Los paraísos artificiales
Tengo la sensación de que el común de los lectores que se acercan a este texto lo hacen en busca de cierta apología que en modo alguno hace el autor. Antes al contrario, como cualquier persona con dos dedos de frente que se haya paseado por los paraísos artificiales, Baudelaire concluye que lo que hay es la realidad. Intentar evadirse de ella mediante los estupefacientes, no es más que una desatinada quimera.
Lejanas las gracias de la juventud, de vuelta ya de aquellos versos de Somebody to Love -la inolvidable canción de Jefferson Airplane que reza que la verdad es una mentira-, cumple convenir que era igualmente falso cuanto aguardaba al otro lado de las puertas de la percepción. La propia experiencia así vino a demostrarlo. Pero vayamos al texto que nos ocupa.
En su introducción se nos refieren los poderes narcotizantes del cáñamo. El autor, en una de sus amenas divagaciones, incluso se refiere a las similitudes que la mítica planta guarda la alfalfa recién segada, capaz de producir "singulares vértigos" entre los niños que juegan junto a ella. Más tarde se nos habla de la elaboración del hachís y la famosa secta de asesinos árabes de la que toma su nombre.
Por lo demás, estas páginas están llenas de gratas sorpresas. La primera de ellas es la de su amenidad; la segunda, la exactitud con la que el poeta describe cuanto concierne al hachís. Desde el voraz apetito que siente su fumador hasta la conveniencia de entregarse a él cuando no se tenga nada que hacer. Todas sus sutilezas -pues así merecen calificarse frente a esa embriaguez más tosca de los "licores groseros"- son descritas con una precisión asombrosa. Verbigracia, la acuidad del pensamiento, la intensificación de los sentidos y la introspección del fumador. Todo ello exactamente igual a la experiencia del fumador costo de nuestros días.
Lo más sorprendente, es la actitud última del autor de Las flores del mal frente al hachís, radicalmente opuesto a la de los apólogos de esta droga. Así, no duda en afirmar que anula totalmente la voluntad: "El hachís, como todas las alegrías solitarias, vuelve al hombre inútil para los demás" (pág. 66). Unos párrafos después se pregunta "¿Os figuráis el destino horrible de un hombre cuya imaginación paralizada no pudiera funcionar más sin la ayuda del hachís o el opio?" (pág. 67). Desde esta perspectiva, acaba proclamándose en contra de su legalización.
En lo que se refiere a los comentarios sobre las Confesiones de un comedor de opio inglés, de Thomas de Quincey, que también integran esta edición, aun siendo la parte menos amena del texto, lo son mucho más que el original. Desolado compruebo que he perdido las notas que tomé durante su lectura. Pero recuerdo las Confesiones de Thomas de Quincey como uno de los libros más tediosos que he leído en mi vida. De hecho lo inicié en la adolescencia y no pude acabarlo.
Como a excepción de Las peras del olmo, de Octavio Paz, nunca he dejado una lectura sin terminar, volví sobre las Confesiones de un comedor de opio ingles ya cuarentón. Aunque entonces sí fui capaz de acabarlo, me siguió pareciendo un tostón de cuidado. Pestiño que además se mostraba mucho más atento a las penurias económicas inherentes al muy noble y siempre improductivo oficio de las letras que a ese opio aludido en el título. Puede que en gran parte, el juicio que me merece de Quincey se deba a la penosa traducción en que lo leí, la publicada como número dos de la colección Star Books en 1976.
Lástima que nunca haya podido hacerme con la traducción de Baudelaire de Las confesiones... Totalmente fascinado con su colega inglés, el francés, en esas páginas que siguen Los paraísos artificiales, fue a hacerme comprender las penalidades padecidas por el opiómano para dejar su vicio y el espíritu de su famosa obra. A la que yo no acabo de verle la gracia.
Publicado el 31 de enero de 2012 a las 17:15.