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CANTABRIA CON UCRANIA

Nuestro hombre en la frontera

Esta semana, nuestro compañero Moncho Escalante abandona por un momento sus paseos por la Cantabria más desconocida  para contarnos una ‘aventura’ más dramática, más actual y más lejana aunque se esté desarrollando aquí al lado, en la frontera de Polonia con Ucrania hasta donde llegó con un puñado de amigos a rescatar del infierno a refugiados ucranianos, víctimas de la guerra desatada por Putin, y traérselos a España. Moncho nos cuenta  sus impresiones al llegar a uno de los puntos calientes del éxodo, la ciudad fronteriza de Przemysl, una localidad que hace unos días no se diferenciaba de cualquier ciudad pequeña española y en la que nunca ya nada será igual.

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Moncho Escalante
18/3/2022 - 13:38

Guerra. Palabra que parece reservada a los libros de historia, o a lugares lejanos y exóticos, que falsamente asociamos a gentes algo primitivas y salvajes. De esas que eligen matarse por asuntos que nunca acabamos de entender. Las dos guerras más devastadoras de la historia de la humanidad, se nos antojan remotas y alejadas de nuestro espíritu civilizado, tolerante, europeo, pero justamente tuvieron lugar en la aparentemente equilibrada Europa. Y además en una época no tan lejana, ya que aún podemos encontrar personas que viven entre nosotros y que sufrieron sus avatares.

 

Por eso, cuando enfilamos la avenida de entrada a la ciudad polaca de Przemysl, uno de los puntos calientes del éxodo que la guerra de Ucrania está provocando, apenas nos lo creíamos.

 

Przemysl está a media docena de kilómetros de la frontera ucraniana. La zona limítrofe es una parte de Ucrania a la que por suerte aún no han llegado las tropas rusas, pero que durante los días que pasamos ahí, fue bombardeada en varias ocasiones. Los misiles y las bombas de Putin, cayeron a una decena de kilómetros del puesto fronterizo. Es una ciudad muy similar, a cualquier pequeña población española; moderna, animada, rodeada de centros comerciales y de áreas residenciales.

 

El GPS nos condujo hasta uno de esos templos del consumo, que no se diferenciaba mucho de, por ejemplo, el Centro Comercial Peñacastillo. Por el camino pasamos junto a varias familias, que circulaban en la misma dirección, arrastrando maletas con ruedas y otros enseres. Eran refugiados.

 

Enseguida dimos con el campo en el que se hacinaban cientos de expatriados. El edifico había albergado en otros tiempos una tienda de Tesco, una especie de Carrefour inglés, que en España desconocemos. El aparcamiento, en lugar de estar lleno de automóviles familiares, entregados al noble arte de llenar los carritos de compra, era un batiburrillo de autobuses, vehículos de emergencias, furgonetas de todos los países, condiciones y procedencias, puestos de comida, tiendas de campaña, y una variopinta multitud entre la que se mezclaban todo tipo de gentes; policías, sanitarios, voluntarios con chalecos reflectantes verdes, periodistas portando todo tipo de cachivaches electrónicos y, por supuesto, refugiados.

 

Aparcamos las furgonetas en las que habíamos venido desde España, y nos dirigimos hacía la entrada principal del hipermercado. Mientras andábamos por el aparcamiento, llegó un autobús de cercanías. Abrió las puertas, y vomitó un grupo de refugiados ucranianos, de aspecto cansado, resignado. Decenas de cámaras se giraron hacía ellos para conseguir la instantánea más desgarradora, la imagen que removiera la conciencia del buen samaritano europeo, atrincherado entre los almohadones del sofá de su sala de estar. Hoy la carne de ucraniano cotiza alta, ha eclipsado hasta al mismísimo covid. Vete a saber lo que valdrá dentro de unas semanas, cuando el horror de las bombas televisivas, se haya instalado en nuestras casa como algo cotidiano.

 

Niños, algunos muy pequeños, ancianos, mujeres de todas las edades, pero ningún hombre adulto, ningún hombre en edad de combatir. Esa carne se ha quedado en Ucrania para surtir la feria de los horrores del matarife Putin.

 

Un ejército incruento de voluntarios se adelantaron a brindar su ayuda. La primera línea, la de choque, estaba compuesta por los traductores. Muchachos que habían inscrito sobre sus chalecos reflectantes, con rápidos trazos de rotulador, los nombre de las lenguas en las que se podían manejar. Uno de ellos llevaba al menos una docena, de tal manera que el chaleco tenía más tinta que reflectante.

 

Estábamos hechizados. Mirábamos a nuestro alrededor como si fuéramos niños pequeños recién llegados a su primera clase de parvularios. Todo lo queríamos preguntar, todo lo queríamos tocar, pero al mismo tiempo estábamos intimidados. Nos sentíamos como unos intrusos que hubieran venido a tomar parte de una ceremonia, a la que no les habían invitado.

 

Pero era una ceremonia en la que teníamos que participar, en la que habíamos invertido mucho tiempo, mucho esfuerzo, y mucha ilusión, y no estábamos dispuestos a perder nada de ello, a desaprovecharlo. Porque ahí dentro nos necesitaban. Y hacia allí nos dirigimos para hacer por lo que habíamos recorrido 3.000 km., trasladar a un grupo de refugiados fuera del infierno en el que les había sumido la guerra.

 

 

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