¿Por qué muere Ofelia?

Hay lectores que no perdonan al novelista la muerte del personaje que les ha conquistado. Pero el escritor suele ser inocente, porque su obligación es reflejar la vida, y en la vida sólo hay dos certezas: que tú y yo estamos aquí y que vamos a morir. Todo lo demás es más o menos probable e incierto: no sabemos con seguridad qué va a ser de nosotros dentro de cinco, diez, veinte años… Por eso, un relato literario donde no muere nadie es parcial, incompleto. Por eso, en muchas obras maestras mueren los protagonistas, y las grandes historias de amor no son una excepción: mueren Romeo y Julieta, Calixto y Melibea, Cyrano, Hamlet y Ofelia, Héctor, Desdémona, Antígona…

Platón afirmaba que la filosofía es, en el fondo, una meditación sobre la muerte. Quería decir, con esa contundencia, que quien pasa por la vida sin pensar en la muerte vive como un sonámbulo. Así piensan también los clásicos de la literatura, que lo son por haber puesto la brillantez de su estilo al servicio del misterio de la condición humana. Además, los griegos nos han enseñado que las mejores historias son las que ponen a los protagonistas en situaciones límite. No admiramos a un señor por el mero hecho de verle caminar por la calle, pero nos maravilla cuando camina sobre un cable de acero a gran altura, en el circo, o cuando sube al escenario y se convierte en Alejandro Sanz. De la misma manera, en literatura no admiramos la historia de lo que puede hacer cualquiera de nosotros cualquier día. En cambio, nos interesa la resolución de situaciones difíciles (desde Ulises a Harry Potter), nos conmueven las grandes pasiones (desde Aquiles a Ana Karenina), y nos sacude violentamente la muerte de alguien a quien queremos (desde Patroclo a la madre de Bamby).

La tragedia griega -origen de la novela y del cine- no representaba culebrones para pasar el rato, sino acciones de gran calado, escogidas para conmover al espectador, configurar su corazón y hacer de él un ciudadano a la medida de la polis. Mediante el temor y la compasión que provoca en el espectador, la tragedia lleva a cabo la purgación de tales sentimientos: una descarga de tensión interior (catarsis), semejante a la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero hay otro sentido de la catarsis mucho más importante: consiste en poner en su sitio los sentimientos fundamentales, pues las emociones y las pasiones están con frecuencia “revueltas”, de forma que lo bueno nos puede parecer malo, y lo malo bueno. La telebasura, sin ir más lejos, lleva muchos años practicando a la perfección esta perversión de los sentimientos.

Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para configurarlos correctamente. Si el conocimiento requiere lecciones y discursos, la sensibilidad necesita una historia capaz de inducir emociones profundas. Eso logra la tragedia -y en su estela la novela y el cine- cuando presenta lo vil y lo heroico como vil y como heroico, y cuando provoca las reacciones emotivas correspondientes, de forma que el mal resulta despreciable y el bien nos atrae, sin ambigüedad ni confusión. Por ese precio muere Ofelia.

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