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El insolidario

Historia de cien años de música en el cine (II)

Archivado en: Inéditos, cine, bandas sonoras, Historia de cien años de música en el cine

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2. La eclosión del primer musical y el nacimiento de la banda sonora

            Por mucho que a ochenta años vista, desde la era de los DVD, pueda parecer un esnobismo filmófilo, la irrupción del sonido en la pantalla fue traumática. Sí señor, la riqueza del lenguaje cinematográfico, que al carecer de palabras se había desarrollado de forma sorprendente, se vio cercenada. Esa movilidad que alcanzó el tomavistas de King Vidor puesto a retratar las trincheras de la Gran Guerra en El gran desfile (1925), otro buen ejemplo de ese cine pacifista surgido tras el primer conflicto mundial al que también cabe adscribir Armas al hombro (1918), se atajó de cuajo.

            En efecto, la cámara se supeditó al micrófono, que a la sazón era un armatoste que requería todo un estudio de grabación detrás. Incluso la dirección de actores se vio afectada con la irrupción del sonido. No fue sólo que interpretes como John Gilbert asistieran al declive inexorable de su estrella porque el timbre de su voz -o su forma de declamar- defraudaron la imagen que el respetable se había creado de ellos. Fue también la mecánica misma del rodaje. Esos gritos con los que el cineasta daba sus instrucciones se acallaron. "De repente, con el advenimiento del sonoro, teníamos que trabajar todos como si estuviésemos en una tumba. Cuando se encendían las luces rojas, todo el mundo se quedaba congelado en su posición, una tos bastaba para estropear una escena", recordaba Frank Capra. "Para acabar con el ruido que hacían, nuestras maravillosas cámaras móviles se vieron momificadas y sepultadas en cabinas gruesamente almohadilladas con una ventanilla insonorizada delante y una puerta, también almohadillada, detrás". Y se hizo el silencio.

            En efecto, continuando con esas paradojas que jalonaron los años gloriosos del cine, fue el sonoro el que trajo el silencio. Pero no sólo a los estudios de rodaje, también a las salas de proyección. Más aún, al lenguaje cinematográfico. En la mal, aunque deliberadamente, llamada imagen silente, la cinta discurría acompañada de música a lo largo de todo su metraje. Cuando la música empezó a subrayar únicamente determinadas secuencias y a diferenciarse entre diegética -aquella cuya procedencia resulta visible en el plano: la emitida en una radio, la que suena en una gramola- e incidental o de fondo -la que contribuye a potenciar una acción o un sentimiento, la de los subrayados-, la banda sonora adquirió una nueva dimensión. No hay duda, su implicación dramática en el argumento aumentó.

            Con el sonido también llegaron los diálogos, esos diálogos que Chaplin, Clair, Gance y el resto de los afectos al mutismo rechazaron como hubieran despreciado, según sus propios argumentos, una fotografía o una pintura parlantes.

            Y ante la ausencia de música y diálogos llegó el silencio, que, amén de un punto y aparte, supuso muchas más cosas para el discurso del cineasta.

            Pero es la música la que compete a este artículo y en verdad que fue la música la que inauguró el cine sonoro. Ya es bastante significativo que la primera cinta hablada lleve por título El cantor de jazz. Dirigida por Alan Crosland y estrenada el seis de octubre de 1927, su asunto giraba en torno a la peripecia del hijo de un rabino cuyo padre se niega a que sea vocalista en las revistas musicales de Broadway. Al Jolson, su protagonista, cantaba más que hablaba. "Esperen un momento, aún no han visto nada", aseguraba Jack Robin -el personaje encarnado por Jolson- en el primero de esos parlamentos. Oficialmente, aquellas fueron las primeras palabras que se oyeron en la pantalla. Incluidas en una secuencia en la que el público le aplaude tras escucharle interpretar una de sus piezas en un club nocturno, resultaron premonitorias. Aún no se había visto nada de lo que iba a ser el cine sonoro.

            No es menos cierto, sin embargo, que el cine se hizo sonoro en aras de la música, que no de los diálogos. Cuando los irreductibles del mutismo comparaban las películas habladas con una fotografía parlante no se alejaban demasiado de lo que el respetable en general pedía al nuevo prodigio. La gente quería oír canciones, no recitar a Shakespeare.

            Y las canciones de Broadway fue lo que empezó a darles Hollywood. La melodía de Broadway (Harry Beaumont, 1929) fue la primera cinta sonora de la Metro. Charles King, el cantante y bailarín que la protagonizaba acompañado por Anita Page y Bessie Love, entonaba en una de sus secuencias la melodía que daba título al filme, original de Nacio Herb Brown y Arthur Freed, quienes en 1952 habrían de escribir la inolvidable Singin' in the Rain (1952). De momento, en el 29, La melodía de Broadway fue una de las primeras canciones de aquellos escenarios neoyorquinos que Hollywood inmortalizó.

            También fue en el 29 cuando un francés, que habría de serlo por excelencia en el musical clásico estadounidense, en su primera creación americana interpretaba Louise, de Leo Robin, en La canción de París. Dirigido por Richard Wallace fue un primer acercamiento al género por parte de la Paramount. Ya en el 44, Lester Fuller habría de recuperar Louise para la banda sonora de You Can't Ration Love. Norman Taurog lo haría en el 53 en la de The Stooge. En esta segunda ocasión, Jerry Lewis y Dean Martin fueron sus intérpretes.

            También para la Paramount, antes de que acabe 1929, el siempre interesante Rouben Mamoulian dirigirá Aplauso, otra deliciosa amenidad que fue además una de las primeras en abordar un asunto frecuente en el género: la decadencia de una estrella. En aquella historia el ocaso era el de Kitty Darling, incorporada por Helen Morgan. What Wouldn't I Do For That Man, en la voz de miss Morgan, fue la canción de aquella cinta que con el correr del tiempo, cuando se popularizara el culto a la banda sonora, habría de recogerse en el álbum antológico Hollywood Story.

            La Universal, por su parte, se inicia en el musical con uno de los mejores ejemplos de los comienzos del género, un título de resonancias evidentes: El rey del jazz. John Murray Anderson es su realizador y John Boles, aunque muy lastrado por su experiencia anterior en la opereta, su protagonista. La opereta será una de las influencias de las que habrá de librarse este primer musical para encontrar una expresión auténticamente cinematográfica. Ello no resta interés a El rey del jazz. De su banda sonora destaca It Happened In Monterrey, de Mabel Wayne y Billy Rose que causó estragos en la voz de Boles, el favorito de las espectadoras.

            Los espectadores de aquel año 29 preferían a la mexicana Lupe Vélez, que amó o amaría a Gary Cooper, Johnny Weissmuller, Clark Gable y Ernest Hemingway. En aquellos días anteriores al New Deal, cuando la Gran Depresión se combatía con canciones, era dirigida por Griffith en La melodía del amor. En sus secuencias recreaba a Nanón del Rayón con una tristeza que ya dejaba entrever su suicidio del 48. Era Nanón una prostituta que cantaba con conmovedora tristeza Where Is the Song of Songs For Me?, original de Irving Berlin.

            El prodigio del sonoro no sólo se llevaba a Hollywood las canciones y los bailes de Broadway, también a muchas de sus estrellas. Ese fue el destino de Sophie Tucker, quien en 1929 se puso a las órdenes de Lloyd Bacon  para protagonizar Honky Tonk, donde entonaba He's a Good Man To Have Around.

            Un año después, también procedentes de Broadway, llegaban a Hollywood las hermanas Duncan -Rosetta y Vivian-, cuya experiencia vital fuera la inspiración de La melodía de Broadway. Las llevaba a California una colaboración con Sam Wood en la comedia musical It's A Great Life. En ella interpretaban con su gracia habitual I'm Following You!, de Dave Dreyer y Ballard MacDonald.

            Pero de cuantos arribaron a Hollywood desde Broadway en 1930, el mejor hallado fue Busby Berkeley. Acudió para organizar los números musicales de Eddie Cantor. Pero su destino apuntaba a cotas más altas: estaba llamado a ser el primer gran coreógrafo del cine estadounidense. Alguien muy sabio le definió como "un auténtico geómetra del musical". No exageraba.

            Todavía es ahora cuando las coreografías de Berkeley, auténticos caleidoscopios de bailarinas y coristas que ejercen un sublime magnetismo sobre el espectador, rezuman vistosidad y modernidad. Siempre desbordantes de dinamismo, de sus colaboraciones con diversos realizadores nacieron títulos de la talla de La calle 42 (Lloyd Bacon, 1933), Vampiresas (Mervyn LeRoy, 1933), Música y mujeres (Ray Enright, 1934) o Vampiresas de 1935, dirigida por el propio Berkeley. En todos los casos, la música y las canciones fueron obra de Al Dubin y Harry Warren.

            Además de la novedad del sonido, la coyuntura también es favorable a la vitalidad del musical. El crac del 29, el hundimiento de Wall Street y la subsiguiente Gran Depresión, crean en el público una mayor avidez de evasión. Los dramas de inquietud social, que se estrenaron con frecuencia al final del silente, van en franco retroceso frente a géneros tan evasivos como el musical y el terror, los más representativos del Hollywood de los años 30. Uno y otro son lo que el slapstick al mutismo.

            Fred Astaire y Ginger Rogers, a todas luces la imagen prístina del nacimiento del musical estadounidense, coincidieron por primera vez en Volando hacia Río de Janeiro (Thornton Freeland, 1933). Filme concebido a la mayor gloria de Dolores del Río, toda una estrella de estos comienzos del musical merced al éxito de Ramona (Edwin Carewe, 1928), no tenía más argumento que el preciso para la inclusión de los bailables. Ante este panorama, no es de extrañar que destacara en sus secuencias la mejor pareja de baile de toda la historia del cine, justamente homenajeada por Fellini en Ginger y Fred (1986).

            "Cuando estábamos juntos éramos dos engranajes de un mismo mecanismo, bastante perfecto y que funcionaba. Fuera del set, Fred era un hombre aburrido. Nada fabuloso. Insignificante. Poco comunicativo", afirmó Ginger en una entrevista concedida en 1973. Aunque 40 años antes ya había tiranteces entre ellos, la química que les unió en los bailes de Volando hacia Río de Janeiro, donde fueron poco más que figurantes, fue tanta que los responsables de la RKO decidieron poner en marcha La alegre divorciada (1934) y encomendarle su dirección a Mark Sandrich. El resultado fue toda una delicia en la que se incluían piezas como El continental de Magidson y Conrad o Noche y día, de Cole Porter. Puede que los espectadores de Broadway ya tararearan estas dos canciones, pero fue dentro de la banda sonora de La alegre divorciada donde el resto de los mortales conoció esas dos cumbres de la música popular estadounidense.

            Siempre a las órdenes de Sandrich, la colaboración entre la rutilante pero mal avenida pareja se prolongó en títulos como Sombrero de copa (1953), Sigamos a la flota (1936) o Amanda (1938). En dichas cintas, además de bailes prodigiosos, como el de la cubierta del buque de Sigamos a la flota, Fred Astaire y Ginger Rogers dieron a conocer al mundo entero canciones del calibre de In the Still of the Night, también de Porter, o Cheek to Cheek y Change Partners, de Irving Berlin.

            Cinematográficamente hablando, la pareja hizo que la cámara les siguiera en sus bailes, frente a todos esos musicales que, a imitación de Broadway, se habían desarrollado ante un tomavistas fijo. Dicho de otra manera, Fred Astaire y Ginger Rogers, bajo la brillante batuta de Sandrich, por supuesto, despojaron al musical de las técnicas de la revista, de los lastres de la opereta y del resto de las contaminaciones ajenas a la expresión auténticamente fílmica. Sus bailes no se habían visto con anterioridad en ningún escenario.

            Pero las desavenencias existentes entre la pareja por antonomasia del musical estadounidense, los deseos de Sandrich de marcharse a la Paramount y las dificultades financieras de la RKO acabaron separando a Fred Astaire y Ginger Rogers. Amanda (1938) fue la última gran cinta del trío, si incluimos también a Sandrich. Ginger y Fred -vaya por Fellini- aún habrían de coincidir en La historia de Irene Castel (H.C. Potter, 1939), un biopic sobre la pareja de bailarines formada por Vernon e Irene Castle a quienes los traductores españoles del título cambiaron el nombre por el "Castel" apuntado, y que la fatalidad les uniría de nuevo en el 49 en Vuelve a mí. La fatalidad, decimos bien, porque Cyd Charisse, quien debió ser la partenaire de Astaire en aquel filme, se vio imposibilitada tras sufrir una caída.

            Antes de la ruptura, Ginger Rogers tuvo tiempo de interpretar en Amanda otra canción que habría de perdurar: I Used To Be Colour Blind, de Irving Berlin.

            Sí señor, todo Hollywood cantaba aquellos días en un vano intento de exorcizar la Gran Depresión. A este lado del Atlántico, esas canciones habrían de dar a conocer la vitalidad del sonido de la Tin Pan Alley, área de Nueva York donde se encontraban los editores de música más importantes y nunca dejaban de sonar los pianos registrando melodías para Broadway.

            La RKO -ya en otro orden de cosas-, aún sin ser un gran estudio como la Metro, también jugó un papel determinante en la historia de la música en el cine desde otra perspectiva: la de las partituras escritas ex profeso para películas no musicales. Si se suscribe cierta opinión, más o menos generalizada, que considera a Max Steiner el padre de la banda sonora, la RKO fue la casa que posibilitó el alumbramiento.

            Austriaco de nacimiento, Viena le vio nacer en 1888 y tuvo su primer contacto con la música en un teatro de su ciudad natal, donde se representaban operetas de Offenbach, del que su abuelo era responsable. El mismo Steirner habría de escribir su primera opereta a la temprana edad de dieciséis abriles. No obstante su precocidad, aquella obra -La bella griega- le valió sus primeros aplausos. Instalado en Londres en 1914 como arreglista de musicales en el West End, cuando estalla la guerra es considerado un espía y se ve obligado a huir a Estados Unidos. Afincado en Nueva York, conoce tiempos de dificultad antes de emplearse en Broadway, orquestando musicales de George e Ira Gershwin y Jerome Kern.

            Como lo mejor de Broadway, Steiner llega a Hollywood con los micrófonos y las canciones. Corría 1929 cuando fue contratado para adaptar a la pantalla un célebre musical de los escenarios neoyorquinos -Río Rita-, del que había sido director musical. Pero, una vez en la RKO, su actividad tendría muy poco que ver con el género.

            King Kong (1933), la maravillosa versión de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack del mito de la bella y la bestia, es una película fundamental al menos desde tres aspectos. El primero sería el grito de Ann Darrow -incorporada por la inolvidable Fray Wray- cuando ve por primera vez al ser que tanto ha de amarla. El segundo, la vocación por los efectos especiales que los trucajes de Harry Redmond, su hijo y todos sus colaboradores despertaron en Ray Harryhausen, el futuro mago de la Dynamation. El tercero, y el que concierne a este texto, por la banda sonora de Steiner, a decir del estudioso Conrado Xalabarder, "una de las obras más impresionantes de su momento, cargada de sentido y expresividad".

            Antes de abandonar la RKO, de la que fue responsable del departamento musical entre 1932 y 1936, Steiner tuvo tiempo de musicalizar dos títulos de John Ford: La patrulla perdida (1934), una de las muestras más interesantes de ese cine del ejercito colonial en el desierto, y El delator (1934), la más celebrada cinta de exaltación irlandesa de Ford. Cabría también destacar, por lo particularmente entrañable que nos resulta el filme, su trabajo en La diosa de diosa de fuego (1935), un primer acercamiento a la Ayesha de H. Rider Haggard, Ella, "la que debe ser obedecida", obra de Lansing C. Holden e Irving Pichel

            Ya empleado en la Warner, además de la música distintiva de la casa, inició su colaboración con Michael Curtiz en las películas protagonizadas por Errol Flynn y Olivia de Havilland en La carga de la brigada ligera (1936). Pero si se dice que Max Steiner es el padre de la banda sonora, en gran medida se debe a su partitura de lo que Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) para la Metro. Con las mismas que condenamos esta cinta por su romántica visión del racismo y la esclavitud, hay que reconocer que es la primera banda sonora que se hace verdaderamente popular merced al tema de Tara.

            Musicalmente hablando son dos cintas de Victor Fleming las que cierran los años 30. Si el tema de Tara pone el punto y final al cine no musical, El mago de Oz, también del 39, hace otro tanto en lo que a ese primer auge del musical se refiere. No deja de ser chocante que Robert W. Stringer y George Bassman, los autores de la banda sonora, no figuren en los créditos. En cualquier caso Over the Rainbow, de Harold Arlen y Yip Harbug, en la voz de la candorosa Judy Garland -Dorothy Gale en aquella ocasión-, también cuenta entre las primeras canciones que el cine popularizó.

            En activo hasta 1965 y autor de la música de más de quinientas películas, de la basta producción de Steiner posterior a Lo que el viento se llevó -casi siempre caracteriza por una gran orquesta sinfónica con predominio de las cuerdas- habrá que dar noticia de las partituras escritas para El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), El motín del Caine (Edward Dmytryk, 1953) o Centauros del desierto (John Ford, 1956). Y por supuesto Casablanca (Michael Curtiz, 1943), aunque El tiempo pasará, la célebre canción que Sam (Dooley Wilson) tenía prohibido tocar, fue escrita por Herman Hupfield.

            "Trato los guiones como si fueran un libreto de ópera", solía decir Erich Wolfgang Korngold. El segundo de los músicos centroeuropeos que arribaron a Hollywood en los albores del sonoro -en 1935 para ser exactos-, fue mucho menos popular que Steiner y su filmografía mucho más reducida. Extendida a lo largo de sólo doce años, tras algunas adaptaciones se abrió con El capitán Blood (Michael Curtiz, 1935) y se cerró con Escape Me Never (Peter Godfrey y LeRoy Prinz, 1947). Hijo del imperio austrohúngaro, como Steiner -nació en Brno, hoy Chequia, en 1897- al igual que el "padre" de la banda sonora musicalizó a la perfección las aventuras de Errol Flynn y Olivia de Havilland. Robin de los bosques (Michael Curtiz, 1938) está considerada su obra maestra. De los ciento tres minutos que dura la cinta, setenta y tres de ellos tienen música incidental organizada en ocho temas diferentes. Los otros músicos destacan el sentido polifónico de la composición. Puede que fueran sus colegas quienes más alabaron el trabajo de Korngold, que tuvo en El halcón del mar (Michael Curtiz, 1943), otro de sus ejemplos más celebrados.

            Acaso debamos buscar el origen de la gravedad sinfónica del Hollywood clásico en la influencia que los músicos centroeuropeos, llegados a California en los años 30, ejercieron en el sonido de los diversos estudios. A la postre, la música, aunque en todos lo casos eminentemente sinfónica, como decimos, sería algo que acabaría diferenciándoles tanto como la dirección artística o los géneros en que se fueron especializando cada una de estas empresas.

            Completa el triunvirato rector de los compositores centroeuropeos el alemán Franz Waxman. Nacido en Silesia en 1906, aunque sus padres querían que fuera banquero siguiendo la tradición familiar, Waxman se inició como músico profesional en una orquesta de jazz berlinesa antes de entrar en la mítica UFA. Hebreo como era, cuando los nazis acabaron con la república de Weimar abandona Alemania siguiendo un periplo parecido al de Fritz Lang. De hecho, coincide con él en París y -en colaboración con Jean Lenoir- le escribe la partitura de Liliom (1933). Ya en Hollywood, contratado por la Universal, se hace notar con su primer trabajo, La novia de Frankenstein (James Whale, 1935). Llama la atención porque alumbra un tema para el monstruo y otro para la chica, lo que contribuye tanto a la definición de los personajes que se convertirá en canon durante mucho tiempo. Así, el Tema de Tara es una proyección de esta teoría aplicada a un decorado y, ya en 1965, el Tema de Lara de Doctor Zhivago, la más célebre composición de Maurice Jarre y una de las melodías del cine más famosas de todos los tiempos, será el mejor ejemplo del asunto.

            Pero no adelantemos acontecimientos. En 1935 es tan grande el aplauso que Waxman consigue con la partitura de La novia de Frankenstein que le catapulta al Parnaso del cine de terror y, por extensión, de intriga y de misterio. A él se deberán las músicas de maravillas como Muñecos infernales (Tod Browning, 1936) o El extraño caso del doctor Jeckyll (Victor Fleming, 1941). Un año antes ha colaborado por primera vez con Hitchcock en Rebeca. Suya es la música que acompaña la célebre voz en off de la señora de Winter al abrir la narración, aquel "Anoche soñé que regresaba a Manderley". Y mientras la cámara del maestro nos adentra por el camino del jardín abandonado en la mansión sombría, una música perturbadora y onírica nos envuelve. "A pesar de que no existe ningún disco que recoja la monumental partitura en su integridad, la revisión del filme permite apreciar el cuidado de Waxman puesto en cada escena. Los títulos de crédito ofrecen el inolvidable tema principal, que es el leitmotiv de la película", apunta Joan Padrol, historiador de la música cinematográfica. "Las escenas iniciales en el sur de Francia son modélicas en cuanto a su ilustración musical, ya que la partitura oscila entre el característico score de comedia y los temas románticos que acompañan los encuentros en el hotel y los paseos en coche". Sospecha (1941), El proceso Parradine (1947) y La ventana indiscreta (1954) serían las otras tres colaboraciones de Waxman con El mago del suspense.

            Tras aquel primer encuentro en el París que fue primera parada obligada de los exiliados del Reich, ya en Hollywood, Waxman escribió para Lang Furia (1936), otra de sus creaciones más sobresalientes. Otro huido del terror nazi, Billy Wilder, habría de proporcionar al músico la oportunidad de ganar su primer Oscar por la partitura de El crepúsculo de los dioses (1950), estatuilla que volvería a distinguirle al año siguiente por la de Un lugar en el sol, de George Stevens, otra de esas melodías que tanto habríamos de escuchar en el hilo musical de los hoteles y los restaurantes. Y en El crepúsculo de los dioses y Un lugar en el sol precisamente fue en las partituras en que Waxman mostró cierto interés por el jazz, siendo el primer músico de Hollywood en hacerlo.

            Siempre para Wilder, Waxman escribió las músicas de Traidor en el infierno (1952), Ariane (1955) y El héroe solitario (1956). Tan versátil como Steiner, ningún género le fue ajeno. Así musicalizó aventuras como La mujer pirata (Jacques Tourneur, 1951); peplums, Demetrius y los gladiadores (Delmer Daves, 1954); e incluso westerns, Pacto de honor (André de Toth, 1955).

            En ese mismo paquete inaugural de la banda sonora en el cine americano hay que incluir al ruso Dimitri Tiomkin. "Mucho más allá que un gran clásico de Hollywood, se convirtió en el músico más famoso de los años 50 gracias a su facilidad melódica para construir canciones inolvidables, siendo el iniciador de una tendencia que todavía continúa, al considerar éstas como una parte esencial para vender discos de bandas sonoras", apunta el escritor Luis Miguel Carmona en su Diccionario de compositores cinematográficos.

            No hay duda de que una de esas canciones inolvidables fue High Noon en la voz de Tex Ritter. Incluida en ese impresionante alegato contra la inquisición mccarthysta dirigido por Fred Zinnemann en 1952 con el título de Solo ante el peligro. Muchos años antes, en el 33 para ser exactos, Tiomkin había llegado a Hollywood para poner música a una primera versión en imagen real de Alicia en el país de las maravillas dirigida por Norman Z. McLeod.

            Nacido en Ucrania en 1894, el joven Dimitri fue estudiante de música en el conservatorio del San Petersburgo mitificado por la novelística rusa. La buena posición de la que gozaba su familia no fue óbice para que, concluida su formación, viviera como uno de los músicos bohemios que animaban entonces los cafés y las calles de la ciudad interpretando música estadounidense. Tras el triunfo e la revolución soviética se convierte en uno de esos pianistas que acompañaban las películas mudas. Habiendo desempeñado esta actividad durante algunos años, se traslada a Berlín y de allí a Estados Unidos. Fascinado con la obra de George Gershwin, Jerome Kern e Irving Berlin, la plana mayor de la música estadounidense, decide aprender jazz y emplearse como concertista de piano.

            Casado con la bailarina austriaca Albertina Rasch, cuando su esposa es contratada para supervisar en Hollywood el ballet de los recién nacidos musicales la acompaña a California y el cine le cautiva como lo hizo en su momento la música estadounidense.

             Su actividad se prolongaría a lo largo de treinta años. Entre sus primeros filmes cumple recordar La manos de Orlac (Karl Freund, 1935), donde se cuenta la historia del pianista aludido en el título. Habiendo perdido las manos en un accidente, le serán implantadas las de un asesino que le impulsarán inexorablemente al crimen, todo un clásico del cine de terror.

            Sin embargo, serán la vitalidad y el optimismo de Frank Capra los que en Horizontes perdidos (1937) procuren a Tiomkin su aplauso más temprano y más sonado. De esta creación nos dice Xalabarder en su Enciclopedia de las bandas sonoras: "Es una amplia partitura sinfónica con coros que le garantizó su continuidad en Hollywood". Todo el Capra que apoya con su optimismo ese New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt -Vive como quieras (1938), Caballero sin espada (1939), Juan Nadie (1941)- tiene en Tiomkin a su músico. Como también lo tendrá el posterior de ¡Qué bello es vivir! (1946).

            Como todos los compositores de la pantalla, Tiomkin fue un autort versátil al que ningún género le fue ajeno en sus treinta años largos de actividad. Pero si cabe, se mostró más brillante en el western y el bélico. Amén de Solo ante el peligro en el Oeste puso música a Duelo al sol (King Vidor, 1946) y los ríos de Howard Hawks -Río Rojo (1948), Río de sangre y Río Bravo (1959)- en este último, su canción My Rifle, My Pony and Me era interpretada por Dean Martin. En cuanto a las cintas de guerra que contaron con música de Tiomkin, habrá que dar noticia de Los cañones de Navarone (J. Lee Thompson, 1961).

Publicado el 31 de mayo de 2011 a las 14:15.

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Comentarios - 4

1 | Fernando Otero-Silvosa - 15/3/2012 - 03:18

Excelente narración histórica. Una ovación. Por lo menos, para todos lo que de una manera u otra, somos verdaderos apasionados del cine.
Muchas gracias por este resumen.

2 | Fernando Otero-Silvosa - 15/3/2012 - 03:21

3 | Fernando Otero-Silvosa (Web) - 15/3/2012 - 03:23

4 | Javier Memba (Web) - 16/3/2012 - 23:36

Muchas gracias a ti, Fernando, por tu interés. Me alegro de que te guste.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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