El encanto de Ana

Confieso que la matraca del matrimonio gay me produce tanto respeto como el círculo triangular o el triángulo cuadrado: absurdos que, en todo caso, tendrán que demostrar sus defensores. Mientras tanto, prefiero seguir llamando al pan, pan y al vino, vino. Y seguir regalando, por Reyes, novelas que reflejen lo que todos sabemos y algunos despistados niegan: que un hombre, una mujer y unos hijos forman la más amable y necesaria de las creaciones humanas. Estos días he releído y regalado Señora de rojo sobre fondo gris, ese hermoso retrato que pinta Delibes de la vida y la muerte prematura de su mujer. ¿Cómo era Ana? Era menuda y morena, muy bien proporcionada. “Así cumplió 48 años, tan grácil y atractiva como cuando la conocí en el parque, a los dieciséis”. Tenía un gusto artístico notable y una gran afición a la lectura. Era equilibrada y perspicaz, imaginativa y sensible. “La zafiedad la humillaba hasta extremos indecibles”. Ana contagiaba alegría y “era imposible sustraerse a su hechizo”. Por eso, “cuando ella se apagaba, todo languidecía en torno”.

Al inicio de la novela encontramos una semblanza tan breve como elocuente: “Una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir”. Después nos enteramos de otro rasgo atractivo de su personalidad: donde Ana estaba, era el centro, y no por afán de protagonismo o reconocimiento, sino por voluntad de hacer agradable la vida a los demás. Dedicaba tiempo y el afecto a los más necesitados. Delibes dice que nunca faltaron en su vida viejos solitarios y un poco locos, “ancianos irreparables, a quienes la insolidaridad de la vida moderna había cogido desprevenidos. Se sentían perdidos en la vorágine de luces y ruidos, y daba la impresión de que ella, como un hada buena, iba tomándolos de la mano, uno a uno, para trasladarlos a la otra orilla”. Esa misma generosidad le llevaba a la benevolencia con todos, a no molestarse por pequeños o grandes agravios. “Era incapaz de rencores; menos aún de rencores vitalicios. La aburrían. Durante los primeros meses de matrimonio, cada vez que discutíamos, se ataba un hilo al dedo meñique para recordar que estábamos enfadados”.

Ana se casó muy joven y disfrutó de sus hijos. “Mientras erais bebés pasaba las horas muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su cuerpo otra vez”. Tuvo un tacto especial con sus hijos adolescentes y disfrutó, “como si preparase su propia boda”, con los preparativos de las bodas de dos de sus hijas. Cuando nació su primera nieta, “cualquier motivo era bueno para desplazarse a Madrid. Su debilidad por los bebés aumentaba con la edad: Compréndeme, decía, diez años sin tener en brazos un bebé”. Y así, “cada mañana, al abrir los ojos, se preguntaba: ¿Por qué estoy contenta? E inmediatamente, se sonreía a sí misma y se decía: Tengo una nieta”. Por uno de esos avatares de la vida, con la nieta vinieron también también la enfermedad, los hospitales, la zozobra: un fondo frío y gris sobre el que destaca la calidad de una mujer cristiana que “disponía de unas llaves muy precisas para controlar el pasado y el futuro”, y que “sabía disfrutar del presente en toda su intensidad”. Así era Ángeles Castro, Ana en la novela y en el recuerdo agradecido de sus lectores.

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Un hombre, una mujer y un pero

Toda la vasta historia de la humanidad está tejida por pequeñas historias innumerables, que se parecen entre sí como si fueran clónicas: un hombre se enamora de una mujer y, con la magia de su amor, ambos transmiten el misterio de la vida. La literatura, espejo siempre del vivir, es también la repetición incesante de ese mismo argumento, con un ingrediente dramático que lo hace más real y atractivo: un hombre, una mujer y un pero. En la primera literatura occidental, Ulises se enamora de Penélope, pero estalla la guerra de Troya, y su estrenado matrimonio tiene que sobrevivir veinte años al borde del naufragio. En la primera literatura española, Rodrigo Díaz de Vivar está profundamente enamorado de doña Jimena, pero es desterrado por el rey. Después se enamoran Calisto y Melibea, pero las formas de su amor no son las formas de su época. También Hamlet se enamora de Ofelia, pero por medio hay un río y una rama que se parte al cruzarlo. Don Quijote suspira por Dulcinea, pero es un loco que persigue un sueño. Romeo y Julieta se juran amor eterno, pero sus familias se odian. Sonia se enamora de Rodian Ralkolnikov, pero su novio es un asesino que ha de cumplir condena en Siberia…

Mucho después nace el cine, y sus historias repiten los mismos argumentos de la literatura: desde Charlot y la florista ciega de Luces en la ciudad, hasta el amor en Cyrano, Titanic, Tierras de penumbra, Deliciosa Martha o Doctor Zivago. Siempre un hombre, una mujer y un pero. La representación literaria o visual de un amor homosexual hubiera sido técnicamente posible, pero nos hubiera dejado sin arte, nos hubiera privado de la gran literatura o del gran cine. Un amor homosexual hubiera dado una literatura enrarecida, muy por debajo de las cimas de nuestros clásicos, de esos cuatro versos -por ejemplo- de Miguel Hernández:

Una querencia tengo por tu acento,
Una apetencia por tu compañía,
Y una dolencia de melancolía
Por la ausencia del aire de tu viento.

No es necesario aclarar que estas afirmaciones son lo contrario a un prejuicio, pues se limitan a presentar a posteriori la evidencia de una constatación. A pesar de lo dicho, ciertos políticos quieren dar carta de normalidad legal a su obsesión homosexual, olvidando la mencionada evidencia: que la homosexualidad ha sido siempre una rareza. Por eso, tales legisladores chocan de frente contra la misma realidad, que sigue siendo lo que es aunque se piense al revés, como advirtió Antonio Machado. Quizá sean gobernantes políticamente correctos, pero me temo que su corrección, si logra pasar a la historia, lo hará como una anécdota estúpida.

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¿Por qué muere Ofelia?

Hay lectores que no perdonan al novelista la muerte del personaje que les ha conquistado. Pero el escritor suele ser inocente, porque su obligación es reflejar la vida, y en la vida sólo hay dos certezas: que tú y yo estamos aquí y que vamos a morir. Todo lo demás es más o menos probable e incierto: no sabemos con seguridad qué va a ser de nosotros dentro de cinco, diez, veinte años… Por eso, un relato literario donde no muere nadie es parcial, incompleto. Por eso, en muchas obras maestras mueren los protagonistas, y las grandes historias de amor no son una excepción: mueren Romeo y Julieta, Calixto y Melibea, Cyrano, Hamlet y Ofelia, Héctor, Desdémona, Antígona…

Platón afirmaba que la filosofía es, en el fondo, una meditación sobre la muerte. Quería decir, con esa contundencia, que quien pasa por la vida sin pensar en la muerte vive como un sonámbulo. Así piensan también los clásicos de la literatura, que lo son por haber puesto la brillantez de su estilo al servicio del misterio de la condición humana. Además, los griegos nos han enseñado que las mejores historias son las que ponen a los protagonistas en situaciones límite. No admiramos a un señor por el mero hecho de verle caminar por la calle, pero nos maravilla cuando camina sobre un cable de acero a gran altura, en el circo, o cuando sube al escenario y se convierte en Alejandro Sanz. De la misma manera, en literatura no admiramos la historia de lo que puede hacer cualquiera de nosotros cualquier día. En cambio, nos interesa la resolución de situaciones difíciles (desde Ulises a Harry Potter), nos conmueven las grandes pasiones (desde Aquiles a Ana Karenina), y nos sacude violentamente la muerte de alguien a quien queremos (desde Patroclo a la madre de Bamby).

La tragedia griega -origen de la novela y del cine- no representaba culebrones para pasar el rato, sino acciones de gran calado, escogidas para conmover al espectador, configurar su corazón y hacer de él un ciudadano a la medida de la polis. Mediante el temor y la compasión que provoca en el espectador, la tragedia lleva a cabo la purgación de tales sentimientos: una descarga de tensión interior (catarsis), semejante a la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero hay otro sentido de la catarsis mucho más importante: consiste en poner en su sitio los sentimientos fundamentales, pues las emociones y las pasiones están con frecuencia “revueltas”, de forma que lo bueno nos puede parecer malo, y lo malo bueno. La telebasura, sin ir más lejos, lleva muchos años practicando a la perfección esta perversión de los sentimientos.

Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para configurarlos correctamente. Si el conocimiento requiere lecciones y discursos, la sensibilidad necesita una historia capaz de inducir emociones profundas. Eso logra la tragedia -y en su estela la novela y el cine- cuando presenta lo vil y lo heroico como vil y como heroico, y cuando provoca las reacciones emotivas correspondientes, de forma que el mal resulta despreciable y el bien nos atrae, sin ambigüedad ni confusión. Por ese precio muere Ofelia.

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No leas el Quijote

Antes de terminar el curso, Javier me pidió una lista de libros entretenidos para el verano. Es una petición que se repite todos los años entre mis alumnos, y también entre colegas y amigos a la caza de lecturas apropiadas para sus hijos. Se trata de ocupar el tiempo libre que se avecina, de conjurar la amenaza de aburrimiento que planea sobre las largas vacaciones estivales. Y uno, como profesor de Literatura y profesional del tema, no tiene más remedio que atender la demanda de consejo. Con mucho gusto además. Y con varias listas elaboradas durante años, pensadas para edades y circunstancias diferentes, pues no gusta lo mismo a los ocho que a los ochenta.

Javier tiene quince años, y le toca la lista más generosa: cincuenta títulos fotocopiados en una cara de folio. Una selección de veinticinco autores españoles y veinticinco extranjeros. De Homero a Borges, pasando por Cervantes y Shakespeare: sencillamente, los mejores. Y de todo un poco: novela, poesía, teatro, biografía y ensayo suave. Obras comprensibles, breves la mayoría, y muy interesantes. Antiguos y modernos, lejanos y cercanos, incluso vecinos como Delibes y Miguel Martín, a quienes hemos visto casi a diario durante años.

Con el folio en la mano, Javier quiere saber si se trata de libros tan interesantes como Harry Potter, y pone cara de incrédulo cuando le aseguro que no, que en mi selección sólo aparecen obras mucho más interesantes que la mencionada. Luego le explico que la historia de la literatura no empieza ni termina en Rowling, y que el ranking de calidad no lo marca necesariamente el número de ejemplares vendidos. “O sea, que el libro más vendido quizá no es el mejor… ¡Pero es el que más gusta!”, argumenta Javier. En eso estamos de acuerdo, aunque debo matizar de nuevo: “Los libros de Harry Potter son los que más te gustan porque no has leído otros mejores…”. Javier, que es un tipo práctico, decide pasar de las palabras a los hechos, y me lanza un reto contundente: “¡A que no me dices cinco libros que me gusten más de Harry Potter!”.

La verdad es que Javier me pone un reto fácil, pues su interés por la lectura es muy reciente, y lo que desconoce y le queda por leer es casi todo. Ha leído a Tolkien, a Michel Ende y a Jack London, pero no ha tenido aún la inmensa suerte de entrar en la Odisea (Homero), en Las ratas (Delibes), en Peñagrande (Miguel Martín), en El viento en los sauces (Kenneth Graham), ni en Marcelino, pan y vino (Sánchez Silva). Javier agradece mis cincuenta tentaciones en forma de libro y subraya los cinco seleccionados. Hoy, después de un mes de calores y vacaciones, me encuentro con él y le pregunto por el reto. Se encoge de hombros, abre los brazos, pone sonrisa de disculpa y me responde que está leyendo El Quijote. “¡¿Cómo dices?!”. No me lo puedo creer. Ni siquiera los alumnos más lectores te dan esas sorpresas en estos tiempos. Pero Javier me explica que se lee un capítulo cada noche, ya en la cama, y que se ríe un monton con las aventuras de la pareja cervantina. Así que, de momento, el reto puede esperar.

Si alguien me pregunta cómo he conseguido que una criatura de quince años disfrute con la mejor novela del mundo, debo confesar mi inociencia: “No empieces por El Quijote”, fue todo lo que dije al entregarle la lista. El resto, sin duda, lo hizo su adolescencia.

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Ensayos sobre razón y fe

1. Julián MARÍAS. La perspectiva cristiana.
De forma breve y asequible, este magnífico ensayo pasa revista a una docena de puntos esenciales del cristianismo: la historicidad de la Encarnación, el monoteísmo, la Providencia y la Paternidad de Dios, el pecado y la redención, las infidelidades cristianas al cristianismo, la muerte y la inmortalidad humanas, la posibilidad de salvarse o condenarse, las razones de la hostilidad al cristianismo, la innovación radical que supone la perspectiva cristiana. ALIANZA

2. Jean GUITTON. Dios y la ciencia.

Como decía Pasteur, un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha devuelve a Él. En este ensayo, Jean Guitton dialoga sobre esta cuestión con los astrofísicos Igor y Grichka Bogdanov. DEBATE. Mi testamento filosófico, ensayo sumamente original y brillante. Aporta las razones de Guitton para creer en Dios y ser católico. ENCUENTRO. Lo que yo creo, BELACQUA.

3. Mariano ARTIGAS. Las fronteras del evolucionismo.
Análisis clarificador de la problemática científica, filosófica y teológica en torno a los orígenes del universo, de la Tierra y del hombre. EUNSA

4. Alfonso AGUILÓ. ¿Es razonable ser creyente?
Buenas respuestas a las preguntas más frecuentes sobre la existencia de Dios, el escándalo del dolor, el origen del Universo y del hombre, la relación entre fe y ciencia, el caso Galileo, la Inquisición, el aborto y la eutanasia, la sexualidad… Muy recomendable para padres y profesores, y también para sus hijos y alumnos. PALABRA

5. André FROSSARD. Dios existe, yo me lo encontré.
Relato ya clásico de la milagrosa conversión de este famoso periodista francés. RIALP. Le sigue el también excelente No estamos solos. BELACQUA

6. C. S. LEWIS. Mero Cristianismo.
“Desde que me convertí al Cristianismo -dice el autor en el prefacio- he pensado que el mejor, y tal vez el único, servicio que puedo prestar a mis prójimos no creyentes es explicar y defender la creencia que ha sido común a casi todos los cristianos de todos los tiempos”. RIALP. Del mismo autor, en la misma editorial: Cartas del diablo a su sobrino, El problema del dolor, Los cuatro amores, Dios en el banquillo.

7. Juan Luis LORDA. Para ser cristiano.
Excelente exposición de los caminos que puede transitar la persona que haya vislumbrado el sentido cristiano de su vida y desee actuar en consecuencia. RIALP

8. CHESTERTON. Ortodoxia.
El autor presenta el Cristianismo como la máxima garantía posible de libertad y de progreso, así como la explicación racional y verdadera del mundo. ALTA FULLA, PLAZA & JANÉS

9. JUAN PABLO II. Cruzando el umbral de la esperanza.
El Papa responde a las preguntas del periodista Vittorio Messori sobre el silencio de Dios y el misterio del mal; sobre la importancia de la fe y de la oración; sobre Buda, Mahoma y los judíos; sobre la divinidad de Jesucristo; sobre el cielo y el infierno; sobre el comunismo; sobre el rechazo de ciertos puntos de la enseñanza moral de la Iglesia; sobre la dignidad de la persona y los derechos humanos; sobre el respeto a la vida humana, en todas sus etapas; sobre la Virgen María y la dignidad de la mujer; sobre la esperanza cristiana. PLAZA & JANÉS

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