Veintidós
Escribo en estos días sobre una generación de creadores, tenidos por los más jóvenes de su estética, cuyas edades se cifran en torno a los cincuenta años. Ante tamaño despropósito no dejo de recordar aquello, que apuntó no hace mucho alguien muy sabio, acerca de que a los cincuenta años sólo se es joven para morir. Como ya se le adula bastante, omito el nombre del ilustre, que recuerdo perfectamente. Pero me rindo ante el acierto de sus observaciones.
Pasada ya con creces esa edad, a mis cincuenta y tres años, la progresiva merma de mis facultades ha dejado de ser retórica para convertirse en un hecho innegable: si me agacho me cuesta levantarme, no puedo correr si llego tarde y olvido lo que iba a hacer cuando ya he empezado a hacerlo. Por lo demás, en lo que a los grandes asuntos se refiere, toda la suerte está echada, los caminos a punto de ser finalizados. Las jóvenes promesas de la creación artística y literaria que pasaron sin cumplirse, sin solución de continuidad alguna, se han convertido en viejas glorias.
Ante este panorama, alumbrar una esperanza puede llegar a resultar tan chocante como el deseo sexual en un anciano. Lo suyo es dar las ilusiones por perdidas. Es hora de reconocer los fracasos y admitir que la despedida no será entre aplausos. Hay que conformarse con sobrevivir a la espera de marcharse en breve y a lo sumo, con esa sublime dignidad de los derrotados.
No obstante, yo sigo pidiéndole a las cosas mucho más de lo que ofrecen. Sin condiciones objetivas para ello ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo, creo que mañana cambiará mi suerte, que a la vuelta de cualquier esquina, todo ha de volver a serme favorable. Lo hago con las mismas que, siguiendo las instrucciones de una de esas viejas canciones que tanto estimo, en busca de una vida mejor dirijo mis pasos al lado soleado de la calle. Por eso siempre sonrío al anciano que se vuelve al paso de una mujer gloriosa. Tanta es la dicha que me procura hacerlo que sólo por ella merece la pena alumbrar esa nueva esperanza, que ha de verse defraudada de un modo indefectible, como la anterior y la siguiente. Imito pues a mi dilecto septuagenario voluptuoso, que no deja de volverse tras aquella que aún le inspira, por mucho que sepa que inexorablemente ha de verla alejarse.
Publicado el 28 de marzo de 2013 a las 20:45.