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El milagro

Las creencias religiosas han formado y forman parte de nuestra cultura. En este sentido, fue muy importante el granero de vocaciones que proporcionaron los pueblos en los años siguientes a la Guerra Civil cuando sobrevivir era muy duro, sobre todo si se tenían que alimentar varias bocas. Los padres soñaban con que sus hijos tuvieran una educación que les hiciera ser unos hombres respetados el día de mañana. Muchos tomaron como referencia a los maestros y a los curas que por allí pasaron.

Archivado en: Maximino Cañón, milagro, broma, travesura, vocaciones

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Maximino Cañón
16/3/2018 - 03:30

Esta introducción sólo pretende contextualizar el momento de creencia y respeto que a lo religioso se tenía. Lo cierto es que apelando el refrán de "cuando el diablo no tiene que hacer con el rabo espanta las moscas"; es decir, en los días ociosos, en los que ni el ganado ni la tierra requerían de sus esfuerzos, los jóvenes mozos, generalmente del sexo masculino, se reunían en la cantina proyectando algún entretenimiento o travesura del momento. En esto llegó la voz de un mensajero alertando de que un vecino muy devoto, que estaba al cuidado de un rebaño de ovejas, se había quedado dormido. Las mentes de los presentes se iluminaron hasta encontrar un quehacer compartido. Uno fue a por una imagen de la virgen que su madre tenía en casa, de las que se pasaban de una vecina a otra; otro se encargó de traer una bola de sal y un tercero facilito una linterna.
Como se acercaba la noche el plan era el siguiente: al ver que él dueño de las ovejas seguía durmiendo le pusieron la imagen frente a él, mientras la linterna sujetada por unas piedras y metida entre un unos tapines de hierba, la iluminaba de lleno. A su vez las ovejas, atraídas por la bola de sal, lamían a su alrededor, presentando una idílica estampa religiosa. Una vez puesta en escena la representación, los artífices de la diablura, se apostaron tras de unas sebes encubridoras, esperando el despertar del beato vecino. Cuando llegó el esperado momento, observaron como Aurelio (así le llamaremos), al ver semejante escena cargada de realismo, empezó a decir ¡Milagro! ¡Milagro!, mientras se confesaba de los pecados que creía haber cometido a lo largo de su vida, hasta que el ruido desprendido por las risas de los artífices la broma, hizo que Aurelio se aprovisionara de una vara de avellano y la emprendiera a varazos con cuantos mozos pilló, amenazando con denunciarles ante la Guardia Civil.

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