La esfinge de los hielos
Me tiembla el pulso al venir a denostar a uno mis autores favoritos desde que sé leer: el Julio Verne que ya admiraba en las lecturas de mi infancia en aquellas ediciones de la Colección Historias, de la queridísima Editorial Bruguera, con 250 ilustraciones. Un capitán de quince años, A través de la estepa o El faro del fin del mundo fueron algunas de aquellas delicias que me cautivaron cuando empezaba a leer.
Por eso, ahora me apena apuntar que la única gracia que encontré a La esfinge de los hielos en mi lectura de julio de 2001 fue precisamente lo que me atrajo de ella: estar basada en Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe. Siempre le pido a un texto algo más que lo que me magnetiza de él. Pero en este viaje extraordinario de Verne sólo encontré la más tediosa de las novelas que he tenido oportunidad de leer hasta ahora del francés.
También queda patente en estas páginas lo obsoleto de las traducciones de mi colección, un supuesto facsímile de una de las primeras ediciones españolas de los Viajes Extraordinarios que adquirí en 1987. Prodiga en alusiones como "su padre de usted" y otras de idéntico tenor, tal vez sea ese español antiguo de la versión la prueba irrefutable de la autenticidad de facsímile.
En cualquier caso, siendo La esfinge de los hielos un homenaje a Edgar Allan Poe -a quien muy probablemente Verne leyó en las míticas traducciones de Baudelaire-, el tributo va mucho más allá de la dedicatoria que abre estas páginas. Su argumento es la continuación del de Poe.
Interrumpido el asunto del norteamericano cuando su protagonista ve la esfinge de los hielos a la que alude el título del francés, Verne comienza su relato en las islas Kerguelen.
El narrador es un hombre que espera ser embarcado en el lugar en cuestión para regresar a su país: Estados Unidos. Pese a que, según la costumbre de la época todos los mercantes -si les es posible- están obligados a ello, el capitán del primer barco en arribar al puerto de Kerguelen se niega a aceptarle como pasajero. Alega que su singladura no tiene un rumbo fijo, sino que se haya empeñada en adentrarse en los mares próximos al Polo Sur.
Tras las naturales reticencias, el capitán acepta al narrador al enterarse de que éste es paisano de Arthur Gordon Pym. Cuando el pasajero sostiene que el de Poe sólo es un personaje de ficción, el capitán -Len Guy- asegura ser el hermano del capitán de la Jane, el barco con el que Pym llegara hasta la isla de Tsalal.
Dada la circunstancia de que Poe dejó incompleta la narración, aduciendo que los últimos capítulos del manuscrito original de Arthur se han perdido junto a él, Len Guy pretende que su hermano puede estar vivo, perdido en algún lugar del Polo Sur. Ése es el motivo de su partida con dicho rumbo. Superadas las naturales reservas a creer realidad la ficción, el narrador se convertirá en el más ardiente defensor de una empresa cuya amenidad literaria, que se espera en todo momento, nunca se llega a encontrar. Puede que mi admirado Verne, puesto a dar verosimilitud al relato se olvidara de lo que el mismo nos enseñó en De la tierra a la Tierra a la Luna: la fantasía es mucho más importante que la lógica.
Los primeros problemas surgen cuando, entre la tripulación enrolada en el último puerto, ajena a la que navega habitualmente junto a Guy, comienzan a producirse las protestas ante la proximidad del verano -hemos de recordar que en el Cono Sur es equivalente a nuestro invierno- y Guy y sus fieles se empeñan en seguir avanzando hacia el Polo Sur.
Entre los nuevos se encuentra un inquietante mestizo que resulta ser Dick Peters, último compañero de Pym en sus desdichas. Este personaje, además de la esperanza de encontrar a su amigo con vida, guarda un secreto: en la aventura de Poe fue el encargado de dar muerte a uno de los supervivientes del naufragio -para que su cadáver sirviera de alimento a los demás-, cuyo hermano se encuentra entre la nueva tripulación que Peters integra. Tan terrible cargo de conciencia hará que Peters salve valientemente al hermano de su anterior víctima cuando éste cae por la borda.
Una vez en la isla de Tsalal -cuyos nativos dieron muerte a los compañeros de Pym y Peters- los hombres de Len Guy descubren un rastro del perro de Pym y los huesos de los nativos: todo el mundo ha muerto en los once años que Peters ha tardado en volver a lugar.
Otra vez proa al Polo Sur, el conflicto entre quienes desean proseguir y quienes desean volver comienza a ser insostenible -al igual que las páginas que se dedican a contárnoslo-. Finalmente, será el hielo quien decida: un iceberg emerge y el barco encalla en él. Un nuevo movimiento del hielo hará que la nave vaya a pique. Cuando todas las esperanzas parecen estar perdidas para nuestros amigos, quienes ya disponen a pasar los terribles rigores del verano en la Antártida, los que no quisieron proseguir el viaje se marchan a bordo de la única barca con la que cuenta toda la tripulación.
Días después, una pequeña embarcación se acerca a los abandonados: se trata del hermano de Len Guy, quien, en efecto, sigue vivo.
Apañados todos en la barca de los recién llegados, emprenden el viaje de regreso. Al pasar otra vez por la esfinge de los hielos a la que alude Poe al final de su novela, ésta resulta ser un impresionante imán. Del mismo modo que atrayendo sus partes metálicas ha destrozado las cuadernas de la barca de quienes abandonaron al segundo de los Guy, atrajo a Arthur Gordon Pym mereced al rifle que llevaba colgado a su espalda. El cadáver del héroe, cuyo pelo y cuyas uñas han seguido creciendo, yace pegado al maravilloso imán. El resto es un final feliz que desmerece y enmienda al de Poe.
Seguiré adorando al Verne de Héctor Servadac y el díptico del capitán Nemo, el gran misántropo.
Publicado el 22 de diciembre de 2011 a las 22:00.