El insolidario - Blog de Javier Memba http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/ Tue, 03 Oct 2023 04:52:37 +0100 FeedCreator 1.7.2 "Nosotros", la primera distopia (II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12284/nosotros-la-primera-distopia-ii/ (viene del asiento anterior)

En mis primeras edades, recuerdo que procuraba ser gracioso al relacionarme con los demás. Si las cosas se podían expresar con cierta guasa, mucho mejor. Cuando empecé a beber sistemáticamente, la priva me envalentonó lo suficiente como para tornar altivez esa timidez, que otrora procuré superar con cierta gracia. Siempre he de agradecerle al frasco -que lo llamaba mi amigo Antonio Bartrina- haber equilibrado mi vida social. Cuando al cumplir el medio siglo dejé de beber, perdí el poco sentido del humor que me quedaba.

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Dado lo antedicho, excusaré extenderme sobre el aplauso con que suscribo esa observación de D-503 -el protagonista de Nosotros, nuestro ingeniero- cuando en la Anotación número 3 apunta: “no soy capaz de hacer bromas, pues bromear implica mentir con una intención poco clara” (pág. 112). La ciencia del Estado Único ha resuelto que el mundo antiguo -esto es el nuestro- era una suerte de broma donde las personas “vivían libres, como las fieras, los monos y los rebaños”. Ni que decir tiene que a mí, esta broma -que, en efecto, es nuestro mundo y nuestro tiempo-, como todas las bromas, me parece de mal gusto.

Ya anticipando ese enamoramiento, sobre el que, tanto aquí como en 1984 ha de pivotar la sedición, D-503 se refiere a cómo el mar de los antiguos servía de inspiración para los enamorados. Muy por el contrario, ellos han sabido sacar energía eléctrica del “enamoradizo susurro de las olas”. Se diría que Zamiátin, aunque ingeniero -y además notable, habida cuenta de que, durante su primer exilio, cuando tuvo que huir de la vesania zarista, encontrando refugio en Gran Bretaña, diseñó buques de gran calado en New Castle- quiso ser poeta. Sin embargo, al punto de referirse a la ya manida lírica del mar con una lucidez que me maravilla -en 1920, durante la redacción de Nosotros, fue capaz de presagiar a los poetas al servicio del estalinismo que habrían de proliferar en la España de los 30-, ironiza sobre las figuras poéticas del mundo antiguo: “el insolente silbido del ruiseñor” (pág. 161). Para concluir al punto: “Ahora la poesía es útil. Es un asunto de Estado”.

Nuestro ingeniero es un hombre con una gran responsabilidad en el Estado Único. Se le ha confiado el diseño y la creación de la Integral la nave con la que se ha de empezar la colonización de otros planetas, convirtiendo así al Gran Bienhechor en un emperador interplanetario. En semejante delirio totalitarista, chirría ese “ángel de la guarda” del que nos ha hablado D-503 en la pág. 160. Siendo esta del ángel custodio, una figura que me remite a las oraciones infantiles, y habiendo yo dejado de creer en Dios antes, mucho antes, de perder las ganas de hacer gracia, hay algo en ese apunte que me ha chirriado.

No me creo que ese materialista -que por bolchevique y por ingeniero debió de ser Zamiátin- aluda en el original al ángel de la guarda, concepto de varias religiones, pero ignorado -y probablemente denostado- por todas las concepciones materialistas de la existencia. Máxime considerando que nos habla de ese supuesto custodio para darnos noticia de S-4711, el agente del estado que vigila a nuestro ingeniero. A fe mía que lo del ángel es una licencia del traductor. El autor debe de utilizar otra expresión menos religiosa. De hecho, el que sojuzga el Estado único es un mundo tan materialista que sus dioses están allí, con ellos: “en el departamento, la cocina, el taller o el tocador. Los dioses se han convertido en lo que somos; ergo, nosotros nos hemos convertido en dioses” (pág. 162). Por lo demás, “el Dios de los antiguos, castigaba por igual una blasfemia contra la Santa Madre Iglesia que a un asesino” (pág. 206).

Uno de los fragmentos más celebrados de Nosotros es el de cierto diálogo referido a la niebla. Incluido en la Anotación número 13 (pág. 164), allí se dice que “sólo puede amarse lo insumiso”. Ésa es la poesía que me gusta a mí. Porque lo real, lo prosaico en este reino de la felicidad tutelado por el Estado Único, son las “máquinas humanizadas, convertidas en gente” (pág. 175). Gente que marcha como “guerreros asirios representados en un relieve: mil cabezas con los brazos en movimiento y los brazos juntos, moviéndose al unísono” (pág. 213).

 

Nosotros, además del de esta distopía fundacional del género, es el título del manuscrito donde D-503 consigna sus anotaciones. En la número 30 se alude a los antiguos españoles, no a nosotros, sino a los que sufrieron al Santo Oficio -aunque mucho menos de lo que se asegura en la Leyenda Negra, de la que Zamiátin viene a hacerse eco- ya que alaba el buen uso que hicieron nuestros antepasados de las hogueras de la Inquisición. Ni que decir tiene que esta última, una opinión de D-503, que no de Zamiátin, yo no la comparto.

(continuará)

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Javier Memba Fri, 29 Sep 2023 04:30:00 +0100
"Nosotros", la primera distopía (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12283/nosotros-la-primera-distopia-i/             De todo mi tesoro bibliográfico, uno de los textos que tengo en la estima más alta es el ensayo crítico que María Luisa Berneri fechó en el Londres de 1948 bajo el título de A través de las utopías. Escrito originalmente en inglés, esta mía -como tantos de los mejores libros que adquirí en los años 70- es una traducción argentina, llevada a la imprenta por la editorial Proyección en 1975. Fue una obra concebida en base al carácter social de la utopía, pues la autora -hija del profesor italiano Camilo Berneri-, cuando su progenitor fue asesinado durante los Sucesos de mayo en la Barcelona de 1937, siguió los pasos de su padre en el estudio del pensamiento libertario. Así pues, la panorámica que nos propone Maria Luisa Berneri arranca en la República (siglo IV a. e. c.) de Platón, tenida por la primera utopía y, tras pasar por las del Renacimiento, la Ilustración y las decimonónicas, acaba en las distopías del siglo XX.

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El género se volvió distópico después de que los comunistas -los asesinos de Camilo Berneri, por cierto- pusieran en marcha su utopía y resultase ser uno de los estados más despóticos, opresores y despiadados que ha conocido la historia: la dictadura de los miserables. También fue merced a la materialización de la utopía comunista, cuando esas recién nacidas distopías abandonaron su carácter social para abrazar la ciencia ficción que, a grandes rasgos y en esta ocasión, podríamos definir como aquellas historias que se basan en la plausibilidad de la sorpresa que le produce al lector aquello sobre lo que está leyendo.

            Fahrenheit 451 de Ray Bradbury llegó a las librerías en 1953; es decir, un lustro después de que María Luisa -muerta en el 49 en la flor de la edad (31 años), durante un parto- publicase ese ensayo que tanto estimo. Difícilmente, pues, podía hacer mención en sus páginas a esa tercera distopía que, comúnmente, cierra el tríptico rector del género. Pero Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y 1984 de George Orwell, sí que inspiran a mi dilecta los párrafos que merecen.

No obstante, Maria Luisa Berneri nos habla de una propuesta anterior, fechada en 1929, de la que es autor el ingeniero ruso Evgueni Ivánovich Zamiátin. Nosotros, el título en cuestión, fue dado a la estampa por una editorial parisina en 1929, ya con Zamiátin en el exilio. Aunque en la Unión Soviética no se consintió su edición hasta 1980, Nosotros, cronológicamente, es la primera distopía. Exactamente igual que la primera utopía es la República de Platón. Elogiada en público por Huxley y Orwell, quienes siempre reconocieron sus respectivas antiutopías -como las llama María Luisa Berneri- herederas de la de Zamiátin, fue éste un antiguo bolchevique. Pero, al igual que tantos camaradas de primera hora, acabó cayendo en desgracia cuando la revolución soviética resultó ser lo que fue. Sin embargo, quizás debido a que Gorki en persona intercedió por él ante el Zar rojo, Zamiátin fue de los pocos a los que Stalin dejó salir de la URSS y, una vez estuvo en el exilio, no mandó a ninguno de sus sicarios a acabar con él.

            Adquirí Nosotros, en la espléndida edición española de Cátedra, en la Feria del Libro de 2011. Pero no ha sido hasta estas últimas semanas cuando he empezado a leerlo. Azuzado por ese olvido que se dedica a la novela inaugural del género, en ese auge de las distopías al que asistimos desde que todos imaginamos una auténtica catástrofe patógena tras la pandemia, he acometido finalmente su lectura y no ha podido ser más satisfactoria. Si tuviera que definir Nosotros en pocas palabras, diría que es la historia de un matemático venidero -está ambientada un milenio después de la implantación del Estado Único- que no entiende su enamoramiento y se dirige a sus lectores -también del futuro y de otro planeta (Anotación nº 16)-, hablando de sí mismo como de una ecuación.

Contada en cuarenta capítulos –“anotaciones” puesto que el texto es una bitácora, escrita en la clandestinidad, como el diario del Winston Smith de 1984-, Nosotros es mucho más metafórica que sus herederas y -si se me permite la expresión- mucho más fantacientífica. No hay duda de que, si Zamiátin no está gozando de esa revisión de la que están siendo objeto Huxley y Orwell, cuyos dos textos han inspirado en los últimos meses hasta novelas gráficas, es debido a esa gravedad de la ciencia ficción soviética, de todo el otro lado del antiguo Telón de acero, me atreveré a decir. Siempre excelente, su enjundia, totalmente ajena a la fantasía y al ritmo vertiginoso de la occidental -y a los dichosos efectos especiales si hablamos de la ciencia ficción hollywoodiense-, ha sido un constante motivo de rechazo para el gran público.

            Antes de llegar a la novela en sí, el texto se abre con una extensa introducción en la que Fernando Ángel Moreno, amén de contarnos la peripecia vital de Evgueni Ivánovich Zamiátin -aunque dice ser uno de esos críticos que consideran “falaces y polémicas” las interpretaciones de las obras a partir de la vida de sus autores- nos propone un interesante recorrido por todo el género distópico. Como María Luisa Berneri por el utópico, pero más escéptico. De hecho, Moreno -aludiendo a lo apuntado por el propio Zamiátin- sostiene que la Revolución definitiva no existe. I-33, el número por el que se conoce a la enamorada de D-503, nuestro narrador e ingeniero, está metida en una revolución que pretende acabar con la revolución de la que surgió el Estado Único que tiraniza a nuestros protagonistas. Decididamente, la Revolución definitiva, ésa por la que, aun sin entenderla clamaban las masas enfervorecidas (pág. 32), no existe, es una utopía en sí misma. Igual que siempre hay una cifra más alta, una cantidad mayor, siempre habrá otra revolución que hacer para cambiar el nuevo curso de la historia nacido de la anterior. Comparto plenamente esta idea. Cuando los revolucionarios se convierten en policías para la salvaguarda de su revolución, siempre surgen nuevos revolucionarios dispuestos a acabar con ellos.

            A decir de Moreno, el término “distopía” fue acuñado por el filósofo británico John Stuart Mill durante una intervención parlamentaria. En esa larga e interesantísima introducción a la novela, el prologuista tiene tiempo para observar muchos aspectos comunes a toda la ciencia ficción. Así, nos hace ver cómo, para crear un mundo fantacientífico basta con alterar un par de cuestiones -la persecución de los libros de Fahrenheit 451, la prohibición de envejecer de La fuga de Logan (William F. Nolan y George Clayton Johnson, 1967), recuerdo yo-. El resto, perfectamente, puede permanecer tal cual es en la realidad.

            “Contra los postulados idealistas del comunismo, nos encontramos con el desastre soviético; contra los del capitalismo, con la pobreza del Tercer Mundo -escribe Moreno en la pág. 62-; contra la religión, los fanatismos, la lentitud de adaptación y la hipocresía económica e intelectual, además de sus permanentes choques con los descubrimientos científicos; contra la democracia, las manipulaciones e imposiciones de los grandes partidos políticos”... El dramatismo de la historia del amado siglo XX y su incomparable desarrollo tecnológico ha sido especialmente dado a la ciencia ficción en general y a las distopías en concreto. Nunca he echado cuentas, pero tengo la sensación de que el montante total de antiutopías es mucho mayor que el de utopías. Contra las esperanzas del futuro, nos encontramos con las sucesivas frustraciones del presente.

            Antes de dar paso a Zamiátin, la introducción se detiene en las distopías prospectivas. Aunque a mi juicio lo son casi todas -como 1984, escrita, como es bien sabido a comienzos de los años 40 y ambientada cuatro décadas después- es raro que el autor recree un mundo distópico contemporáneo a aquel en el que escribe y supone que van a leerle-, Moreno las localiza en el ciberpunk nacido con Neuromante (William Gibson, 1984).

Llega después un repaso a las ucronías. Esas historias sobre la historia alternativa -si Hitler hubiera ganado la Segunda Guerra Mundial, si la Confederación hubiera derrotado a la Unión en la guerra de Secesión estadounidense, etcétera-, que, de puro sombrías que se me antojan, a mí me interesan mucho menos.

 

(Continúa en el siguiente asiento)

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Javier Memba Sat, 09 Sep 2023 16:45:00 +0100
Blake y Mortimer en el Berlín de la Stasi http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12282/blake-y-mortimer-en-el-berlin-de-la-stasi/             Es una lástima que, en la contraportada de Ocho horas en Berlín, la vigésimo novena aventura de Blake y Mortimer -cuya traducción española llegó a las librerías el pasado mes de mayo- se ascienda a coronel al capitán Francis Blake. Sucede, además, que la cronología de este nuevo álbum de los amigos de Park Lane -fechado en 1963- es algo posterior a la habitual de la serie -entre los años 40 y 50-, contemporánea, casi siempre, a la publicación de cada nuevo título. Sólo El caso del collar (1965) -una de las entregas más atentas a la realidad, al estar basada, en efecto, en un asunto concerniente a una célebre alhaja que Duranton, el joyero, creó para María Antonieta- está fechada en los años 60. Con todo, El caso del collar es uno de los títulos menos recordados y reeditados de la colección.

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Ciertamente, el pie de imprenta original de La trampa diabólica data de 1960. Pero al ser la celada aludida en el título una máquina en el tiempo, la cronología de sus páginas va desde ciento cincuenta millones de años atrás, cuando los elasmosaurus, los plateosaurus, los tiranosaurios y los pteranodones dominaban La Tierra, hasta esa pastoral poscatástrofe atómica del siglo LI, mucho tiempo después de que las civilizaciones se destruyesen en un holocausto nuclear y bacteriológico. Más próximo, se me hace ahora, a ese universo subterráneo y venidero que Terry Gilliam nos presenta en 12 monos (1995).

Por lo que a mí respecta, el nuevo rango de Blake -leído la primera vez que hojeé el álbum, antes de adquirirlo- me desconcertó. Consideré que el capitán, con el curso del tiempo, había sido ascendido a coronel y recordé su envejecimiento en El último faraón. Entonces, ante el falso nombramiento, no reparé en esa otra excepción a la cronología habitual: el díptico de Las tres fórmulas del profesor Sato. Tanto su primer álbum -Mortimer en Tokio, 1970-, como el segundo -Mortimer contra Mortimer, 1990-, dibujado por el siempre aplicado Bob de Moor, son aventuras ambientadas en los años 70.

            Es una pena, pero cumple hacer notar que, el nuevo empleo de Blake obedece a un craso error de quien haya redactado ese texto o, acaso, de su traductor al español. Está claro que, quien haya sido, ha confundido el grado del capitán del MI5 -que aquí, en efecto, según leemos en uno de los bocadillos de la antepenúltima viñeta de la pág. 14, ha sido trasladado por el “Home Office” al MI6- con el de Olrik, el eterno enemigo de Blake y Mortimer, uno de los grandes villanos de la bande dessinée. Claro que sí. Ya desde la primera aventura -los tres álbumes de El secreto del espadón (1947-1953)- siempre ha sido coronel. Adscrito a distintos ejércitos, desde la fabulosa hueste de Basam-Damdu, improbable emperador de un Tíbet tan beligerante que recuerda al Japón de la Segunda Guerra Mundial, como a la Wehrmacht de la Alemania nazi. En Ocho horas en Berlín, Olrik trabaja para los soviéticos. Su lealtad es cambiante, siempre dependiendo de quienes sean los antagonistas de los héroes. Pero, sea cual sea la tropa, Olrik siempre es coronel.

            Ocho horas en Berlín es obra de auténticos fanáticos de los amigos del Centaur Club -José-Lois Bocquet (guión), Jean-Luc Fromental (dibujo)- según se desprende de sus respectivas dedicatorias. Así pues, no faltan los guiños a los personajes anteriores de la serie. El trabajo de José-Lois Bocquet ya me era conocido por Kiki de Montparnasse (2007). Publicada en España por la efímera ediciones Sins entido, fue una de las primeras novelas gráficas que se vendieron como tales y constituyó un verdadero éxito de lo que entonces se publicitó como un nuevo género. Recuerdo su lectura con sumo agrado.

Aquí, Bocquet me ha sorprendido cuando, tras confesar en la dedicatoria que fue su padre quien le inició en la lectura de las aventuras de Blake y Mortimer con La marca amarilla (1953), en la tercera viñeta de la página seis, recién llegado el capitán al piso que comparte con el profesor en Park Lane, Mrs. Benson haya sido sustituida por un mayordomo que responde al nombre de Barrett. De modo que ha sido un alivio que, aunque no hayamos de verla en Ocho horas en Berlín, al menos sí tengamos noticia de la señora Benson. Ya en la sexta viñeta de la página siete, Blake felicita a la antigua ama de llaves por la excelencia del pudín de pasas de Corinto que ha preparado para ellos. No se la ve. Pero sí se sabe de ella.

            Y, ya andando en la lectura, aplaudo sin fisuras el regreso del comisario Pradier, el encargado de investigar el robo de la joya en El caso del collar. Ya le queda menos de aquel parecido a Jean Gabin que le atribuyen algunos comentaristas. Pero su recuerdo en S.O.S. Meteoros (1959) permanece incólume. Blake también le recuerda cuando vuelve a coincidir con Pradier a orillas de lago suizo donde, los responsables de la seguridad de Estados Unidos, el Reino Unido y Francia, van a celebrar la reunión para disponer lo concerniente a la seguridad de Kennedy durante la visita a Berlín que se dispone a hacer. Hoy ya histórica.

Nos reencontramos con Pradier en la antepenúltima viñeta de esa página catorce que da tanto de sí. El otrora comisario, ahora es miembro de la SDECE -la inteligencia francesa hasta 1982- y, junto a su colega alemán, recibe a Blake al borde del lago suizo donde se va a preparar todo lo relativo a la seguridad del presidente estadounidense. Será a bordo de una “vieja bañera”, el Vevey, que navegará en círculos para mayor despiste de los operadores de radio.

El grueso de esta aventura, a fe mía una de las más interesantes de las últimas, tendrá lugar en el Berlín de la Stasi, ese Berlín que fue un nido de espías legendario. Al menos en lo que a inspiración literaria se refiere. Hay momentos, como ese fragmento de las páginas 4 y 5 en que los vopos de la zona oriental hieren mortalmente a Werner -un agente de Occidente- cuando intenta pasarse al otro lado del muro, que parecen sacados de El espía que surgió del frío (1963), la célebre novela de John le Carré o, para ser más precisos, de la espléndida adaptación fílmica de aquella ficción estrenada por Martin Ritt en el 65.

Hasta que Blake y Mortimer se reúnen de nuevo, aquí también se vuelve a ese recurso tan frecuente en la serie. Merced al cual, la historia avanza en dos direcciones: por un lado, la trama que nos descubre la peripecia del capitán; por el otro, la que se nos refiere mediante la del profesor. En Ocho horas en Berlín, el avatar de Mortimer le lleva a los Urales, a la Rusia soviética. Una vez allí, a una antigua clínica psiquiátrica. Durante el estalinismo, en aquel centro se enmendaba a los desafectos al orden establecido. Atrapado por los nuevos inquilinos de tan deplorables instalaciones, Mortimer vuelve a encontrarse en sus dependencias con Juluis Kranz, un mad doctor canónico. Convertido el antiguo frenopático en un laboratorio clandestino, en sus instalaciones, Kranz trabaja en secreto “lo intangible, la esencia volátil de la consciencia humana” (pág. 25, viñetas cuatro y cinco). “El hipocampo es el caballo de Troya que nos permitirá retomar el control de un mundo demasiado inmaduro para dejarlo valerse por sí mismo”.

El delirante nuevo mundo soviético, que Kranz y Olrik -también metido en el ajo- maquinan, ha de dar comienzo con el asesinato de Kennedy durante su visita a Berlín. Una vez eliminado, los enemigos del mundo entero le sustituirán por uno de sus peleles. En efecto, en sus instalaciones clandestinas, también le cambian la cara a los infelices que caen en sus redes. Cuando se descubren las dos líneas del argumento, el conjunto de la historia es relativamente previsible. Pero eso no le resta interés. Insisto, particularmente, Ocho horas en Berlín es la entrega que más me ha gustado desde La onda Septimus (2013).

A destacar también el montaje en paralelo al tratamiento, al que Kranz somete a Mortimer. Es exactamente igual al de Alex (Malcolm McDowell) en La naranja mecánica (1971), la polémica adaptación de Stanley Kubrick de la novela de Anthony Burgess de 1962. El procedimiento para mantenerle los ojos abiertos al profesor, mientras asiste a la proyección de una cinta con imágenes de diversas crueldades, es un calco del mostrado por el cineasta respecto a Alex. La única diferencia es que a Mortimer se le muestra el famoso plano de Janet Leigh en la secuencia de la ducha de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960).

 

Huelga decir que nuestros amigos salvarán a John Fitzgerald Kennedy. Y, también huelga decir, que no podrán hacer nada el 22 de noviembre de 1963, cinco meses después de la aventura berlinesa, cuando JFK sea asesinado en Dallas. Esa noche, Blake y Mortimer escucharán la noticia en la sala de fumadores del Centaur Club.

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Javier Memba Fri, 01 Sep 2023 10:30:00 +0100
Volver a escuchar "When I'm Sixty-Four" http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12281/volver-a-escuchar-when-im-sixty-four/  

            Obedeciendo a una antigua promesa, el pasado viernes, nada más levantarme, escuché When I'm Sixty-Four, el segundo corte de la cara “b” del Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967), el octavo álbum de estudio de The Beatles. Cumplí así con una palabra que me di a mí mismo, cuando, contando cincuenta y tantos años menos -debía de tener doce o trece-, traduje el título de esta canción. Al punto, se convirtió en mi favorita del Sgt. Pepper's y el pasado viernes, día 11, cumplí sesenta y cuatro años.

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Desde las primeras audiciones de When I'm Sixty-Four, me llamó la atención cierto aire antiguo de su sonido, empero la modernidad que irradiaba el Sgt. Pepper's. Entonces, en 1972, cuando me lo compré, el disco aún era una de las cumbres de la psicodelia -su portada ya era icónica-, y la psicodelia aún no había sido desplazada por ninguna de las estéticas que le sucederían en la vanguardia del rock.

En cuanto a mí, aún no sabía qué fue el music hall, evocado en el sonido de los clarinetes incluidos en la mezcla por George Martin, que en la ignorancia y la simpleza de mis doce o trece abriles, yo percibía como ese “aire antiguo”. Pero esa antigüedad era un valor añadido al embrujo que tenía para mí el devenir de los días, el inexorable curso del tiempo, al que también alude Paul McCartney, autor de la canción, en su letra y en su música con el aire antiguo. Vuelvo a repetir -pese a haberlo escrito ya en tantos sitios- que, en la preadolescencia, cuando aún no había vivido lo suficiente como para tener recuerdos, uno de mis más necios anhelos fue que el tiempo pasase para tenerlos.

“Cuando yo cumpla sesenta y cuatro años, si es que llego, escucharé When I'm Sixty-Four” ése fue mi juramento.

Sin embargo, en honor a la verdad, debo decir que nunca creí que llegaría a vivir tanto tiempo. Pero el caso es que hoy vengo a congratularme de haber llegado a viejo. Lo vengo haciendo desde que lo soy, es decir, desde que cumplí sesenta años tan campante. Fui joven apasionadamente, pero, como también he dicho en innumerables ocasiones, por recuperar la juventud perdida, no vendería mi alma a Mefistófeles si esta noche se me apareciese. Por otra cosa, es muy probable; por volver a ser joven, nunca.

Esa serenidad, que me ha dado la senectud, frente a la urgencia por emborracharme, que me abrumó esporádicamente desde los trece hasta los cincuenta años; ese sosiego, desde el que recuerdo mis ebriedades, es impagable.

Ya sesentón con creces, creo que soy un buen anciano. Tengo pocas dolencias -una minucia para todo lo que me he pasado-, pero no se las cuento a nadie. Porque a nadie le importan, exactamente igual que a mí no me importan las de nadie. En su canción -naturalmente, una de mis favoritas de las de McCartney-, su autor nos habla de un joven que le pregunta a su chica si le seguirá amando cuando tenga sesenta y cuatro años. Ya se sabe, esa necesidad de futuro que precisa el amor si es verdadero.

En lo que a mí respecta, la respuesta es afirmativa: treinta y tres años después de conocernos, mi esposa y yo nos amamos más, infinitamente más, que el primer día. Hice las instantáneas -autorretratos- del collage que ilustra estas líneas en Palma de Mallorca, durante nuestra visita a las Baleares del pasado junio. Pero su espíritu no dista del de aquellas fotos en Formentera, hace ahora treinta años. Y tampoco de las primeras, que le hice a ella en el año 90, en la Casa de Campo. Hemos envejecido juntos, como el gran McCartney preguntaba a su musa.

El de Liverpool escribió una primera versión de la canción cuando sólo contaba quince primaveras. Gracias a When I'm Sixty-Four, yo imaginé en la adolescencia lo dichoso que sería envejecer junto a la mujer de tu vida. Vengo a dar aquí fe de ello pues el otro día, cuando cumplí sesenta y cuatro años, al hacer balance, comprobé que era mi caso. Sin mi esposa, La Santa que la llamaba cuando me dejaba ir a emborracharme, no habría podido llegar a viejo de ninguna manera.

 

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Javier Memba Thu, 17 Aug 2023 05:15:00 +0100
Que la tierra le sea leve a William Friedkin http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12280/que-la-tierra-le-sea-leve-a-william-friedkin/             Entusiasta de la Hammer Films como soy, hay un dato que manejo con frecuencia: aquel cine puesto en marcha por el estudio de los Carreras, que en tan alta estima tengo, al igual que el resto del fantastique británico de los 60 y toda esa pantalla que, desde el ciclo de terror de la Universal, en los albores del sonoro, estaba presidida por el vampiro, el licántropo y la abominación de Frankenstein; todo el cine de terror clásico, en definitiva, tocó a su fin con el estreno de El exorcista (William Friedkin, 1973) y los endemoniados que siguieron a Regan (Linda Blair), su protagonista, en el nuevo canon del género. La propia Hammer, ya desorientada en su línea de producción, puso en marcha La monja poseída (Peter Sykes y Don Sharp, 1978), su aportación a esa nueva pantalla que había finiquitado ese repertorio que tanto lustre dio al estudio de los Carreras.

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            En fin, llorando el florilegio de la Hammer, he considerado, con frecuencia, a El exorcista. Pero no había vuelto a pensar en Friedkin hasta la reciente noticia de su fallecimiento, ya octogenario con creces, el pasado día siete.

Entonces sí, tras su deceso, lo he recordado en la cartelera de los años 70, en dos de sus cintas más notables de aquel tiempo, y he rememorado cómo las disfruté yo cuando sólo era un espectador, mero pero muy aplicado. Acto seguido, me ha venido a la cabeza mi primera revisión de Contra el imperio de la droga (1971), el primero de esos filmes del finado a los que me refiero, siendo ya cinéfilo.

De cuando era un mero espectador muy aplicado, recordaba con precisión cierto diálogo en el que Popeye Doyle (Gene Hackman), refiriéndose a un sospechoso que bebe en el mismo bar que él, pregunta un compañero acerca de “ese tipo que tira los billetes como si los rusos estuvieran ya en Nueva Jersey”. Eran los años en que la Guerra Fría gravitaba sobre el mundo entero.

            Aprenderse los diálogos es un primer paso en la cinefilia. Poco más. Está bien, pero es sencillo. La verdadera enseñanza de Contra el imperio de la droga es la secuencia de la persecución, con el malote huyendo en un vagón del metro de Nueva York, por un tramo que discurre al aire libre, sobre un paso elevado -ese metro neoyorquino a la intemperie que tantas veces nos ha mostrado el cine-, y Popeye Doyle -el oficial más entregado de la brigada de narcóticos-, persiguiendo al convoy por debajo, esquivando a gran velocidad los pilares de hierro sobre los que se alzan los raíles del metro.

La persecución, que fagocita toda la secuencia a la que pertenece, dura trece minutos y consta de dieciséis planos, muy picados entre sí, naturalmente, en el montaje. El primero de ellos, focalizado por la mirada de Popeye, nos muestra lo que hay al otro lado del parabrisas; de él pasamos a un inserto del pie del policía, pisando alternativamente el acelerador y el freno. Ya el tercero, es un primer plano del oficial, visto a través de dicho parabrisas, en el que, para dar mayor sensación de velocidad, menudean los reflejos. En el siguiente plano subjetivo de Doyle, una madre con el carrito de un niño, se dispone a cruzar la calzada, lo que nos lleva a un plano de conjunto del coche precipitándose contra unas basuras para esquivarla. En cuanto al sonido, todo son chirridos de los neumáticos y bocinazos…

Si hay un podio para las persecuciones en coche del thriller estadounidense, esta de Contra el imperio de la droga fue la que desplazó de dicho pedestal a la de Bullit (Peter Yates, 1968). La de Friedkin por las calles de Nueva York, la de Yates por las de San Francisco, parecen llevar al espectador de la Costa Este a la Oeste como el amante del jazz va del bebop de Nueva York al cool de San Francisco. Podría extenderme mucho más sobre esos trece planos del coche de Popeye persiguiendo vertiginosamente el convoy en el que se escapa el villano. De hecho, esta de Contra el imperio de la droga, fue una de las primeras persecuciones que estudié como cinéfilo. Mas me limitaré a dar noticia de cómo Friedkin, para aumentar la sensación de velocidad, en los planos trece y catorce, coloca la cámara a ras del lateral del coche.

También podría hablar de cómo descubrí en el cine Palafox Carga maldita (1977), el remake de Friedkin de El salario del miedo (1953), antes que el original, la obra maestra del gran Henri-Georges Clouzot. Llegado el momento de hacer el balance postrero de su filmografía, lo que más pondero es cómo Friedkin fue uno de los realizadores que descubrí siendo un mero espectador muy aplicado y volví a estudiar, años después, ya con la entrega absoluta del cinéfilo.

 

El exorcista, sin embargo, no la visioné en su momento, conocí antes la banda sonora,Tubular Bells, de Mike Olfield. La cinta la vi por primera vez siendo ya cinéfilo, predispuesto, además, hacia ella negativamente por ese entusiasmo -rayano en el culto- de mi afán por el terror clásico. De modo que despido a William Friedkin agradeciéndole dos cintas: Contra el imperio de la droga y Carga maldita. Que la tierra le sea leve.

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Javier Memba Sat, 12 Aug 2023 13:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve al gran Francisco Ibáñez http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12279/que-la-tierra-le-sea-leve-al-gran-francisco-ibanez/             Yo también vengo a llorar la muerte de Francisco Ibáñez. Que llegue un poco tarde se ha debido a una serie de artículos, que me han ocupado hasta hace apenas unas horas, impidiéndome acusar el óbito de este gran historietista español el pasado sábado, cuando, como el resto de los lectores de las aventuras de Mortadelo y Filemón, sentí la noticia de la muerte de su creador con un dolor muy íntimo. Porque yo nací en la España del tebeo, que con tanto acierto la llamó Antonio Altarriba en el excelente ensayo que dedicó a tan queridas viñetas en 2001. Aquella España en la que el término “cómic” aún estaba por acuñar -como tantas palabras llegó siendo un extranjerismo, que empezó a oírse a finales de los años 60- y no digamos el resto de las denominaciones, aún más pomposas y recientes -noveno arte, novela gráfica-, que, en cierto sentido, denotan la elocuencia que nos falta para hablar de los tebeos con todo el cariño que les profesamos y el encomio que, sólo por eso, se merecen estas “publicaciones infantiles” -o “juveniles”- que se autodenominaban en la leyenda que rezaba bajo el título.

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            Si nunca me cansaré de decir que yo fui el niño más feliz del mundo, es, entre otras cosas, porque nací en el Madrid de la queridísima España del tebeo. Como ya sabrán los lectores de esta bitácora, Tintín, el infatigable reportero de Le Petit Vingtième, es la primera referencia de mi mitología personal. Pero Tintín, en el año 63 -cuando se convirtió en mi primer mito- se leía -yo aún no sabía hacerlo, me bastaba el encanto de sus dibujos- en álbumes que me traían los Reyes Magos o me obsequiaban en los cumpleaños y demás ocasiones especiales. Los tebeos me los compraba mi madre los domingos al salir de misa o para que estuviera callado cuando me llevaba de visita.

Los primeros que recuerdo son los Pumby de la Editorial Valenciana. Después las Hazañas Bélicas del gran Boixcar, publicadas en origen por Toray, cuya colección completa aún atesoro en una reedición de los años 90. Al igual que otra de los 2000, en Plural, y concebida exprofeso para su comercialización por entregas semanales, de cincuenta aventuras de Mortadelo y Filemón. El sulfato atómico (1969), que siempre ha sido mi favorita, fue el primer álbum que me compré yo mismo. Aún recuerdo cómo ahorré, peseta a peseta de mi asignación semanal, hasta llegar a los veinte duros que me costó en la librería Progreso, de la madrileña calle de Illescas, ya desaparecida por la secular animadversión que profesa a los libros una buena parte del paisanaje de la patria de Cervantes. Menos mal que, quienes los amamos por encima de todas las cosas, suplimos con nuestra entrega a los textos la inquina que les tienen los descendientes, qué duda cabe, del cura y el barbero que le expurgaron y quemaron la biblioteca a El Caballero de la Triste Figura.

“El Quijote no siempre empieza en un lugar de La Mancha”, decía el primer eslogan que realzó a los tebeos. Se daba a entender con él que el amor a la lectura -que al ser la mejor expresión del pensamiento y la cultura es lo que de verdad dignifica y enriquece al ser humano, que no la siempre infausta política, que invariablemente lo aboca al abismo-, no necesariamente tiene que empezar ni en El Quijote ni en ningún otro clásico. Perfectamente podía arrancar con un tebeo, que por aquel entonces ya se empezaba a enaltecer bajo el nombre de cómic. Ése fue mi caso, sin ir más lejos. Pero yo ya amaba tanto al TBO original, el que dio nombre a sus pares, que siempre he usado indistintamente las dos denominaciones. De hecho, me enorgullezco de haber nacido en la queridísima España del tebeo. Entre otras cosas, por todo el placer que me ha proporcionado. Decir la España del cómic sería aludir a un concepto impreciso: habría que definirlo antes de referirse a él. Sin embargo, cuando Altarriba habló por primera vez de la España del tebeo, cuantos la conocimos sabíamos perfectamente a qué se refería. En líneas generales, no era otra que aquella que se fue entre Flechas y Pelayos -y el resto de las publicaciones señeras de posguerra- y Makoki, el inolvidable personaje de Gallardo y Mediavilla, ya en la transición.

Si aquella España del tebeo tuvo una edad de oro, esa fue la marcada por las publicaciones de la editorial Bruguera -Pulgarcito, Tío Vivo, El DDT, Din Dan…- y si dentro de ella hubo un historietista que caló más hondo que ningún otro entre los lectores, ése fue el gran Ibáñez. Sin duda alguna, el dibujante más querido de todo el tebeo español. Más incluso que Victor Mora y Ambros, los creadores de El Capitán Trueno, todo un clásico del tebeo español, también nacido en Bruguera.

Como el común de los lectores de Mortadelo y Filemón, yo descubrí a todos los personajes del gran Ibáñez en los tebeos de Bruguera. Aquellas antiguas delicias de la edición patria que, una vez leídas, se cambiaban como cromos. Amén de en el quiosco, podían adquirirse en las librerías de lance, donde su condición de “usados”, se daba a conocer por un pequeño triángulo del ángulo superior izquierdo rojo. Si aparecía recortado es que aquel tebeo ya había tenido un lector. Creo recordar que descubrí a los técnicos de investigación aeroterrestre en Pulgarcito, publicación en la que, al parecer nacieron en 1958. En las revistas -es decir, en los tebeos propiamente dichos- cada personaje llevaba, únicamente, un número determinado de páginas. Si ya destacaban, como el caso de la pareja de agentes, solían ser dos: a menudo las centrales. Como es harto sabido, 13 rue del Percebe, otra de las grandes creaciones de Ibáñez, era la última. Con el tiempo, cuando la obra del gran dibujante barcelonés que hoy lloramos accedió a ese podio que ocupa en la historieta española, Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio chapuzas a domicilio y el también querido botones Sacarino, merecieron sus propios álbumes. Pero cuando Mortadelo y Filemón inspiraron a su creador El sulfato atómico, ellos solos merecieron dicho privilegio. Y lo era, sin duda, pasar del tebeo al álbum. Hasta las viñetas parecían más grandes en estos segundos, que al principio solo se vendían en librerías, a diferencia del tebeo, que se adquiría en los quioscos.

Ya en mi primera lectura, El sulfato…, además de una parodia de las películas de agentes secretos, tan en boga entonces, me pareció en la estela de El dictador y el champiñón (André Franquin y Maurice Rosy, 1956). Ibáñez, sin pretender menoscabar en modo alguno su maestría al apuntar esto, siempre se ha antojado más influenciado por la escuela de Marcinelle que por la de Bruselas. Pero está clarísimo que estaba mucho más cerca de la bande dessinée que de ninguna otra tradición historietística. Y no sólo por la frecuencia con la que incluía frases en francés en sus bocadillos. Mi querido botones Sacarino casi es un trasunto de Tomás el Gafe, otro de los grandes personajes de Franquin. Pero ésta es una conclusión a la que llegué cuando ya se me había pasado la edad de leer tebeos.

Coleccioné las aventuras de Mortadelo y Filemón en Ases del Humor, la primera edición que conocieron como álbumes, durante una buena parte de los años 70: Valor y al toro (1970), Magín el mago (1971), El caso del bacalao (1971), La historia de Mortadelo y Filemón (1971), donde se nos contaba como un crecepelo del doctor Bacterio dejó calvo al otrora llamado Mortadelo el melenudo… Siempre supuse que esa forma de Ibáñez, de organizar sus álbumes de los de la TIA en varios episodios de dos páginas, debía de obedecer a la costumbre de las dos páginas semanales de los tebeos. En fin, aquellos Mortadelos, en los que fui haciéndome con el universo de la TIA -el superintendente Vicente; Ofelia, la secretaria, el ya citado Bacterio- fueron todo un placer hasta que la mala vida, los desatinos y los desastres me llevaron a vender todos mis cómics, a excepción de las primeras y segundas ediciones de Tintín, por lo poco que me dieron.

Ya andando los años 90, cuando empezaba a pasárseme la edad de seguir leyendo tebeos, comencé a estudiar el cómic de mi agrado con el mismo interés que el resto de las manifestaciones artísticas y literarias que me conmueven. Ya en los 2000, en las relecturas de aquellos álbumes de Plural, me di cuenta de que Mortadelo, en las escasas viñetas que se quita las gafas, es uno de los personajes más tristes de toda la historia del cómic. Tanto él como el “jefe”, que llama siempre a Filemón, son rencorosos, como en la vida misma. Aunque en las viñetas, al menos en las que yo conozco, ese resentimiento que se guardan los de la TIA no lo tiene nadie. Me gusta especialmente esa estampa final, tan frecuente, en la que Mortadelo muestra uno de sus disfraces, en un desierto, en el polo o en cualquier otro lugar remoto, cuánto más mejor, del horizonte donde han protagonizado su último desastre. Allí, la víctima del desaguisado los busca con armas terribles para darles muerte. A veces es el titular de un periódico el que da noticia de la hecatombe que han armado.

También fue entonces, en mis primeros estudios sistemáticos del cómic, cuando empecé a comprender la grandeza de la obra de Francisco Ibáñez en toda su dimensión. El gran problema del tebeo en España es que no se empezó a considerar como ese noveno arte que es, según la numeración actual de las musas, hasta muy tarde, hasta aquello de que El Quijote no tiene necesariamente que empezar siempre en un lugar de La Mancha, que un futuro buen lector de Schopenhauer, perfectamente, puede nacer al abrir por primera vez un cómic.

Cuando los tebeos no eran más que baratijas para que los niños estuvieran entretenidos, sus creadores cobraban en consecuencia. Es decir, una miseria. Así las cosas, no eran más que una mercancía de consumo rápido. Tanto que los historietistas, muy a menudo, se veían obligados a abandonar los fondos para producir más y, de este modo, ganar, si no mucho, sí suficiente para vivir sin demasiadas estrecheces. Probablemente, si los grandes dibujantes españoles hubiesen ganado igual que Franquin, Hergé o el resto de los maestros de la bande dessinée, los fondos de sus viñetas hubieran sido tan ricos como los de las aventuras de Alix, del gran Jacques Martin. En fin, de lo estrechamente ligado que está el tebeo español a la necesidad, a la subsistencia en condiciones económicas precarias, vienen a dar fe personajes como el bueno de Carpanta, de Escobar, otro de los grandes dibujantes de Bruguera.

Y también da fe de lo mal retribuido que ha estado siempre el cómic en España el estajanovismo del gran Ibáñez. Puede que sólo empezase a estar bien pagado al final de su carrera, cuando pudo dejar al resto de sus personajes y dedicarse sólo a los agentes. Hasta entonces concibió tanto buen cómic acuciado por la necesidad de sacar a su familia adelante. Murió trabajando.

Tuve la gran suerte de entrevistarle por teléfono, con motivo de una selección de sus álbumes publicada por El Mundo. Lo primero que hice fue agradecerle los buenos ratos que había pasado con Mortadelo y Filemón desde mis primeros pasos como lector. El maestro aceptó mi gratitud con la misma simpatía que hacía con la de todo el mundo. Pocos de los que se van allí de donde nunca se vuelve dejan tanto cariño entre todos como el gran Ibáñez.

 

Pocas cosas me parecieron tan justas como esas iniciativas, a las que asistimos en los últimos tiempos, para premiar a este gran historietista barcelonés con el Princesa de Asturias o el Nacional de Literatura. Desde luego, méritos no le faltaban al creador de tanto buen cómic. Qué la tierra le sea leve al gran Francisco Ibáñez.

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Javier Memba Thu, 20 Jul 2023 21:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve a la maravillosa Jane Birkin http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12278/que-la-tierra-le-sea-leve-a-la-maravillosa-jane-birkin/           (Publicado originalmente en Zenda Libros, el once de agosto de 2021)

            Si puede decirse que Jane Birkin fue la última chica yeyé, es porque con ella las canciones pasaron de evocar aquel universo de besos robados antes de las diez, que nos sugerían las candorosas piezas de Sandie Shaw -Tell the Boys, Long Live Love, Monsieur Dupont…- a las alusiones, apenas veladas, de los placeres de la carne -para la perdición de las almas- en Je t'aime... moi non plus. Ya en ese derrotero, cuando el tiempo de los yeyés tocó a su fin, la dulce Jane fue de las primeras que se quitó la minifalda y las medias de color para convertirse en toda una heroína de la revolución sexual.

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            Si aquella transformación, que entre comienzos de los años 70 y la expansión del sida a finales de la década siguiente llevó a todas las sociedades occidentales -no solo a la de la España pretérita- del sexo escondido por indecente, a su exhibición como un signo de libertad y modernidad… Si aquella revolución incruenta arrancó con una canción. Y si convenimos que la libertad sexual es tan importante como el resto de las libertades, nadie tiene porque escandalizarse ante quien sostenga que Je t'aime... moi non plus, más de medio siglo después, se antoja a la Revolución Sexual como Grândola Vila Morena a la Revolución de los Claveles portuguesa.

            No podría precisar cuándo supe de Jane Birkin por primera vez. Es de suponer que fuera al descubrir Je t'aime... Bien pudiera haber sido así porque, aunque el gran éxito de Serge Gainsbourg de 1969 fue prohibido en España, como en el Reino Unido y en tantos otros países, aquí también se escuchaba más o menos clandestinamente. Una vez oída, la canción no era para tanto. Si acaso los jadeos de la dulce Jane. Por lo demás, la letra era en francés y, salvo lo del vaivén entre las caderas, predominaba en ella un lenguaje poético -“Tú eres la ola, yo la isla desnuda”- cuyo sentido último -una exaltación del sexo sin amor- solía escapársele a las audiencias más verdes en la lengua de Baudelaire, quienes traducían el célebre título, Je t'aime... moi non plus (Te amo…, yo tampoco) con un “Te amo, yo no más”.

            Del mismo modo ignoraban -aunque de haberlo sabido les hubiera traído sin cuidado a quienes estaban a lo que había que estar cuando se escuchaba Je t'aime... -, que el célebre “Te amo, yo tampoco”, aludido en el título, es una reinterpretación de cierta perla que dedicó Dalí a Picasso. Fue en la conferencia que el primero pronunció sobre el segundo el doce de noviembre de 1951 en el teatro María Guerrero de Madrid: “Picasso es comunista, yo tampoco”.

            En fin, ya en las postrimerías del franquismo, aquellos inquisidores que prohibían las cosas no bastaban para perseguir a todos los particulares que volvían de Francia con el disco del gran Serge y la dulce Jane. Y no eran pocos si se considera que el deseo del fin de la censura que vetaba el softcore -aquellas cintas con desnudo de la chica, como Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974), que se iban a ver a Perpiñán- era mucho mayor que el habido por la legalización de los partidos políticos. De hecho, cuatro décadas después, el destape ha quedado como el aspecto más feliz de la Transición.

            Pero hoy vengo a exaltar a la Jane Birkin anterior. Recuerdo haber bailado Je t'aime... moi non plus en la España de Franco, en el verano del 74, en aquellas fiestas celebradas en casa de los amigos cuyos padres estaban de viaje. Me recuerdo abrazándome a la chica como si fuera de azúcar. Todo en ella era esa “gracia antigua, fugaz como un reflejo”, de la que nos habla el sabio y yo verifiqué fascinado en las compañeras de mi adolescencia y mi juventud. Con todo, pese al lugar que la canción, esas reuniones y esas jóvenes ocupan en mi mitología personal, no puedo asegurar que fuera aquella mi primera noticia de Jane Birkin.

            Mi primera referencia de la última yeyé bien pudiera haber sido con los yeyés ya barridos por el viento de la historia, en cualquiera de esas comedias de Claude Zidi, que mi dilecta protagonizaba junto a Pierre Richard -La mostaza se me sube a la nariz (1974), Las carreras de un banquero (1975)-, y yo veía en el cine Rialto de la Gran Vía madrileña. En aquellas películas, la dulce Jane Birkin estaba mucho más cerca de la jovialidad de las chicas divertidas de mi época -que, aun siendo maravillosas, no se mostraban afectadas por su encanto- que de las procacidades de su dueto con Gainsbourg. Y no deja de ser curioso porque fue de las más pródigas en el softcore de los 70: sus piernas largas, su desparpajo, su sonrisa luminosa… Sin embargo, más que como un mito erótico -la chica que fingía los jadeos en la canción con la que los yeyés perdieron la ingenuidad-, ya entonces la admiraba como a una de las grandes mujeres de los 70, un prototipo de la femineidad en los días de la revuelta que, en su concepto más amplio, fue el norte de la juventud de aquella década.

            A diferencia de las grandes glorias del softcore -Corinne Cléry, Laura Antonelli, la queridísima Sylvia Kristel, por supuesto- cuya filmografía fue a menos en los 80, Jane Birkin comenzó a colaborar con algunos de los grandes autores del cine francés. Con Jacques Rivette lo hizo por primera vez en el 84, protagonizando El amor por tierra. Cuatro años después, ya era una mujer tan singular y notable que inspiró un documental a Agnès Varda, referencia obligada del cine feminista: Jane B par Agnès V.

            Inglesa que aún canta en francés -el idioma ideal de la canción yeyé-, la dulce Jane se ha aplicado tanto en su práctica de la lengua de Baudelaire que Varda la confió una recreación de Juana de Arco. Fue la propia Jane quien tuvo que recordar a la realizadora que, habida cuenta de su acento británico, no le parecía muy apropiado interpretar a la Doncella de Orleans. No hará falta recordar que la patrona de Francia fue enviada a la hoguera a instancias de los ingleses.

            Particularmente, también fue en los 80, siendo yo ya cinéfilo, cuando descubrí el encanto de Jane Birkin en su totalidad. Su filmografía arranca en el Londres que la vio nacer en 1946 y se remonta a El knack y cómo conseguirlo (1965), la obra maestra de Richard Lester que también debe entenderse como un filme que presagiaba el Swinging London.

            Y cuando aquella edad dorada de la capital británica floreció, Jane Birkin fue una de sus musas más sobresalientes. De modo que, además de la última, también fue una de las primeras yeyés. Tan procaz como Marianne Faithfull y tan encantadora como Pattie Boyd, el primer escándalo que protagonizó Jane Birkin fue su desnudo en Blow Up (1966), el filme londinense del gran Michelangelo Antonioni y uno de los títulos fundamentales del repertorio del Swinging London.

            Y hubo más, antes de instalarse en Francia y vivir su gran amor junto a Serge Gainsbourg -el compositor por antonomasia de la canción yeyé-, tuvo tiempo de protagonizar Wonderwall (1968), un filme psicodélico de Joe Massot sobre un guión de Guillermo Cabrera Infante producido y musicalizado por George Harrison. De modo que todo en ella ya era modernidad cuando viajó a Francia para incorporarse al reparto de La piscina (Jacques Deray, 1969) junto a Romy Schneider, Alain Delon y Maurice Ronet. En una de sus secuencias, la maravillosa Jane fue la primera -antes que Sylvia Kristel- que convirtió en un objeto erótico un sillón de mimbre. Tres décadas después, cuando protagonizó junto a Dirk Bogarde Nuestros días felices (Bertrand Tavernier, 1990) ya era una de las mejores actrices europeas de la segunda mitad del amado siglo XX.

            Dejó de ser todo modernidad, dejó de ser como las chicas más joviales de mi época en La bella mentirosa (1991), la cinta con la que el gran Rivette -“el más fanático de nuestro grupo de fanáticos”, según el gran Truffaut-, acabó por destacar en la cartelera española. De hecho, Liz, el personaje que Jane incorpora en esta adaptación de La obra maestra desconocida, el célebre cuento de Balzac, es la esposa y antigua musa de Edouard Frenhofer (Michel Piccoli), un artista al que ha dejado de inspirar.

            Y también fue en una colaboración con Rivette donde admiré a Jane por primera vez hecha una anciana, recreando a la Kate de El último verano (2009). Las procacidades de Je t'aime... moi non plus y el sillón de mimbre de la piscina en las proximidades de Saint-Tropez habían quedado en la distancia, cuarenta años atrás. La Jane Birkin de las piernas largas, la sonrisa luminosa y el softcore era toda una señora mayor. Eso sí, aún conservaba la suficiente gracia para pasearse por el alambre del circo en el que está ambientada la cinta como una funambulista de veinte años. Me conmovió. En Crónicas diplomáticas (2013), una de esas delicias con las que tan a menudo nos sorprendía Tavernier, Jane Birkin se nos presenta aún más anciana. Pero fue en El último verano donde el invierno de los días de la actriz me tocó el corazón. Fue como ver de pronto a todas las chicas de mi época tan viejas como yo. Fue como si la película fuese verdad.

            Buscando aquella chica icónica de los años 70, al punto revisé las comedias de Claude Zidi. Y ahora, que ir al cine comienza a ser un recuerdo, he comprobado cómo la imagen de Jane en ellas -disparatada tal la de las actrices de la comedia screwball- también me devuelve las sesiones en el Rialto. Lo que no he hecho ha sido volver a escuchar Je t'aime... moi non plus. Serge Gaisnbourg forma parte de mi banda sonora particular desde que descubrí sus éxitos para las yeyés francesas -France Gall (Les Sucettes), Françoise Hardy (Comment te dire adieu), Anna Karina (Sous le soleil exactement)…- pero desde que busco en Jane Birkin ese rastro de mi adolescencia, tiendo a escucharlo en las múltiples versiones que ella le dedica.

 

            Considerando que las últimas entregas de la discografía de mi dilecta han sido variaciones sobre distintos temas del hombre de su vida, hay dónde elegir. Me quedo con La Javanaise que también habla de un baile fugaz como un reflejo, un amor que dura el tiempo de la canción.

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Javier Memba Sun, 16 Jul 2023 16:30:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Carmen Sevilla, antigua novia de España http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12277/que-la-tierra-le-sea-leve-a-carmen-sevilla-antigua-novia-de-espana/  

            “Yo soy la Carmen de España y no la de Merimée”, rezaba la letra de una de sus primeras canciones. Y bien es cierto que, en los años 50, Carmen Sevilla fue la novia del país entero, dignidad que sólo ostentan las actrices con más encanto. Y como la novia de la nación que era, en 1957, cuando sus tropas se batían en Sidi Ifni en una guerra que prácticamente habría de ser ignorada, la Carmen de España fue a cantar a los soldados que defendían una de las últimas fronteras coloniales del país. A buen seguro que aquejada del Alzheimer en la residencia madrileña donde pasó sus últimos días, ella no recordaba esa colección de instantáneas que brindó a la memoria colectiva cuando posó entre los soldados con la misma gracia que Marilyn Monroe lo hizo con las tropas estadounidenses en la guerra de Corea. Si alguno de aquellos combatientes sigue aún vivo y en la plenitud de sus facultades, seguro que no ha olvidado el día en que Carmen Sevilla fue a cantarles y se fotografió entre ellos.

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            Con la misma simpatía que se subía a un avión y se iba al frente, asistía a las recepciones en Chicote o en el hotel Castellana Hilton con las que aquella España de los años 50, que empezaba a abrirse a las coproducciones internacionales, agasajaba a los primeros técnicos y actores norteamericanos que venían a participar en ellas. Hay fotos que dan fe de la impresión que le causó su belleza a Frank Sinatra. Aquellos eran los días en que Carmen Sevilla brillaba en las mismas fiestas que Ava Gardner. Sin embargo, seguramente, el recuerdo más preciado que la actriz guardó de aquellos tiempos, fue el cariño que le profesaban sus compatriotas. Los españoles, maravillados, la veían ir de las adaptaciones de zarzuelas como La revoltosa (José Díaz Morales, 1949) a filmes de exaltación folclórica como Gitana tenías que ser (Rafael Baldeón, 1953) encandilados con su donaire y su hermosura. Fuera cual fuese el personaje que encarnaba, su principal característica era una españolidad sin fisuras. Las mujeres a las que dio vida Carmen Sevilla le cantaban a la patria, al novio o a la Virgen del Rocío. La emoción que la intérprete ponía siempre, fuera quien fuese el destinatario de su copla, conmovía por igual a los soldados, que soñaban con que fuera a esperarles a la puerta del cuartel una novia como ella, que a las madres que querían para sus hijas todas las virtudes que Carmen Sevilla representaba. Porque los personajes a los que dio vida la actriz en aquel primer tramo de su carrera siempre eran chicas vivarachas, trabajadoras, de nobles sentimientos. Es decir, chicas “decentes” y católicas, como quería la España oficial a las jóvenes españolas.

María del Carmen García Galisteo -el Sevilla de su apellido artístico era un homenaje a su solar natal- nació en la capital hispalense en 1930. Aunque era nieta del periodista José García Rufino e hija de Antonio García Padilla -quienes fueran destacados letristas de canciones de las películas protagonizadas por Imperio Argentina, Concha Piquer y Estrellita Castro-, Carmen siempre brilló con luz propia. Aún era una niña cuando comenzó a llamar la atención con sus bailes. Trasladada a Madrid en la posguerra junto a su familia, no tardó en matricularse en el conservatorio. Su debut profesional se produjo en 1942, cuando, al ir a llevarle una canción escrita por su padre a Estrellita Castro, la reina del pasodoble se fijó en ella y decidió auspiciar sus comienzos.

Tras un primer trabajo en el espectáculo Rapsodia española, la joven Carmen pasó a integrar las compañías del Príncipe Gitano y Paco Reyes. Sus bailes y sus canciones la llevaron por primera vez al cine en 1947. Un pequeño papel en Serenata española, de Juan de Orduña, fue su primer trabajo para la pantalla. Doce meses después protagonizaba junto a Jorge Negrete Jalisco canta en Sevilla, de Fernando de Fuentes. Convertida, junto a Paquita Rico y Lola Flores en una de las principales intérpretes de la canción española, y convertida Andalucía en la comunidad que mejor representaba el folclore del país en la pantalla del momento, Carmen Sevilla -que además de andaluza tenía el tronío y el salero que había que tener- destacó como una de las estrellas más rutilantes de dicho cine. Protagoniza entonces cintas como Cuentos de la Alhambra (1950) de Florián Rey, Un caballero andaluz (Luis Lucia, 1954) o Pan, amor y Andalucía (Javier Setó 1958).

Pero la faceta más castiza de su filmografía no ha de hacer olvidar su trabajo con grandes cineastas del panorama internacional. Con Edgar G. Ulmer colaboró en Muchachas de Bagdad (1952); con Alessandro Blasseti, en Europa di notte (1958); para Nicholas Ray fue la María Magdalena de Rey de Reyes (1961); para Charlton Heston, la Octavia de la versión de Marco Antonio y Cleopatra dirigida por este actor en 1972.

En cuanto a la pequeña pantalla, bien como cantante, bien como la chica de los anuncios de Coca-Cola, Phillips y otras marcas, la de Carmen Sevilla fue una de las presencias más frecuentes desde las primeras emisiones del medio en nuestro país, allá por 1956. Al cabo, su carrera en la antena fue la más dilatada, prolongándose a lo largo de las décadas y de las emisoras públicas y privadas. A veces presentando sorteos; otras, espacios como el popular Cine de Barrio, que puso fin a su actividad en 2010. Fue entonces cuando Carmen Sevilla, ya en la senectud, volvió a ganarse al país, del que había sido la novia indiscutible en su juventud, en la televisión del cambio de siglo.

No es de extrañar que tiempo atrás, a finales de los años 50, uno de los cineastas más alejados de la España oficial de aquellos días, Juan Antonio Bardem, brindase a la actriz su primera oportunidad de mostrar un perfil inquietante, que también tenía, en La venganza (1958). Pero aún habrían de pasar algunos lustros para que Carmen Sevilla diese un vuelco a su filmografía. Acorde con el signo de aquella época, se erotizó en cintas como La cera virgen (José María Forqué, 1971), Nadie oyó gritar (Eloy de la Iglesia, 1972) o La loba y la paloma (Gonzalo Suárez, 1973). Pero sería Eloy de la Iglesia, para quien protagonizó algunos de los grandes giallos españoles -El techo de cristal (1971), Nadie oyó gritar (1973)-, con quien la antigua novia de España se volvió algo muy distinto: su belleza sin mácula de otro tiempo se tornó mucho más sugerente.

En cualquier caso, tuvo un otoño cautivador en los más sórdidos relatos criminales. La crítica actual reconoce que en ese tramo final hay varios títulos que cuentan entre lo mejor de su carrera. Cuentan entre ellos No es bueno que el hombre esté solo (Pedro Olea, 1973) e incluso La cruz del diablo (1975), que protagonizó junto a Ramiro Oliveros para John Gilling, uno de los grandes de la Hammer Films ni más ni menos.

También corrían los años 70 cuando Carmen Sevilla se subió a los últimos escenarios para cantar. Pero el tiempo de la canción española ya había pasado.

 

Al final resultó ser tan trabajadora como las chicas a las que recreaba en sus comienzos. Así, en las postrimerías de su etapa televisiva, cuando presentaba algunas de las películas de su juventud, la antigua novia de España se convirtió de cara al público en una de las ancianas más entrañables de la pequeña pantalla. No cabe duda, ella, y no la de Merimée -origen de la españolada por cierto esta Carmen del novelista francés- fue la Carmen de España.

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Javier Memba Wed, 28 Jun 2023 01:45:00 +0100
Las ciudades oscuras: un universo en ciernes http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12276/las-ciudades-oscuras-un-universo-en-ciernes/             Partiendo de la base de que solo me intereso por los discípulos de Hergé, que es como decir la Escuela de Bruselas, debo reconocer que no soy un buen lector de bande dessinée: de entrada, rechazo todo lo ajeno al canon bruselense, la Línea clara pura.

El resto, en principio, no me interesa. A excepción de ciertos álbumes de la escuela de Marcinelle -el Spirou de Franquin, el Gil Pupila de Tillieux- que atesoro de antiguo y también forman parte de mi mitología personal. Ni los Humanoides Asociados -Alejandro Jodorowsky, Jean Giraud, Enki Bilal…- acabaron de gustarme. La lectura de El Incal (1980-1988) se me hizo sumamente pesada. Me di a ella por el prestigio del que gozan las aventuras de John Difool entre los aficionados con menos prejuicios que yo y porque en aquel momento estaba disponible en una de las bibliotecas donde me prestan los cómics. El presupuesto y el espacio de que dispongo ya solo me da para adquirir e incorporar a mi tesoro a los discípulos del Maestro. Estoy muy mayor para las novedades y tiendo a los herederos de los historietistas de mi infancia, que coincidió con una década prodigiosa del cómic en general y la bande dessinée en particular: los años 60.

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Afortunadamente, Benoît Peeters es toda una autoridad en lo que a los estudios sobre Hergé se refiere. Recordaba con sumo agrado la lectura de Tintín y el mundo de Hergé (1983), uno de los trabajos más celebrados del Peeters teórico, y ver que era el guionista de Brüsel (1993), un extraño pero magnético álbum dibujado por François Schuiten, me decidió a leerlo.

Fue así como descubrí todo un universo en ciernes, el contado en una de las series más fascinantes del cómic de los últimos 40 años: Las ciudades oscuras. No pude releerlo porque también fue un préstamo de la biblioteca de mi barrio. Ahora bien, la historia de Constant Abeels, el florista que, falto del agua que precisa para adaptar su negocio a los nuevos tiempos, acude al Palacio de los Tres Poderes -una suerte de Ayuntamiento-, donde conoce a Tina y juntos se pierden en una fabulosa maqueta que reproduce con exactitud lo que será la no menos fabulosa ampliación de la nueva ciudad -las miniaturas de los edificios son del tamaño de una persona- me dejó extrañamente maravillado.

Tanto fue así que algunos meses después, justo antes de la pandemia, presto a comprar la segunda entrega de El valle de los inmortales, el Blake y Mortimer de entonces, también me hice con El último faraón, el álbum de los amigos del Centaur Club perteneciente a Las ciudades oscuras. Se trata de un título fuera de colección, al igual que también lo está de las aventuras de Blake y Mortimer, pues el capitán y el profesor se muestran muy mayores. El libreto es ajeno a mi dilecto Peeters. Este envejecimiento de los personajes es algo tan frecuente en el universo de las Ciudades, como infrecuente en el común de los personajes de la bande dessinée.

Es tanta la excelencia que ha inspirado el Continente oscuro -el supuesto territorio donde se encuentran las ciudades- que referirse a la serie como un mero cómic es quedarse corto. Parece ser que en el mundo francófono incluso ha dado lugar a composiciones musicales y películas.

De momento, los títulos originales, traducidos en su totalidad al español -Las murallas de Samaris (1983), La fiebre de Urbicande (1985), Brüsel (1993), La chica inclinada (1996), La sombra de un hombre (2000), La frontera invisible Vol. 1 (2002), La frontera invisible Vol. 2 (2004), La ruta de Armilia (2007), La teoría del grano de arena (2010) y Recuerdos del eterno presente (2018)- integran tanto espléndidas viñetas -las Ciudades también cuentan con uno de esos muros que Bruselas dedica a sus grandes historietistas-, como álbumes ilustrados. Siempre son relatos míticos, trufados de steampunk. Julio Verne gravita por todas estas páginas, como la hermenéutica de Borges y las citas textuales al bonaerense.

Y en medio de tan fabuloso maremágnum de sugerencias, que naturalmente obedece a su propia cronología, he sabido de Mary von Rathen la chica inclinada. Franz Bauer fue enviado desde Xhystos a Samaris, en el año 696 de la cronología oscura. Su cometido era averiguar por qué no había vuelto ninguno de sus predecesores. Una vez allí, tras sus murallas, Samaris resultó ser un conjunto de paneles de diversos decorados, que se superponían en una urbe inquietante por inexistente más allá de dichos paneles. De vuelta a Xhystos, muchos años después, ningún miembro del Consejo recuerda haber enviado a Bauer a Samaris.

Eugene Robick, el urbateco -arquitecto- de Urbicande, allá por el año 735 trabajaba en la reestructuración de esta ciudad oscura cuando se encontró con un pequeño cubo, surgido por generación espontánea, del que se desplegaba una red -que nunca acabó de hacerlo, continuó ampliándose- hasta conformar una estructura de la que fue imposible salir. Toda una alegoría sobre el cubo de Rubick, que -según se decía en su momento- ofrecía infinitas posibilidades para la colocación debida de las piezas. Es más, creo que Eugene Robick es un trasunto de Ernő Rubik cuyo juguete ha quedado como un auténtico símbolo de los años 80. Los trasuntos son algo frecuente en el Continente oscuro. Michel Ardan, quien viaja con Julio Verne, lo es de Nadar, el gran fotógrafo del París decimonónico.

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Y la torre aludida en el álbum del mismo título es una ciudad-estado que viene a ser una alegoría de la Torre de Babel. Sus alturas le son desconocidas a Giovanni Batista, uno de los encargados de mantener un sector de la edificación. Habida cuenta del tiempo transcurrido desde que recibió los últimos repuestos -treinta años- comienza una ascensión, en busca de sus superiores. Puesto a ello, descubrirá que la torre se eleva hasta el cielo en busca de la divinidad. Pero al llegar a la cúpula y atravesarla, se ve envuelto en una guerra. La Torre, según la cronología oscura, fue construida en el año 0. Ya en el 450 tuvo lugar la peripecia de Batista.

Y después los spin-off. El archivista (1987), el primero, es un libro ilustrado. Su historia es la de Isidore Louis, un archivero que ha reunido diferentes documentos que demuestran la existencia de las Ciudades oscuras. Cuando se lo presenta a sus superiores, le dan por un insensato y pierde el empleo.

El eco de las ciudades (1993) es un breviario -en la antigua acepción de la palabra- donde se consignan diferentes hechos acaecidos en el Continente oscuro. Su reportero estrella, y posteriormente su editor, es Stanislas Sainclair . Entre otros asuntos, en el Eco se da noticia de la búsqueda de Michel Ardan.

 

Finalizada esta misma semana la lectura de las Ciudades oscuras, mi entusiasmo es el mismo que cuando descubrí Arda, el mundo de Tolkien e incluso el de cuando empecé a adentrarme en el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner. A falta de esos álbumes, que al no formar parte de mi tesoro no los puedo releer -aunque probablemente acabaré por volverlos a pedir en las distintas bibliotecas donde me los han prestado- me consolaré adentrándome en las distintas páginas de amenidades sobre el continente de las Ciudades Oscuras que pueden consultarse en la Red. Mi entusiasmo es el mismo siempre que descubro un universo en ciernes.

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Javier Memba Sat, 17 Jun 2023 03:30:00 +0100
Volver a "1984" (y IV) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12275/volver-a-1984-y-iv/ (viene del asiento del 23 de mayo)

            No he sido yo el único que ha vuelto en estos días sobre el Orwell de 1984. Como tampoco ha sido únicamente el deseo de buscar asideros en la realidad, a la abstracción de las ilustraciones de Saura en mi edición de este clásico del siglo XX, el único motivo que me ha devuelto sobre la obra del utopista -aunque quizá fuera mejor decir distopista, si se me permite la expresión- inglés.

Ese renovado interés que despiertan las distopías, a raíz de la pandemia que conoció el mundo hace tres años, frente a la que tantos llegamos a imaginar una hecatombe semejante a esas catástrofes atómicas, que dieron lugar a tantas grandes pastorales de la ciencia ficción en los años de la Guerra fría, llama más la atención sobre la propuesta de Orwell que sobre ninguna otra por algo que Umberto Eco fue a calificar como “su energía visionaria”.

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Ignoro si en el extranjero, esa vuelta al Orwell distópico -una vez más he de insistir en que Rebelión en la granja (1945) es una fábula, canónica porque condena el estalinismo mediante animales antropomorfizados-, es tan pronunciada como en España. El caso es que aquí, Nova, la ya legendaria colección de ciencia ficción -nacida en Ediciones B; ahora con el sello de Penguin Randon House- acaba de anunciar una nueva edición de 1984 con ocho imágenes a color de Jim Burns. Yo sigo dándole vueltas a la mía de Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores -regalo de Lola Ferreira-, ilustrada por Antonio Saura, ya digo. Es en su pág. 198 donde puede leerse:

“El Socing -ese acrónimo por el que se conoce el socialismo inglés, el régimen que tiraniza la Oceanía de Orwell-, que nació del antiguo movimiento socialista y heredó de éste su fraseología, ha conseguido poner en práctica el punto fundamental del programa socialista, que ha dado como resultado, previsto y buscado anteriormente, la desigualdad económica permanente”. Más adelante el maestro escribe: “Esta falsificación diaria del pasado que el Ministerio de la Verdad lleva a cabo es tan necesaria para la estabilidad del régimen como lo son la represión y el espionaje que lleva a cabo el Ministerio del amor” (pág. 205).

Tengo el convencimiento de que cuando España se olvide de la política en la misma medida que se ha secularizado, todos seremos tan felices como los suizos, a mi juicio, una de las sociedades menos politizadas del mundo. En la Europa de la Edad Media se mataba por la religión, y también por la Cruz se iba a matar gente a Tierra Santa. En la Europa del siglo XX se iba a la guerra por política. Tiranías como la que terminará acabando con Winston Smith como persona, hasta convertirle mediante la tortura en un miembro de la masa que adora al líder, sólo son posibles en las sociedades politizadas. Cuanto más ideologizadas estén las personas, más caen en ese sistema de los contrarios. En estas páginas, el Ministerio del Amor es el que tortura, pero en todos los totalitarismos del mundo, sea cual sea su lado del espectro político, se llama libertad a su propia tiranía.

“La corrupción de las palabras es un síntoma, y a la vez la causa de la corrupción del pensamiento”, dijo en su momento Antonio Muñoz Molina con relación a esa capacidad para predecir el futuro de Orwell. Y bien es cierto que hasta hace apenas unos meses, en la España de aquí y ahora, las lideresas del neoestalinismo libraron una de sus batallas más sonadas queriendo imponernos nuevas palabras. Parecía una broma, pero fue todo un intento de imponer una idea mediante una palabra, como en la neolengua impuesta por el Socing.

En efecto, es algo más que ese diálogo entre la abstracción y la realidad lo que me ha devuelto a estas páginas. Y no es sólo esa realidad que inspiró el informalismo de las ilustraciones de Saura: es de suponer que las imágenes que le sugirió el texto. También es la mía, la realidad que me rodea en este infausto 2023, con los neoestalinistas al acecho, con nuevos nombres pero igual de sectarios y dispuestos a todas esas atrocidades que sólo perpetra la gente con conciencia política. La política es tan abominable como el resto de los sectarismos. Los partidos son las sectas más peligrosas que existen pues son las que más se afanan en la captación de los indiferentes, a quienes, cuando pueden, reprimen hasta la muerte. Por no hablar de lo que harían a quienes tienen una cosmovisión diferente.

Por supuesto, yo también soy el primero en rendirme maravillado ante la capacidad de anticipar el futuro de Orwell. Ahora bien, cuanto concierne a las torturas -la Tercera parte del texto-, me da la impresión de que las que nos cuenta son aquéllas de las que el propio autor tuvo noticia. Bien por las primeras víctimas de las purgas de Stalin, bien por lo referido por sus compañeros del POUM, quienes sufrieron esa suerte a manos del Servicio de Información Militar (SIM), una herramienta al servicio del PCE y el resto de los chequistas comunistas, en la retaguardia republicana durante la guerra civil española, todos ellos instruidos por el infausto Alexander Orlov, el agente soviético que sirvió de enlace entre la temida NKVD y los verdugos del PCE y del SIM.

Las torturas, son el nudo de 1984, que también puede entenderse como una historia clásica, de esas cuyo asunto puede reducirse al célebre chico conoce chica. Lo que pasa es que aquí Winston Smith y Julia se conocen -o cruzan la mirada por primera vez, porque a medida que avanzan en su relación, que saben condenada al destino que les aguarda en el Ministerio del Amor- en la media hora de odio con la que el partido fanatiza a sus funcionarios medios contra Goldstein y sus seguidores. Como el buen escritor que es, Orwell no se recrea en describirnos los suplicios, esa morbosidad a la que hubiera recurrido cualquier autor sin el talento del de 1984 para magnetizar de un modo espurio a los lectores. Aquí se habla de palizas sí, pero sin apenas especificar cómo fueron los golpes, de descargas eléctricas y alguna que otra crueldad. Pero no muchas, insisto, aunque eso hubiera sido lo cómodo: satisfacer la morbosidad de los lectores, entretenerles con el sufrimiento de otros.

“¡El codo! Cayó desplomado de rodillas, agarrándose con la otra mano el codo golpeado -leo en la pág. 232-. Era inconcebible, totalmente inconcebible que un solo golpe pudiera provocar tanto dolor. (…) Nada en el mundo es tan espantoso como el dolor físico. Frente al dolor no hay héroes, no hay héroes, se decía una y otra vez mientras se retorcía en el suelo y se sujetaba inútilmente el brazo izquierdo lisiado”.

Estos párrafos me han venido a recordar una cinta notable, uno de los grandes éxitos de su temporada, Quemado por el sol (Nikita Mikhalkov, 1994). Someramente, con la Gran Purga de Stalin (1938) como telón de fondo, puede decirse que su asunto versa sobre un oficial NKVD, Dimitry (Oleg Menshikov), quien vuelve al pueblo donde dejó a su gran amor para encontrársela casada con un general del Ejército Rojo -Sergei, interpretado por el propio Mikhalkov-, un héroe de la revolución a quien Dimitry va a detener: Stalin se está deshaciendo de sus antiguos compañeros en la revolución. En un momento dado, Sergei comenta al Dimitry que en 24 horas estará llorando para que deje de torturarle. Con la misma frialdad, O’Brien le comenta a Smith que llevaban siete años vigilándole porque sabían positivamente que iba a caer en la mayor falta: la del sexo por amor.

En dos o tres ocasiones he tenido oportunidad de escuchar a gente que fue torturada por la policía franquista, en la tristemente célebre dirección general de seguridad. En los recuerdos de todos, además de las tremendas palizas, los mismos verdugos que les maltrataban se burlaban de su dolor. Pero en todos esos testimonios, uno de los mayores tormentos era la pérdida de la noción del tiempo. Eso de no saber si es de día o de noche -en la celda donde le guardan a uno no hay ventanas y la luz siempre es eléctrica-, eso de ignorar cuánto tiempo lleva sometido a los suplicios del Ministerio del amor -al no tener forma de contar el discurrir de los días, lo mismo puede haber pasado una semana que un mes desde que le detuvieron- es algo de lo que hablan todos los que han sido torturados. Dicen que sólo se piensa en dormir en esos momentos imprecisos que entre sesión y sesión -probablemente para no matarlo- le dejan a uno sus torturadores. He recordado aquellos testimonios, y Quemado por el sol, y he llegado al convencimiento de la veracidad de la descripción de las torturas. En ellas no hay anticipación: se atienen a todo lo que se ha contado sobre los tormentos infligidos en las checas del PCE y el Servicio de Información Militar de la II República española.

El dolor, infligir dolor a quienes se le oponen es una de las más genuinas expresiones del ejercicio del poder. Lo que diferencia a los torturadores comunistas, de los que martirizan a cuenta de cualquier otra ideología del espectro político, es que el resto de los torturadores sólo quieren información sobre la organización a la que pertenecen, en tanto que los estalinistas quieren convencer a sus víctimas del “error” de haberse opuesto a ellos. O’ Brien le explica que ellos no quieren destruir al hereje, que quieren transformarlo, que renuncie a cualquier atisbo de individualidad en aras del partido, lo común. Es un procedimiento semejante a ese que lleva a los estalinistas sudamericanos del siglo XXI a tener a sus “pueblos” -sea utilizando el lenguaje de la izquierda revolucionaria de mi época- pobres, tiranizados y agradecidos, además, por todo ello. Así cuando Parsons, el vecino a quien ha delatado su propia hija se encuentra con Winston en la celda del Ministerio del Amor donde a los dos les aguarda una nueva sesión del suplicio, se siente orgulloso de que haya sido ella precisamente la que le ha delatado.

Lo de los cuatro dedos que le muestra O’ Brien -pág. 241-, uno de los fragmentos más célebres de la novela, viene a cuento de una frase escrita por Smith en su diario: “La libertad es la libertad de poder decir que dos y dos son cuatro”. Sin embargo, una mente disciplinada debe ser capaz de ver los dedos que el partido quiere que vea.

Finalmente, cuando O’ Brien, tras aplicarle nuevos suplicios, le demuestra a Smith cómo le ha comido la cabeza (pág. 256), hasta el punto de que es capaz de leer su pensamiento. El torturado y humillado hasta la negación de sí mismo, comete el error de Pensar en Julia, a la que no ha vuelto a ver desde que les separaron en eso que las revistas femeninas llamaban “tristeza postcoito”. Al punto se le lleva a la habitación 101.

En dicha estancia, la más temida de todo el Ministerio del amor, se somete a cada uno a su mayor temor. En el caso de Winston Smith son las ratas, pues de niño, durante la revolución las vio comerse un cadáver. Cuando O’ Brien se dispone a ponérselas frente a su cara, ya disponiéndose los roedores a saltar sobre su rostro, esa piltrafa humana, que antes de su detención por el Ministerio del Amor fuera Winston Smith, suplica llorando a su torturador -a quien cuando está libre de ataduras se aferra como un niño a una madre, como si no fuera O’ Brien quien le está martirizando-, que haga que las ratas le coman el rostro a Julia. Y entonces, sí. Al denunciar a su amor, ya es todo ese pelele al servicio del Socing. Empieza a temer que le peguen un tiro en la nuca en un traslado de celdas, como es costumbre en el Ministerio del Amor.

Sin embargo le dejan en libertad. Incluso se repone. Pero ya no es el mismo. De hecho, vuelve a ver a Julia, se saludan, incluso se confiesan uno a otro que los dos se han delatado. Pero lo que pudo haber entre ellos ya ha dejado de existir.

Sabido es que Orwell era un trotskista. Sin embargo, es tan certera la denuncia de cómo las sociedades colectivizadas lo son precisamente para la supresión del individuo que, por momentos, se me antoja tan individualista como yo mismo. “Todo lo demás era crimensex. En neolengua era casi imposible seguir un razonamiento más allá de la percepción de su carácter herético; a partir de ese punto, faltaban las palabras necesarias para expresarlo” (pág. 297).

 

Un último apunte sobre las ilustraciones de Antonio Saura. Siendo este artista el mismo que ilustraba algunas de las grabaciones de Paco Ibáñez de mis primeros años, en cuyas canciones -Soldadito de Bolivia, pongo por caso- se exaltaban algunos de los estalinismos latinoamericanos que entonces arreciaban no es de extrañar que el informalismo del artista aragonés haya venido a recordarme las carátulas de aquellos discos.

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Javier Memba Fri, 09 Jun 2023 11:30:00 +0100