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El insolidario

Historia de cien años de música en el cine (IX)

Archivado en: Inéditos, cine, bandas sonoras, Historia de cien años de música en el cine.

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9. La decadencia y el resurgimiento

            "Los años setenta representaron, de forma global aunque no generalizada, el periodo más difícil para la partitura cinematográfica, y no tanto porque la calidad de las composiciones disminuyera, sino debido a la aparición de elementos totalmente ajenos a la esencia de esa música. Fueron las canciones (...), meramente comerciales, imperantes entre la juventud del momento, que hicieron que la banda sonora como aportación dramática a las películas perdiese preponderancia en beneficio de las ventas de éstas en disco", escribe Conrado Xalabarder.

            En efecto, carentes de ese equilibrio entre comercialidad y dramatismo -implicación en la narración del filme será mejor apuntar-, que Henry Mancini trazó con tino y brillo, las películas comenzaron a incluir un videoclip en el que, en un intento de emular el éxito de Mrs Robinson y Raindrops Keep Fallin' on My Head, la historia que se nos estaba contando se detenía para ilustrar la pieza que empezaba a sonar. Eran canciones que sí, estaban bien para tararear inconscientemente, sin recordar su título. Pero que no aportaban nada al filme, antes al contrario. Nada que ver con aquel Qué será que entonaba desesperada Josephine Conway McKenna (Doris Day) para salvar a su hijo Hank (Christopher Olsen) en la segunda versión de El hombre que sabía demasiado (Alfred Hitchcock, 1954).

            Jerry Fielding y Dave Grusin son algunos de los compositores del momento. Puede que el score de Cowboy de medianoche, en donde se combinaba una notable composición de John Barry con una canción tan popular como Everybody is talking de Harry Nilsson, fuera el último ejemplo de dicho equilibrio. A partir de entonces, la pantalla estadounidense se convierte en una suerte de hit parade que resquebrajó en más de una ocasión la perfecta simbiosis entre música y cine que venía dándose desde la imagen silente.

            Lo hizo en base a lo que Xalabarder tan acertadamente llama, "el ternurismo vendible" de las bandas sonoras de títulos como el ya referido Tal como éramos o Verano del 42 (Robert Mulligan, 1971). Fueron aquellos dos grandes éxitos del sentimiento fácil que durante muchos años condenarían, de cara a los cinéfilos y a los melómanos, a sus autores. Y en verdad que fue injusto, al menos en el caso de Legrand, un antiguo colaborador de Miles Davis antes de componer la banda sonora de Verano del 42, juzgarle por el mismo rasero que a Francis Lai, el precursor de toda esa sensiblería musical.

            Afortunadamente, no fue todo la ligereza de esas melodías tiernas concebidas no en base al filme, sino a las listas de éxitos. Una de las mejores bandas sonoras de los primeros años 70 es la de El exorcista (William Friedkin, 1973), debida a los talentos de Jack Nitzsche, David Borden, George Crumb, Hans Werner Henze, Mike Oldfiled, Krzysztof Penderecki y Anton Webern. Igual que la cinta en sí llevará al cine de terror de los vampiros a los endemoniados, su score -por decirlo de un modo gráfico- llevará la música de dicha pantalla de la consabida Tocata y fuga en re menor de Bach -todos los supuestos tenebrismos clásicos, léase-, a las sugerencias sonoras que empezarían a acompañar al miedo a partir de entonces.

            De alguna manera, sí que pude decirse que esta nueva línea en la música del terror en la pantalla dio comienzo con la nana que el malogrado músico polaco Krzysztof Komeda escribió para La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968). Como también puede decirse que ese nuevo terror de los endemoniados se inicia en dicha producción, en la que Rosemary Woodhouse (Mia Farrow) queda encinta del Príncipe de las Tinieblas.

            Mucho habría que hablar acerca de una cinta rodada en el célebre edificio Dakota de Nueva York. Inmueble que se dice maldito por los nigromantes que practicaron sus rituales en sus apartamentos, porque el perverso Charles Manson se la juró a Polanski por localizar allí los exteriores de La semilla del Diablo -yendo a asesinar brutalmente a Sharon Tate, la esposa del cineasta también en estado de buena esperanza, días después- y porque en su puerta, el plomo de Mark David Chapman, puso fin al destino de John Lennon. De hecho, en la prematura muerte de Komeda a consecuencia de un extraño accidente nada más terminar el rodaje, también ha querido verse una proyección del estigma del Dakota.

            Ya habrá tiempo y lugar para hablar del asunto con el detenimiento que se merece. Centrémonos de momento en la trascendencia que otro polaco incluido en el score de El exorcista, Krzysztof Penderecki, tendrá en la música del cine terror a partir de ahora. Un dato basta al respecto: suya será la partitura de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), una de las mejores muestras del género en los años venideros, así como la de Corazón salvaje (1990), una de las películas más celebradas de David Lynch.

            Jack Nitzsche, otro de los integrantes del paquete de El exorcista, será el responsable de cintas tan representativas de su tiempo como Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), Blue Collar (1978) y Hardcore, un mundo oculto (1979), ambas de Paul Schrader. Lástima que también lo sea de una horterada del calibre de Up Where We Belong, tema central de la abominable Oficial y caballero (Taylor Hackford, 1982).

            Por su parte, el alemán Hans Werner Henze, proveniente del cine europeo, ya había colaborado con Alain Resnais en Muriel ou Le Temps d' un retour (1963) y con Volver Schlöndorff -El joven Torless (1966)-. Con aquél volvería a trabajar en El amor ha muerto (1984), con Schlöndorff lo haría en El honor perdido de Katharina Blum (1975) y Un amor de Swann (1983), la imposible adaptación del primer tomo de En busca del tiempo perdido.

            Aunque las aportaciones de Anton Webern a la música fílmica se reducirán a poco más que la de El exorcista y la de Mike Oldfield, aunque prolongada hasta nuestros días, no volverá a registrar ningún score de la categoría de ese fragmento del Tubular Bells incluido en la cinta de Friedkin, es indiscutible la trascendencia que la banda sonora de esta película tendrá no sólo en el cine de terror, sino en toda la música de la gran pantalla venidera.

            Muy distinto es el caso de la execrable Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977). Si bien como película puede tener cierto interés testimonial, pues da cuenta de cómo cierta juventud empezaba a alienarse voluntariamente los fines de semana en las discotecas, musicalmente hablando hay que decir que la creación de los hermanos Gibb es la banda sonora más censurable de toda la historia del cine. Podemos y debemos criticarla como amantes del rock y del jazz por el desdén que nos inspira la vacuidad de la música disco, que en aquellos días causaba sensación en las pistas de baile. Como cinéfilos, también podemos y debemos criticarla porque es la máxima expresión de esa canción fácil a la que aludimos. De hecho, vendió quince millones de discos, y se mantuvo durante la primera mitad de 1978 en el número uno de los álbumes más vendidos, distinción que también ocuparon en sus respectivas listas varios sencillos. Pero ni eso, ni los diversos premios Grammy obtenidos, harán que la apreciemos en lo más mínimo, ni como adoradores del cine ni como amantes de la música con sentimiento. Seguro que significa algo que esta la abominación de los Bee Gees llamase más la atención de los comentaristas radiofónicos que de la crítica cinematográfica.

            Mediados los años 70, del exceso del romanticismo alemán, polifonías y demás grandilocuencias de la banda sonora de antaño se había pasado al defecto, o al exceso de superficialidad, sensiblería y canciones fáciles. Eso era lo que había cuando irrumpió con sus fanfarrias John Williams.

            Antiguo pianista de la orquesta de Henry Mancini, el hombre que habría de devolver a la banda sonora su grandilocuencia pretérita, nació en Nueva York en 1932. Sus primeras noticias musicales se remontan a los arreglos de algunas marchas realizados mientras cumplía con sus obligaciones militares. Tras alguna experiencia como pianista en los clubes de jazz de su ciudad natal, regresa a Los Ángeles, donde ya había residido algún tiempo junto a su familia, como pianista de la orquesta de la Columbia. Ya metido en el cine, tiene oportunidad de tratar a Bernard Hermann, Alfred Newman y Franz Waxman, junto con Erich Wolfgang Korngold sus músicos favoritos de la pantalla. Y es que Williams, al igual que Steven Spielberg y George Lucas, dos de los cineastas con los que colaborará con mayor frecuencia, es un auténtico cinéfilo enamorado del Hollywood clásico, acaso el primero en serlo de los compositores de la gran pantalla.

            Sin embargo, sus primeras creaciones habrían de ser para la pequeña. En efecto, desde 1952, el músico trabaja para algunas series televisivas, que ya le valen un par de premios Emmy. Contratado por la 20th Century Fox, entre sus primeras partituras para el cine cuenta la de Cómo robar un millón y... (1966), la simpática comedia de William Wyler que quizás hubiera debido musicalizar Mancini, como tantas otras delicias protagonizadas por Audrey Hepburn.

            En cualquier caso, habida cuenta de su grandilocuencia, Williams -tras haber ganado su primera estatuilla en 1971 por la adaptación musical de El violinista en el tejado- comienza a destacar a principios de los años 70, cuando el cine de catástrofes se enseñorea de la pantalla. Suyas son las bandas de algunos de los mejores ejemplos de este dudoso subgénero -La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972), El coloso en llamas (John Guillermin, 1974) y Terremoto (Mark Robson, 1974)-, no obstante muy dado a cierta épica musical.

            Hasta cierto punto, Tiburón (1975), la segunda colaboración de Williams y Spielberg tras Loca evasión el año anterior, también puede entenderse como una película de catástrofes, pues eso es lo que provoca el descomunal depredador en la apacible playa de Amity. Pero también puede serlo de terror, lo que nos llevaría a abundar en ese papel determinante jugado por nuestro querido cine de miedo en la salvaguarda de la calidad de la música fílmica en los años de Fiebre del sábado noche. En cualquier caso, el score de Tiburón, "cuyas notas de cuerda, recicladas de Bernard Hermann y que sugieren el ataque del escualo, causaron un auténtica sensación" (Luis Miguel Carmona), merecerá a Williams su primer oscar a la música original y el aplauso del gran público. Porque, contra todo pronóstico, el hombre que habría de devolver la música en la pantalla a las grandilocuencias, también habría de ser uno de los grandes vendedores de vinilos de bandas sonoras.

            Tras una colaboración con Hitchcock en la última cinta del maestro británico -La trama (1976)-, llega La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977), otra de sus grandes creaciones. En ella, recuperando las formas del Hollywood clásico, vuelve a ganarse el favor de crítica y público. Con las correspondientes variaciones para cada nueva entrega, el tema principal se mantendrá a lo largo de toda la serie.

            Convertido en el músico por antonomasia de todas las superproducciones que también quieren rehabilitar las épicas de las pantallas pretéritas -en mayor o menor medida la evolución de la banda sonora siempre es análoga a la de la pantalla misma-, Richard Donner le encarga la partitura de Superman (1978), que habrá de ser la segunda de las bandas sonoras más populares de Williams y también origen de una saga. Cierra la triada -trilogía no es porque se trata de obras sin ninguna conexión entre sí-, En busca del arca pérdida (1980), un nuevo trabajo para Spielberg, con quien nunca ha dejado de colaborar. Entre aplausos y estatuillas -es uno de los técnicos más oscarizados de la historia del cine-, la carrera de Williams proseguirá hasta el momento de escribir estas líneas.

            Mientras las enfáticas músicas del antiguo pianista de Mancini predisponían a las audiencias para la admiración de los héroes que evolucionaban en la cinta bajo sus compases, hay más compositores empeñados en la misma empresa. Otro neoyorquino, Bill Conti, es por derecho propio uno de ellos. Aunque ya cuentan en su haber cintas tan notables como Próxima parada Greenwich Village (Paul Mazursky, 1976), será con Rocky (John G. Avildsen, 1976) -también origen de una serie que viene a demostrar el agotamiento que empieza a padecer Hollywood- con la que Conti gane el favor del público, que también compra sus discos.

            Otro de los músicos de este momento es Stanley Myers. Aunque concibe sus primeras partituras a imitación de los ritmos más sincopados de Mancini y Bacharach será una composición mucho más melancólica y sosegada la que llame la atención de Michael Cimino, quien a la postre le catapultará al parnaso que nos ocupa al encomendarle el score de El cazador (1978). Se trata de una pieza para guitarra incluida en la banda sonora de El precio de amar (Eric Till, 1970), un drama romántico con un asunto criminal de fondo. Cavatina, el tema en cuestión, cautiva tan poderosamente a Cimino que decide incluirlo en la banda sonora de El cazador, su interesantísimo acercamiento al conflicto vietnamita. Todavía es ahora cuando Cavatina, tema en verdad evocador, forma parte de las selecciones de chill out.

            Compositor en verdad ecléctico, en la siguiente década destaca en sus colaboraciones con el inglés Stephen Frears, para quien escribe las músicas de Mi hermosa lavandería (1985). Sammy y Rosie se lo montan (1987) y Ábrete de orejas, del mismo año.

            La innovación a la entrada en los años 80 viene marcada por el griego Vangelis. Aunque Evangelos Odyssey Papathanassiou, tal es su verdadero nombre, procedía del mundo del pop -fue el creador de los primeros ejemplos de esta música en Grecia- no devolvió la música cinematográfica a esas canciones que a la larga acabaron siendo tan perniciosas diez años atrás.

            Pianista tan precoz como es menester, ofrece sus primeros conciertos en el Volos que le vio nacer en 1943, cuando sólo cuenta seis abriles. Corre 1958 cuando ingresa en el grupo Formix y en 1967, tras el golpe de estado que encierra a Theodroakis, se exilia en París donde forma Aphrodite's Child junto al vocalista Demis Roussos y un par de compatriotas. Disuelto el grupo a comienzos de la siguiente década, Vangelis, misántropo y enigmático, se instalada en Londres y se recluye en un estudio de grabación para alumbrar sus composiciones, que suelen interpretar artistas italianos: Claudio Baglioni, Richard Cocciante, Milva...

            Aunque sus primeros trabajos para el cine los lleva a cabo en su Grecia natal -O adelfos mou... o trohonomos (Filippos Fylaktos, 1963), 5.000 psemmata (Giorgos Konstadinou, 1966), To prosopo tis Medousas (Mikos Koundouros, 1967)- da el salto a la pantalla internacional con una producción francesa, Sex power (Henri Chapier, 1970). Muy reclamado por Frédéric Rossif -El Apocalipsis de los animales (1972) La fiesta salvaje (1976)- y otros prestigiosos documentalistas, las partituras de Vangelis se suceden en las pantallas de Francia, Italia, Inglaterra e incluso España, donde firma el score de Mater amatísima (José Antonio Salgot, 1980).

            Un año después, la composición que escribe para Carros de fuego, de Hugh Hudson, le vale el Oscar a la Mejor Banda Sonora y le catapulta a ese parnaso de las bandas sonoras al que nos referimos. Con el teclista griego, el mago de los sintetizadores, también entra en dicho limbo algo impreciso entre la música electrónica y la new age. Sea como fuere, llegan los scores de cintas tan aplaudidas como Desaparecido (Costa-Gavras, 1982), Blade Runner (Ridely Scott, 1982), a nuestro juicio su mejor trabajo.

            Durante los años 80 aún operan algunos de los grandes maestros, tales son los casos de Jerry Goldsmith y Elmer Bernstein. Pero a falta de cintas a la altura de su prestigio, aquél se verá obligado a musicalizar desatinos del jaez de Acorralado II parte (George P. Cosmatos, 1985) en tanto que Bernstein lo hace en Aterriza como puedas II (Ken Finkleman, 1982). Si señor, aunque algunos aún siguen trabajando, el tiempo de los grandes de otras épocas ya ha pasado.

            En la pantalla de los años 80, la batuta -nunca mejor dicho- la llevan músicos como Dave Grusin en sus distintos trabajos para Sydney Pollack, o John Barry que, lejano ya su sonido Bond, sorprende en Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981) y Memorias de África (1985), también de Pollack. El japonés Ryuichi Sakamato hace una encomiable adaptación de la música de su país a la sonoridad occidental en Feliz Navidad Mr Lawrence (1983), dando lo mejor de sí en El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987). El realizador italiano volverá a reclamarle para la partitura de El cielo protector (1990) y El pequeño Buda (1993).

            Michael Nyman se dio a conocer en sus trabajos para Peter Greenaway: El contrato del dibujante (1982), Conspiración de mujeres (1988), El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (1989). Ante la reducida distribución de las cintas de este realizador inglés, habría de ser a raíz del estreno de El Piano (1993) su colaboración con la neozelandesa Jane Campion, cuando empezara a decirse que Nyman había introducido el minimalismo en la música cinematográfica. El compositor se expresaba en estos términos: "Dado que Ada -el personaje protagonista- no habla, el piano no sólo tiene el habitual papel expresivo, sino que se convierte en sustituto de su voz. El sonido del piano es el de su personalidad, su estado de humor, sus expresiones, su forma de comunicarse, su lenguaje corporal".

            Minimalista o no, en 1993 las bandas sonoras ya abandonaban el vinilo y empezaban a ser registradas en el entonces moderno CD.

Publicado el 4 de agosto de 2011 a las 16:00.

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Comentarios - 10

1 | Cris (Web) - 04/8/2011 - 18:06

Me parece muy interesante este trabajo recopilatorio y una gran aportación. Me encanta y estoy reviviendo momentos muy emotivos de la mano de este blog. Felicidades. ViniloBCN, Authentic Vinilovers.

2 | jesus - 04/8/2011 - 21:12

El tipo que ha escrito esto demuestra no tener ni la mas minima idea de musica ni de armonias ni de gusto musical . Decir de los Bee gees lo que usted ha dicho solo demuestra que usted es una persona anclada en los estereotipos y prejuicios de una generacion acomplejada e intolerante con los gustos musicales que no son los suyos. Le aconsejaria escuchar un poco mas a los hermanos gibb, no hablar en plural como si usted (y los suyos) estuvieran en posesion de la verdad, y respetar un poco mas a todos aquellos que tras rasgarse las vestiduras con la musica de los bee gees en los setenta despues tuvieron que quitarse el sobrero ante su genialidad (bono de u2 , el lider de oasis...etc)

3 | Javier Memba (Web) - 05/8/2011 - 13:06

Muchas gracias, Cris, por tus elogios. Me alegro de que te guste mi blog.
Jesús: No acabo de entender la relación entre la tolerancia y los gustos musicales a la que usted se refiere. Se me antoja como la célebre comparación de la velocidad con el tocino. En cualquier caso, como amante del rock & roll que soy desde que tengo uso de razón, aún recuerdo los días en que ser "rocker" era motivo de sospecha para la policía y el rock, en general, no era más que "ruido" para quienes no habían perdido el corazón por él. Por otro lado, la prueba irrefutable de la simpleza de música de los Bee Gees es su popularidad. De ahí que venideran los millones de discos que vendieron. Nada complejo llega a ser popular. Que usted pretenda que a quienes no nos gustan los hermanos Gibb -ni Bono ni U2-no entendemos de música, es otra cosa. Pero también se antoja muy alejada de esa tolerancia a la que se refiere. Me considero un buen aficionado a ella. Si no estoy escribiendo o concentrado de alguna otra manera siempre tengo alguna de fondo. Ahora, muy a menudo, jazz. Con tanto amor al rock no empecé a entenderlo hasta los cuarenta y tantos años. Pero cuando voy a ver una película, me parece censurable que la narración se detenga para que se nos enjarete una canción de cualquiera, pero especialmente de los Bee Gees o de cualquier formación o artista que no me guste. No hablo en plural, escribo en mayestático en base a una licencia literaria que, eso sí, obedece a un complejo. El buen entendedor sabrá enteder cuál es. Pero no pretendo ser la voz de nadie. Antes muerto que gregario. Parece que no se ha fijado usted en el nombre de mi blog.

4 | Jose Luis - 06/8/2011 - 13:22

La bso de blade runner acompaña magistralmente a la película, que no sería ella misma sin ese fondo o viceversa dado que es perfecta para escuchar.
Parece mentira qu habiendo hecho canciones cuasi infantiles como el Babylon en Aphrodite´s alcance esa plenitud.
en cuanto a los Gibb son buenos músicos y unos autéticos camaleones de la música en sus diferentes épocas pero a la inversa de Aphrodite´s evolucionaron a lo puramente comercial (mejor para su bolsa), pero para gustos están los "acordes"

5 | jesus - 09/8/2011 - 16:12

Me reafirmo palabra por palabra en lo dicho anteriormente. Soy pianista de un grupo de rock progresivo y conceptual mi musica no tiene nada que ver con la de los hermanos Gibb y no por eso dejo de reconocer su inmenso talento, ¿donde esta la prueba de que su popularidad demuestre su simpleza?, lo unico que se demuestra aqui es sus prejuicios anclados en el pasado y desde la mas absoluta ignorancia de la musica de los Gibb. A nadie que sepa lo que es una buena armonia vocal, unos perfectos arreglos y unas composiciones cuidadas puede pasarsele por alto la genialidad de los Gibb aunque no comparta su musica. Son millones las personas que en su dia se quedaron con la superficialidad de las lentejuelas , falsetes y pelos largos de los bee gees y con el tiempo han sabido rectificar (tambien ocurrio con abba y con tantos otro que los puristas de turno, los politicamente correctos y aquellos que creian estar en posesion de la verdad denostaron). Los bee gees no le gustaran A USTED, pero lo que usted no puede decir es que ni son simples ni son faltos de calidad ni son todo lo que usted dice que son, porque la opinion generalizada de los criticos , y la impresion mas comunmente aceptada de forma casi unanime entre quienes realmente saben de musica es justito todo lo contrario a lo que usted dice

6 | jesus - 09/8/2011 - 16:15

Y una ultima cosa....nada complejo llega a ser popular, por lo tanto todo lo que que es complejo , y todo lo que es popular (que es lo que le gusta a usted) debe ser falto de calidad porque lo dice usted ¿no?. es decir...Dark side of the moon uno de los albumes mas vendidos de la historia , de Pink Floyd es superficial? ¿no es complejo?...Odessa, album de los bee gees considerado una de las obras maestras del rock sinfonico grabado en el 68 es superficial?...¿tambien lo es el sargent peppers de los beatles?.....por favor.

7 | Gabriel Adán - 16/8/2011 - 23:12

Estimado Memba:

Creo que lo que el señor Jesús no acaba por entender es que no se está hablando sobre la apreciación de un grupo o artista, sino sobre el uso certero dentro de un filme. Independientemente de la calidad de la música de manera independiente (misma que puede cuestionarse libremente sin satanizar tales juicios de valor, como lo hace el señor Jesús), en una película la música debe estar al servicio de la imagen, y no a la inversa. La música debe ser información agregada, no un mero ornamento. El problema con la música de los Bee Gees usada en Saturday Night Fever es que reduce las posibilidades comunicativas del cine, para satisfacer intereses meramente mercenarios.

Ejemplos del uso acertivo de la música en cine hay varios... Espero no errar, pero puede nombrarse el trabajo de Lynch en Mullholand Drive.

Gracias

8 | Gabriel Adán - 16/8/2011 - 23:14

Por Cierto:

lamento los errores en la repetición de algunas palabras. El tiempo me apremió, como es de verse

9 | Miguel Angel Villanueva - 17/8/2011 - 02:42

El problema que tiene el señor Gabriel Adán y el autor del blog es que o no controlan el inglés o no se han molestado en mirar las letras de las canciones. La letra de las canciones de los Gibb se corresponde con lo que se ve en la pantalla cuando suenan y si de algo pecan en exceso es de sentimiento. El autor del post se ha limitado ha recoger viejas cantinelas, que hace ya muchos años quedaron en el olvido, sin dar ninguna razón objetiva del comentario que hace.

10 | Javier Memba (Web) - 18/8/2011 - 22:39

Me parece muy bien que les gusten a ustedes tanto los Bee Gees. A mí dejaron de hacerlo en "Massachusetts", un "single" que regalaron siendo un niño, hace unos cuarenta y cinco años. En cualquier caso, esto es un blog cinéfilo y, como señala Gabriel Adán, yo lo que critico es que "Fiebre del sábado noche" se detenga para que escuchemos, porgo por caso, "How Deep Is Your Love", aunque la profundidad del amor aludida sea la que arde en los personajes que John Badham nos está mostrando. Es como esas películas en que la voz en "off" nos repite lo que ya estamos viendo en ese mismo momento. En el mejor de los casos es una redundancia; en el peor, una falta del más mínimo rigor narrativo. De hecho, cinematográficamente hablando, "Fiebre del sábado noche" hoy ha quedado tan olvidada como fue aplaudida en su momento. No es ése el caso de "Grease", rodada al hilo del éxito de Travolta en "Fiebre del sábado...", hoy un título mítico. Las amonías de los Bee Gees pueden ser gloria bendita. Es más, la música puede ser todo lo buena que ustedes quieran. Pero en el cine ha de estar siempre supeditada a la imagen: los violines que subrayan el beso, la fanfarria que potencia la cabalgada o la entrada en combate. Que la imagen se altere atendiendo a la música es como si están ustedes en un concierto de los Bee Gees y de repente bajan el sonido y empiezan a proyectar una película.
Vamos ahora con lo del rock progresivo.
Yo creo que si hablamos de rock progresivo hay que referirse a Soft Machine. Y si hablamos de Pink Floyd, unas de mis formaciones favoritas desde comienzos de los años 70, al que va de "The Piper at the Gates of Dawn" -es decir, su primer álbum con el gran Syd Barret-,al "Oscured by Clouds". No quiero apuntar con esto que desprecie la discografía posterior. Instisto, toda ella forma parte de lo más íntimo de mi ser, de la banda sonora de mi vida. Lo que sostengo es que es el Pink Floyd más comercial. Yo mismo me inicié en su universo con el "Dark Side of the Moon". Pero, a medida que me fui adentrando en él, descubrí con placer que el "Atom Heart Mother" o el "Unmaguma" estaban infinitamente más elaborados. No hay duda de que por eso no estuvieron bailándose durante más de diez años en las discotecas, como el "Money" y el "Us and Them", por citar dos de los temas estrella del "Dark..."
En cuanto al "Sgt. Pepper's...", el primer álbum que atesoré, no tengo más que elogios por toda la emoción que me ha proporcionado en los cuarenta años que llevo escuchándolo. Si llego a ello, puedo jurarles que cuando cumpla sesenta y cuatro años escucharé "When I'm Sixty-Four". Pero eso no quiere decir que sea un álbum elaborado. Su genialidad radica en su sencillez. Ésa es la magia de The Beatles. Por eso han sido los mayores introductores en el rock de toda la historia, porque son comprensibles para cualquiera. Por un procedimiento parecido, Beethoven ha sido el mayor introductor en la música clásica -se antoja dificil que alguien empezara escuchando "El pájaro de fuego" de Stravinski- y Louis Armstrong en el jazz -también se imagina complicando que nadie empezara con el "be-bop" de Charlie Parker-. El 67, el del "Sgt. Pepper's", fue un año buenísimo para el rock. Ahí van tres álbumes más elaborados que la obra maestra de The Beatles: "Disraeli Gears" de Cream, "Surrealistic Pillow" de Jefferson Airplane y "Axis: Bold As Love", de The Jimi Hendrix Experience. Insisto, que esto no quiere decir que menoscabe en modo alguno me queridísmo "Sgt. Pepper's". Pero por qué está elaborado, ¿por qué tiene muchos efectos sonoros?
Vamos ahora con la nueva visión de Abba. Como ustedes sabrán, el paso del tiempo dulcifica las cosas y lo que antaño fue una horterada -calculo que ése será el prejuicio mío al que ustedes se refieren- deja de serlo. "Cuéntame", cuando la cantaban los Fórmula V, era una horterada pura y dura. Ahora ya ven, la nostalgia de los días en que se escuchaba la convertido en algo así como el tema principal de la memoria colectiva. Con Abba, que indudablemente tendrá más calidad musical, ha pasado algo muy parecido. Para mí, que el rock fue una actitud, una manera de vivir, hasta que con cuarenta y tantos años me di cuenta que no podía seguir ejerciendo, Abba me siguen pareciendo tan horteras ahora como entonces. Si eso, que no es más que una opinión, ustedes lo consideran un prejuicio. Pues sí, lo tengo. Qué le vamos hacer.
Vamos ahora con lo popular. A mí no me interesa nada que lo sea. Como decía Juan Ramón Jiménez, a la minoría siempre.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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-Unas palabras sobre La torre de los siete jorobados

-50 años de la Nouvelle Vague en Días de cine

-David Lynch, el onirismo de la modernidad en Radio 3

-Unas palabras sobre Casablanca en Telemadrid

-Unas palabras sobre Tintín en Cuatro TV

 

 

ALGUNOS ARTÍCULOS:

Malditos, heterodoxos y alucinados de la gran pantalla

Nuevos momentos estelares de la humanidad

Chicas yeyés

Chicas de ayer

Prólogo al nº 4 de la revista "Flamme" de la Universidad de Limoges

Destinos literarios

Sobre La naranja mecánica

Mi tributo al gran Chris Marker

El otro Borau

Bohemia del 89

Unos apuntes sobre las distopías

Elogio de Richard Matheson

En memoria de Bernadette Lafont

Homenaje al gran Jean-Pierre Melville

Los amores de Édith

Unos apuntes sobre La reina Margot

Tributo a Yasujiro Ozu con motivo del 50 aniversario de su fallecimiento

Muere Henry Miller

Unos apuntes sobre dos cintas actuales

Las legendarias chicas de los Stones

Unos apuntes sobre el "peplum"

El cine soviético del deshielo

El operador que nos devolvió el blanco y negro

Más real que Homeland

El cine de la Gran Guerra

Del porno a la pantalla comercial

Formentera cinema

Edward Hopper en estado puro

El cine de terror de los años 70

Mi tributo a Lauren Bacall

Mi tributo a Jean Renoir

Una entrevista a Lee Child

Una entrevista a William McLivanney 

Novelistas japonesas

Treinta años de Malevaje

Las grandes rediciones del cómic franco-belga

El estigma de La campana del infierno

Una reedición de Dalton Trumbo

75 años de un canto a la esperanza

Un siglo de El nacimiento de una nación

60 años de Semilla de maldad

Sobre las adaptaciones de Vicente Aranda

Regreso al futuro, treinta años después 

La otra cabeza de Murnau

Un tributo a las actrices de mi adolescencia

Cineastas españoles en Francia

El primer surrealista

La traba como materia literaria

La ilustración infantil de los años 70

Una exposición sobre la UFA

La musa de John Ford

Los icebergs de Jorge Fin

Un recorrido por los cineastas/novelistas -y viceversa-

Ettore Scola

Mi tributo a Jacques Rivette

Una película a la altura de la novela en que se basa

Mi tributo a James Cagney en el trigésimo aniversario de su fallecimiento

Recordando a Audrey Hepburn

El rey de los mamporros

Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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