Recordando a Patty Shepard
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Bajo el nombre de brandy, bebí mucho coñac soñando a dos mujeres: Nico y Patty Shepard. Aquélla, la bella colaboradora de la Velvet Underground, fue la protagonista de un mítico anuncio de mi adolescencia de Centenario Terry -parece ser que dirigido por Leopoldo Pomés- en el que trotaba sobre un caballo blanco por un paraje idílico. Las maravillosas piernas de la alemana se veían más que el animal. "Cuando sea mayor beberé coñac", me dije entonces por un procedimiento parecido al que William Burroughs, también de niño, se prometió su toxicomanía para la vida adulta.
No esperé a ser mayor para beber coñac. Es más, puede que incluso me hiciera un verdadero adulto cuando dejé de beberlo. Muchos años antes, en 1988, tuve oportunidad de escribir sobre Nico por primera vez con motivo de su fallecimiento en Ibiza. La autora de Chelsea Girl iba a comprar marihuana en bicicleta, también parece ser, cuando La Parca se la llevó.
Sobre Patty Shepard, la otra mujer por la que bebí mucho coñac, escribo ahora por primera vez. La asocio al brandy porque el primer gran éxito de su actividad como modelo publicitaria fue un memorable anuncio de Fundador dirigido por José Luis Borau. Junto a los discos sorpresa de esta misma marca, aquel spot hoy consta entre lo más granado del imaginario de la nostalgia colectiva de los años 60.
Nacida en Greenville (Carolina del Sur) en 1945, llegó a España en 1963 con el objeto de matricularse en la madrileña facultad Filosofía y Letras. Pero estaba escrito que aquel viaje de estudios fuese el destino inexorable de su vida. El magnetismo que ejerció sobre los tomavistas de los publicistas españoles y su matrimonio con el actor Manuel de Blas la hicieron echar raíces entre nosotros.
La belleza de aquella Patty temprana, además de singular para el canon español, era oscilante. Así, en una misma mirada podía pasar de la inocencia a la perversión. Es decir, sintetizaba en sí misma el verdadero sentido de la magia, que no existe sin horror y viceversa. Nada más lógico, por lo tanto, que acabara convertida en la gran musa del fantaterror patrio.
Antes de aquella gloria, que aunque la convirtió en un mito entre los aficionados al género no guarda correspondencia con sus éxitos como modelo publicitaria ni con la estrella que cabía augurarla ante su atractivo oscilante y singular, Patty fue uno de los rostros más populares de los anuncios -que aún se les llamaba- de la televisión de los años 60.
Fue precisamente esta dignidad la que ella misma parodió en su creación de la Patty -no en vano homónima- de Un, dos, tres, al escondite inglés (1969), el debut en la realización de Iván Zulueta. Tutelado por José Luis Borau y en la estela del Richard Lester que filmaba a The Beatles, fue aquel un acercamiento al pop y a la modernidad televisiva que tuvo en la antigua chica Fundador uno de los mejores ejemplos. Pues ese segundo recorrido de la actriz estadounidense -cronológicamente el primero, anterior al del fantaterror- que la lleva a la memoria colectiva del siglo XX español, comienza cuando esos spots televisivos la convierten en una de las bellezas más prominentes de los años 60. Es entonces cuando su singular atractivo deja de ser foráneo y se convierte en algo propio y cercano por su constante presencia.
Son pocas las modelos que triunfan en el cine y Patty Shepard no fue la excepción de esta regla. Bien es cierto que entre 1965 y 1974 rodó varios títulos por año. Pero, a tenor de su belleza, su estrella debió brillar en Hollywood y lo hizo en el Oeste almeriense. En el fantaterror nacional entró como un chicha yeyé de la mano de Tulio Demicheli y Hugo Fregonese en Los monstruos del terror (1969). La afición la venera especialmente en su creación de la condesa Wandesa Párvula de Nadasdy de La noche de Walpurgis (León Klimowsky, 1971).
Yo me quedó con sus maestras, en el lado lánguido del espectro de su hermosura. Hubo dos, la de Sumario sangriento de la pequeña Estefanía (1972), un gialllo canónico de Tonino Valerii, y la Mary de La tumba de la isla maldita (Julio Salvador, 1973).
Ambos personajes entran de lleno en ese cine al que ya me he referido con anterioridad en esta bitácora. Una pantalla que, al carecer prácticamente de dirección artística, ahora resulta un documento de una fidelidad asombrosa de las estampas de los años 70. Entonces beber coñac era cosa de hombres y la gran Patty, un modelo de belleza. Un mundo que fue el mío y sigo amando tanto que pone a cualquier película que me devuelve a él por encima de cualquier otra consideración.
Ya he hablado aquí de otras actrices que sintetizan el prototipo de las chicas de mi época: Catherine Spaak, Mimsy Famer, la maravillosa Carole André. A excepción de la de Catherine -y con mucha manga ancha, claro- puede decirse que la estrella de ninguna de ellas brilló tanto como su encanto merecía. De ordinario trabajaron en las pantallas de géneros italiana o en la española. Raramente llegaron más allá de aquel cine de la Europa de las coproducciones.
Empiezo a pensar que ese apego de su belleza a la hermosura real de aquellos días pretéritos obró en contra del despuntar de su estrella. Sabido es que el firmamento fílmico es más dado a las musas que se antojan inalcanzables al común de los mortales que a las representantes de esa gracia de todos los días. No hay duda, ese apego a lo cotidiano fue el motivo del delimitado brillo de su estrella.
Publicado el 8 de diciembre de 2011 a las 16:00.