Tercios, Esparza

Tercios PortadaLa historia es un objeto de estudio muy abierto. Se puede abordar desde la política, la economía, las instituciones, las ideas… José Javier Esparza, experto en historia militar, despliega en Tercios los dos siglos más intensos del Imperio español, desde los Reyes Católicos hasta Felipe V. Esparza lleva años entregado a reconstruir la identidad española a partir de la historia, y de ello dan testimonio libros como Asturias, Moros y cristianos, La Cruzada del océano.

Tercios resume los avatares que, a través de su ejército, vivió un imperio trenzado con los mimbres de la fabulosa expansión americana, los esplendores del Renacimiento y el Barroco, la Reforma luterana y una guerra inacabable contra los turcos, contra Francia, contra Inglaterra y en Flandes. Los tercios combatirán en gran parte de Europa y América, las islas Azores y Filipinas, pero se llamarán por antonomasia tercios de Flandes, pues la sublevación de lo que hoy conocemos como Bélgica, Holanda y Luxemburgo provocó una contienda que duró ochenta años. La necesidad de defender los extensos dominios de ultramar obligó a crear tercios destinados específicamente a la lucha marítima y dio lugar al nacimiento de la primera infantería de marina.

¿Por qué fueron, durante dos siglos, la mejor infantería del mundo? No solo por su valor, pues los hombres contra quienes luchaban también eran valientes. La superioridad –a menudo apabullante- que demostraron en el campo de batalla, tuvo que ver, sobre todo, con un patriotismo y una profesionalidad incomparables, como pusieron de manifiesto en su entrenamiento, disciplina, estrategia, innovación, logística y capacidad de sacrificio. No consideraban ni la posibilidad remota de ser derrotados, y ese complejo de superioridad minaba la moral del enemigo antes de entrar en batalla. Lograron una combinación perfecta de las picas y las armas de fuego. Fueron los primeros en utilizar los arcabuces como verdadero elemento de choque, y eso los hizo insuperables durante décadas.

Los tercios nacieron como ejército permanente del primer Estado moderno, cuando los demás estados europeos seguían siendo feudales y no tenían un ejército nacional. Los crea en Italia Gonzalo Fernández de Córdoba, para defender las posesiones de la Corona de Aragón, y sus victorias le llevarán a ser virrey de Nápoles. Pero nada nace de la nada. Si la infantería española dominó sin discusión los campos de batalla de Europa y América durante tanto tiempo, no fue por casualidad. España, con ocho siglos de Reconquista a sus espaldas, acumulaba tradición guerrera y una incomparable cultura militar.

Gonzalo de Córdoba, además de introducir eficaces innovaciones técnicas y tácticas, impuso una dura disciplina e inculcó en sus hombres un profundo orgullo personal y colectivo. Calderón de la Barca, soldado en los tercios, plasmaría en verso, muchos años después, ese acendrado estilo: Aquí la más principal / hazaña es obedecer, / y el modo cómo ha de ser / es ni pedir ni rehusar. / Aquí, en fin, la cortesía, / el buen trato, la verdad, / la firmeza, la lealtad, / el honor, la bizarría, / el crédito, la opinión, / la constancia, la paciencia, / la humildad y la obediencia, / fama, honor y vida son / caudal de pobres soldados; / que en buena o mala fortuna / la milicia no es más que una / religión de hombres honrados.

Cierta literatura presenta a esos hombres como gentes descreídas y cínicas, unidas por un fanático concepto del honor y la hermandad. Pero esa imagen es una típica traslación de la mentalidad contemporánea a hombres de otro tiempo. La realidad es que aquella España era profundamente religiosa, y lo eran especialmente los hombres de armas y los marineros, por el muy explicable hecho de que la muerte les rondaba más cerca.

Los tercios fueron unidades de 2.000 a 4.000 soldados, con un elevado porcentaje de voluntarios, donde un mando único coordinaba infantería, caballería y artillería. ¿Quiénes eran esos voluntarios? Entre los soldados españoles habrá de todo: jóvenes que nunca han salido de casa y veteranos de guerra, nobles y villanos, hidalgos y bachilleres, ricos y pobres, héroes y rufianes, intelectuales y gañanes… Pero todos iguales bajo las picas, en una democracia de la guerra parecida a la de sus abuelos. Hernán Cortés, por ejemplo, abandona sus estudios en Salamanca para enrolarse en Sevilla. En los tercios combatirán Calderón y Cervantes, Garcilaso y Lope de Vega. La paga es muy escasa, pero las oportunidades de ascenso y de gloria son grandes.

El mando supremo de un tercio lo ostenta el maestre de campo. La relación de maestres está repleta de nombres legendarios. Los más conocidos son el Gran Capitán, don Juan de Austria, el Duque de Alba, Alejandro Farnesio, Ambrosio Spínola y el cardenal-infante Fernando de Austria, hijo de Felipe III. Todos –famosos y desconocidos- protagonizan gestas admirables y –muy pocas veces- episodios lamentables, que Esparza nos ayuda a contextualizar. Ahí están las victorias de Mühlberg, Túnez y Viena, el sacco de Roma, Lepanto y la Armada Invencible, el asedio de Amberes, el milagro de Empel, la rendición de Breda, Ostende, Nördlingen, Rocroi, Dunquerque…

Las muchas anécdotas que amenizan las páginas de Tercios están a la altura de sus protagonistas, desde las cuentas del Gran Capitán hasta el París bien vale una Misa. Como botón de muestra, algo que sucede en Haarlem, en el invierno de 1572-1573. Tenaz asedio español, infructuoso. Muchas bajas. Cunde el desánimo. Varios capitanes proponen la retirada. Dirige el asedio Fadrique de Toledo, hijo del gran duque de Alba. No se atreve a contar a su padre lo que está pasando, pero el viejo guerrero se entera y de inmediato envía una carta a Fadrique. De padre a hijo, de jefe a subordinado, de soldado a soldado. Dice así:

Si alzas el campo sin rendir la plaza, no te tendré por hijo. Si mueres en el asedio, iré en persona a reemplazarte, aunque me halle enfermo y en cama. Si muero yo también, vendrá entonces tu madre desde España para hacer en la guerra lo que su hijo no ha tenido valor o paciencia para hacer.

No es preciso añadir que Haarlem cayó. Solo me queda subrayar que estamos ante un trabajo de excelente divulgación y notable amenidad, escrito en una prosa clara, precisa, viva y elegante.

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Incomprensión lectora

Nuestros escolares han vuelto a suspender en asignaturas fundamentales y comprensión lectora. Ya estamos a la cola de Europa.

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Estupidez en serie

Leticia tiene quince años, una guitarra, varios hermanos y mucha simpatía. Le pregunto su opinión sobre las series de televisión.

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¿Dónde estaba Dios el 11-M?

Elie Wiesel, el periodista que acuñó el termino Holocausto, tenía doce años cuando llegó una noche, en un vagón de ganado, al campo de exterminio de Auschwitz. <!–more–>Entonces vio un foso del que subían llamas gigantescas. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: (eran niños! Wiesel vivió para contarlo y decirnos que jamás olvidaría esa primera noche en el campo, que hizo de su vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Que jamás olvidaría esa humareda y las caras de los niños que vio convertirse en humo. Que jamás olvidaría esos instantes que asesinaron a su Dios en su alma, y que dieron a sus sueños el rostro del desierto. Que jamás olvidaría ese silencio nocturno que le quitó para siempre las ganas de vivir.

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El argumento

Cuenta Jiménez Lozano que iban a fusilar al sacristán y a varios vecinos del pueblo. Ya los tenían contra la tapia, al amanecer, cuando llegó el cura en una burra como un castillo. Dio los buenos días en seco y quiso interceder ante los milicianos.<!–more–> Pero le contestaron de mala manera y le aconsejaron que se largara. Entonces se apeó de la burra y dijo mansamente a los fusiladores: “Que es que no me habéis entendido”. Ante sus carcajadas, el cura se puso nervioso y colorado, se arremangó un poco las mangas de la sotana, frunció las cejas negras como un tizón, aclaró el vozarrón de los grandes sermones y ordenó que soltaran a aquellos desgraciados. “¡En el acto!”, dijo. Y entonces se hizo el silencio y le hicieron caso. No por la orden tajante, ni por la navaja que abría. Obedecieron porque les miró de frente y sacó el argumento: “Que os lo digo yo…, que he sido capador”.
A los pocos días de leer esta historia, Ima Sanchís me preguntó en Barcelona por el argumento. Se refería a otra cosa, claro, pero a mí me hizo gracia por asociación. Con la prisa propia de los periodistas, había ojeado “Dios y los náufragos” y pedía a su autor una especie de silogismo irrefutable para llegar a Dios, un atajo directo y bien señalizado. Era en julio y hacía bochorno, pero en la redacción de La Vanguardia el aire acondicionado venía directamente del Polo. Ima se enfundó mi cazadora y la cerró hasta el cuello para no morir congelada. Después preparó la grabadora y disparó a bocajarro. Su pregunta, más allá de la legítima curiosidad intelectual, sonaba a súplica, a búsqueda sincera. Entonces le hablé de las grandes pruebas cosmológicas y escogí una de sus más bellas formulaciones:

Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol -dueño fulgurante del día- y a la luna -señora esplendente y temperante de la noche-. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: “míranos; somos hermosos”. Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el que es la hermosura perfecta?

Es un célebre texto de San Agustín, y para que Ima no pensara que la argumentación sobre Dios es cosa de santos, leí el epitafio que don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias, escribió para su propia tumba:

Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo.

A Ima, inteligente y guapa, el Dios de los filósofos le sabe a poco. Y más cuando son los mismos filósofos los que se niegan y contradicen entre sí. La periodista es hija de su tiempo, un tiempo de dudas e increencia, heredero al mismo tiempo de Voltaire y Descartes, de Comte y Nietzsche, de Marx y Darwin. Piensa con razón que un Dios concebido como Causa o Inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del dolor inmenso acumulado durante siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e injusticia. “¿Por qué se convierten los conversos famosos? ¿Cómo responde el Dios de los conversos al misterio del mal, al escándalo del sufrimiento humano?”.

La pregunta no se podía formular mejor, y exigía una respuesta a la altura del problema. Ima se quedó sorprendida al escuchar que todos los conversos coinciden en su respuesta, y que no es precisamente un argumento sino una Persona. La diferencia entre entender un argumento y conocer a una persona es grande: no se conoce bien a nadie en dos minutos, ni en dos horas, ni en dos meses. Por eso los conversos se toman su tiempo. Mucho más tiempo del que dura una entrevista para la prensa. El tiempo que se tomó Dostoievski, preso en Siberia cinco años, para entender y resumir el argumento definitivo de los conversos, tan diferente al del capador:

Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además -y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad.

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Por qué soy budista

Supongamos que un tal Tao Yin publica un libro con el título Por qué soy budista. Lo lees y resulta que todas sus páginas están atravesadas por la duda sobre la misma existencia de Buda: ¿no será un mito inventado por sus propios seguidores? En caso de haber existido, Yin asegura que no conocemos la verdadera identidad de Buda, desfigurada por oscuros intereses de su entorno más cercano. Sin embargo, Yin se confiesa budista y dice que cree en lo que no cree.

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