Nuevas perspectivas en los viejos negativos

Veinte
En esos transportes a las musarañas que me procuran las digitalizaciones de mis viejos negativos, descubro una nueva dimensión de mis fotografías. En su momento, cuando las tomé, dichas instantáneas obedecían a un afán de ficción: la de ese aplauso que busca el joven en la despedida del que nos habla Jaime Gil de Biedma. Ahora, pasada ya con creces la cumbre de mi edad, esas mismas imágenes tienen un cariz documental: son el testimonio de un tiempo perdido y por supuesto mejor que estos años malditos.
Entonces, cuando impresioné los clichés -F22, Negrapán 21, Panatomic X, emulsiones todas ellas tan entrañables para mí como olvidadas por el resto de los mortales- lo hice pensando en el futuro espectador. Quería impactarle con solarizados, virados y demás artificios. A la larga no eran otra cosa que esos efectos especiales de los que abomino en la pantalla. En cierta medida, era tan simple como ese escándalo de la burguesía, que buscó la creación artística y literaria desde las Vanguardias hasta ese día en que André Breton se le quejó a Buñuel de que la burguesía se había dejado de escandalizar. El cineasta da buena cuenta de ello en Mi último suspiro, sus impagables memorias.
Ahora, cuando escaneo mis viejos negativos, descubro en ellos una perspectiva no buscada cuando los impresioné, pero infinitamente más sincera: la de los paisajes y paisanajes pretéritos. Esos atuendos de hace treinta años y esas jóvenes edades de sus protagonistas constituyen todo un testimonio de mi pasado. La ficción se ha convertido así en documental.
Pero aún hay más. Si hubiera sabido captar ese instante decisivo, que lo llamó Cartier-Bresson, no hubiera recurrido al artificio. Así pues, en el momento de tomar las instantáneas, ya era consciente de la impostura de mi actividad fotográfica. De hecho, raramente me gustaban mis fotografías. Pero es ahora, que ya no quiero el aplauso -me basta con sobrevivir, como a un buen cincuentón-; es ahora, que no busco el impacto en la mirada del espectador -solaz para la mía, ya cansada, es cuanto ansío- cuando esa nueva dimensión de mis clichés redime mi afición.
De modo que en las fotos que ilustran esta pieza, ya no veo ni los capirotes ni los hábitos de los penitentes, en los que parece resonar el Santo Oficio, por otro lado uno de los temas más manidos de cuantos puede inspirar a un fotógrafo mi ciudad. Ahora veo La Latina tal como era en la Semana Santa del 83, cuando la fotografié, un tiempo infinitamente más feliz que este nefasto 2012 con el que hay que lidiar. Ahora sí que me gustan mis fotos porque me devuelven lo que vi, no la ficción que quise contar. Creo que finalmente he encontrado ese instante decisivo al que alude Cartier-Bresson: la estampa de un momento que no va a volver. Envejecer también tiene su gracia. Claro que sí.
Publicado el 9 de febrero de 2012 a las 03:00.








