que la asocia a las crueldades de sus antiguos moradores. Ante este panorama, nadie duda en atribuirles las desapariciones de un joven vecino y la del sheriff del condado, quien se acercó al castillo en su búsqueda.

            Pese a todo, Hamilton decide visitar a Taggart y Pitts, quienes resultan ser unos anfitriones perfectos aunque misteriosos. No obstante, en la visita, además de los lógicos libros de las artes del sigilo, hay alguna insinuación a los terrores existentes en los sótanos de la edificación. En esta primera toma de contacto no se nos dirá nada más.

            Será en una nueva visita del americano a la casa cuando en sus sótanos descubra al antiguo sheriff, convertido en un "objeto pálido, verticalmente ovoide y engarzado en su base a un anillo de hierro". Es el resultado del experimento para el que Taggart y Pitts han utilizado al desdichado policía: "Me llevaron a un espacio sin forma entre las estrellas y me hicieron firmar el libro negro de Azathoth para que se pudiera dar a mi mente usos siniestros y terribles", confiesa el sheriff. Aunque suplica la muerte, Hamilton no se la dará.

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            Publicado en 1959, en Demonios de Cthulhu -muy logrado pese a la trivialidad de su anécdota-, Robert Silverberg nos cuenta la triste suerte que corre un muchacho, empleado de recadero en una universidad, al robar un ejemplar del Necronomicón a uno de sus profesores. Sin tener la más mínima idea de todo el mal que se guarda en el texto que acaba de sustraer, invoca en su casa a Narrathoth para exigirle algunos vienes terrenales, como Aladino a su lámpara maravillosa. Pero es a Yog-Sothoth a quien conjura por equivocación cuando quiere pronunciar el hechizo que habrá de devolver a Narrathoth al lugar del que proviene. A consecuencia de su error, el muchacho es atrapado por un enorme tentáculo, para ser devorado por su poseedor en un espectáculo apocalíptico.

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            Pese a que la nota introductoria corresponde al relato siguiente, con lo que me es imposible consignar aquí su año de publicación, El castillo en la ventana, de Steffan B. Aletti, es otra de las cotas más altas de esta selección. La historia es la de un hombre -Colin- a quien su compañero de habitación -el narrador- le regala un extraño diario en el que se da cuenta de un cristal prodigioso -"bautizado con los terribles ritos de R'lyeh"- que permite observar la Edad Media. Situado el vidrio en un castillo de Cornualles, se unen así los mitos artúricos a los de Lovecraft.

            Trasladada nuestra pareja a la fantástica fortaleza, pese a los más de 100 años transcurridos desde su creación, el cristal sigue allí. Estudiándolo de un modo obsesivo, el vidrio se rompe, desapareciendo así Colin a través de él. Un apócrifo, fechado en 1243 y encontrado por el narrador en los archivos del castillo, da cuenta de cómo llegó a la fortaleza "un sirviente de Satán (...). Su habla, aunque asemejábase de algún modo a la nuestra (...), nadie salvo los escribanos podían comprender mucho de lo que decía", condenado así a la pira, Colin "murió sin retractarse ni arrepentirse, maldiciendo horriblemente a todo el que lo rodeaba". He aquí uno de los mejores ejemplos, en toda mi experiencia de lector, de utilización de un texto ficticio y de ese prototipo de la ciencia ficción que es el viajero en el tiempo.

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            De Acerca de la próxima edición barata del "Necronomicón" de Abdul Alhazred, poco puedo decir puesto que no me ha cautivado o no le he prestado la atención adecuada. Un experto inglés en temas arcanos es visitado por un profesor estadounidense con vistas a trabajar en la empresa a la que se refiere el título. Tras el rechazo inicial, acepta cruzar el Atlántico. Entre sus colaboradores -"como una concesión a las minorías", apunta el antólogo, no carente de cierto tufo racista- encontrará a uno de esos servidores de los profundos, vecinos de Dunwich y Arkham, sobre los que escribe Lovecraft: Abner Marsh es su nombre. Su único fin en la iniciativa es dar a conocer, por los más modernos procedimientos informáticos, los conjuros que el Necronomicón encierra a todo el mundo.

            Finalmente, La víbora, publicado en 1989 por Fred Chappell nos propone un terror literario. Así, su trama, después de toda la excelencia descubierta en estas páginas, no está a la altura de las circunstancias. Lo tratado, con todos los prolegómenos que el asunto requiere, es la noticia de cómo una edición del Necronomicón va modificando las obras a las que roza. Lo más curioso es que dicha contaminación no afecta únicamente al volumen en cuestión, sino también a todas las ediciones de esa misma obra. Como ejemplo se nos propone lo acaecido a El paraíso perdido, de Milton.

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            Siempre fabulosos, el resto de los textos que integran la selección son supuestos fragmentos del Necronomicón. Aunque en muchos casos, al igual que en el falso Necronomicón que tuve oportunidad leer en agosto del 2000[1], estos también son conjuros para abrir las puertas a los reinos de los primigenios o para convocarlos, la diferencia es abismal. Estos de aquí sí que pueden pasar por ser auténticos fragmentos del gran mito bibliográfico de Lovecraft. Entre ellos se encuentran piezas debidas a algunos de sus más estrechos colaboradores, tal es el caso de Frank Belknap Long.

            Destaca entre todos ellos La vida del maestro (Una biografía de Abdul Alhazred por su discípulo, El-Rashi). Publicada en 1984 por David T. St. Albans, quien pasa por ser su traductor, además de director de Antigüedades Históricas de la Universidad de Miskatonic. En dicho fragmento se nos habla del árabe loco como de un superdotado, cuyo afán por el estudio de las religiones le llevó a abandonar a su mujer y a sus hijos, allá en el Yemen. Partió entonces, atendiendo a una poderosa llamada, a una misteriosa ciudad perdida en el desierto. Allí descubrió los cultos de los que habría de dar cuenta en su célebre Necronomicón.

            Repudiado por los buenos musulmanes, Alhazred se vio más tarde expulsado de su casa y su ciudad. Finalmente, el árabe loco moriría terriblemente, devorado por algo que el mismo había convocado, mientras hablaba ante una multitud.

            Igualmente interesantes son los párrafos dedicados al destino de Abdul incluidos por Lin Carter -según estima el copilador todo un experto en este tipo de apócrifos- en su El Necronomicón: la traducción de Dee.

 

 


[1] Editorial Humanitas (Barcelona, 1999)

Publicado el 8 de mayo de 2011 a las 21:00.

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Comentarios - 2

1 | Mir - 04/7/2011 - 00:52

Excelente texto, una amiga adquirió hace poco para mi este libro y si antes estaba ansiosa por leerlo, ahora ardo en impaciencia.

2 | Javier Memba - 04/7/2011 - 19:11

Muchas gracias. Me alegro de que te guste.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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