Gente Blogs http://www.gentedigital.es/blogs/ Sat, 27 Jul 2024 04:32:20 +0100 FeedCreator 1.7.2 El mito de Frankenstein (y III) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12307/el-mito-de-frankenstein-y-iii/            (viene del asiento del 8 de julio)

       Otro de los asuntos que tiene meridianamente claro cualquier aficionado a estas lecturas tan atractivas, cuyos comentarios me ocupan, propuestas por Timun Más en el fin de siglo, es que la línea que separa al terror de la ciencia ficción, como géneros narrativos, en todos sus formatos, es tan difusa como cualquier línea de demarcación donde no haya aduanas, alambradas o fuerzas encargadas de vigilar el trazado de la frontera. Frankenstein, el personaje -el mito en torno al cual giran estas páginas sobre las que escribo- y la saga cinematográfica de Alien son los mejores ejemplos de esa ambivalencia que todos los aficionados a la narrativa fantástica percibimos.

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Sentado esto, Steve Rasnic Tem -que durante muchos años formó un tándem literario con su esposa Melanie, fallecida en 2015-, parece inclinarse más hacia el terror que hacía la fantaciencia. Esta helada región, mi corazón oprime, la pieza del matrimonio incluida en El mito de Frankenstein -además de estar titulada con un hermoso verso- es otra de las cimas de la selección. Subyace en su argumento una loa a ese amor más poderoso que la vida, ante la que me rindo sin más contemplaciones: Esta helada región, mi corazón oprime constituye una de las cimas de la selección, traducida al español en 1996 por Francisco Rodríguez de Lecea.

Los Tem nos presentan a una Mary Shelley -la gran Mary-, ya en su último trance. Espera la muerte en casa de su hijo, ese hijo a cuya educación, una vez muerto Shelley y acabados todos los escándalos, la creadora de Frankenstein dedicó todos sus esfuerzos. La escritora, ya en las últimas, venera el corazón de su Percy, tanto que incluso lo guarda a modo de reliquia.

Y en esos recuerdos, que han de volverle a uno ante la inminencia del final -antes de ese recorrido por los momentos estelares de nuestra existencia que, quienes han vuelto de experiencias próximas a la muerte, dicen que es lo último, lo que precede a esa luz blanca tras la que se apaga todo- a Mary Shelley le vienen a la memoria sus ausentes.

Y entre esos que se fueron, el monstruo vuelve a ella para hacerle los mismos reproches que en el resto de las piezas de la selección, le hace a su creador en la ficción: el barón Frankenstein. Al final es el monstruo quien acaba por dar muerte a la gran Mary. A la vista del romanticismo de Esta helada región… -por otro lado, como toda la narrativa romántica, que siempre es de terror- y de ese tándem literario que formó junto a ella, Steve Rasnic debió de sentir mucho la pérdida de su esposa.

Un loco en la academia, de Esther M. Friesner, premio Nebula al mejor cuento en el 95 y en el 96, así como nominada al Hugo en varias ocasiones, también se vale de la figura de Mary Shelley. Pero para convertir a la creadora del moderno Prometeo en uno de esos cirujanos plásticos a los que son afectos tantos necios que pretenden disimular con el bisturí, y otras técnicas espurias, el envejecimiento natural de los cuerpos.

Godwin Shelley, el Shelley de Friesner -amén de tomar el nombre del apellido del padre de la gran Mary, William Godwin-, es un mad doctor del mundo del espectáculo que, merodeando por el cementerio californiano de Forest Lawn se encuentra con una actriz diletante -Polly-, que roba cadáveres, y decide convertirla en el objeto de sus reconstrucciones.

Lo que pasa es que los restos de los que se vale el doctor Shelley, para hacer de Polly la más bella, son los que ha ido quitando en sus retoques a otras actrices diletantes. Finalmente, cuando Polly recibe un premio, ellas, las donantes, reconocen aquello que fue suyo en el cuerpo de la otra y se abalanzan sobre ella para quitárselo.

Aquí el monstruo acaba por ser Polly -quien empieza siendo una especie de Igor- pero son tantas las referencias publicitarias y los chistes fáciles -y sin gracia alguna- que Un loco en la academia es un relato que no se puede tomar en serio porque ni su propia autora lo hace.

Última llamada para los hijos del Shock, de David J. Schow, es la excepción que confirma la regla pues se trata de una historia de licántropos que, condenados a la inmortalidad por su condición, se reúnen periódicamente en el club nocturno del que uno de ellos es el encargado.

Documentándome sobre Schow he descubierto un dato: fue el principal teórico -no sé si el único- de lo que él llamó el “splatterpunk”, una literatura, muy de los años 80, caracterizada por la descripción, con todo lujo de detalles, de los terrores sobre los que versa. Fue el mismo Robert Bloch quien rebatió a Schow convenientemente.

Karen Haber, como todos los autores reunidos aquí, a excepción de los muy consagrados -Brian Aldiss, Kurt Vonnegut, Philip José Farmer y algún otro- pertenece a cierta generación de autores de science fiction nacida mediado el siglo XX en Estados Unidos. Victor, es el título de su propuesta y no engaña a nadie: su asunto es un regreso al tema de la responsabilidad del barón en las muertes del monstruo que ha creado, otra de las constantes de la selección. Su comienzo es lo más interesante, en él se da noticia del ahorcamiento de Justine -la criada- a quien se cree asesina del pequeño Will, el hermano menor del barón. Y después, los demás crímenes. Y todo ello porque el barón -y decano de los doctores locos- ha matado a la que debía de haber sido la compañera de la abominación que ha creado.

Indiscutiblemente, en la cirugía actual, pocos empleos pueden ser tan adecuados para los modernos Frankenstein como el de cirujano plástico. En estas páginas es un tema sugerido por primera vez por Esther M. Friesner y Garfield Reeves-Stevens vuelve a incidir en él. A mi juicio, con mucho más tino que su predecesora. Aunque la pieza viene firmada solo por Garfield, es frecuente que este autor escriba sus novelas junto a su esposa Judith. Ése ha sido el caso de algunas concebidas para la colección Star Trek. Muy elogiados por Stephen King, los Reeves-Stevens han trabajado para la televisión -como animadores incluso- y hasta para la NASA.

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En Quinta parte, su relato, Reeves-Stevens no desmerece todo ese recorrido profesional que le avala. Samantha Grant, su protagonista, es otra actriz diletante y aficionada a la cirugía estética. Cuando la conocemos está cenando con un productor de Hollywood. Convencida de que el tipo la quiere seducir, ella no parece tener mayor problema en dejarse. Para eso, para estar segura de gustar se ha hecho todos los retoques corporales que ha podido. Está dispuesta a entregarse a su anfitrión siempre y cuando consiga, a cambio, sus propósitos. Sin embargo, aunque se cree lo suficientemente astuta para evitarlo, su productor la narcotiza mediante una de esas drogas que suprimen la voluntad de quien las ingiere.

Estando ella ya en dicho estado, sin poder defenderse, sin poder hacer movimiento alguno, el productor confiesa a Samantha que ciertas partes de su hermoso cuerpo le hacen falta a él -esa quinta parte aludida en el título- para recomponerse a sí mismo. Precisamente, ha sido el cirujano de Samantha -de quien ella nos ha hablado al contarnos todos los arreglos que se ha practicado para estar más atractiva, y quien, al descubrirse la verdad entra en escena- el que ha recomendado al productor a la que va a morir y, por lo tanto, no va a triunfar en Hollywood. Es por eso por lo que la ha invitado a cenar a su extraña casa, en la que no faltan recuerdos de otras actrices diletantes que corrieron la misma suerte antes que ella.

Francesca Stein, además de una clara alusión al apellido del barón y decano de los científicos locos, es el nombre de la amiga más íntima de Johanna, la mujer del narrador de La pequeña Frankie. Joyce Harrington, su autora, ya fallecida, fue, como todas las aquí reunidas, una cultivadora del género muy celebrada a comienzos de los años 90, cuando Byron Preis Visual Pubications, Inc editó The Ultimate Frankenstein, título original de la selección que me ocupa. Como John Clute no la incluye en su Enciclopedia ilustrada de la ciencia ficción (Ediciones B, Barcelona, 1996), el texto que, desde que, apenas lo descubrí, marcó un punto de inflexión en mi acercamiento al género, Joyce Harrington me parece tan buena como pueda serlo cualquier otro de los incluidos -a excepción de Aldiss, Vonnegut y Farmer, como vengo diciendo-, sin embargo, su pieza es otra de las que sobresalen del resto por su ingenio.

La amistad entre Johanna y Francesca, se remonta los días en que ambas coincidieron en el jardín de infancia. Superdotada, pero a la vez retraída desde niña, Johanna era la que defendía a su amiga cuando las otras niñas la acosaban.

Con el correr de los años, Francesca se convierte en una auténtica eminencia de la ingeniería genética: hace gente a la carta. Aunque recela del marido de su amiga, va a pasar unos días a casa de él y de Johanna. Poco tiempo después de irse, muere la hija del matrimonio, la que pusieron el nombre de Francesca en homenaje a la eterna amiga de la madre. Johanna se sume en la depresión que cabía esperar. Pero Francesca aún guarda una sorpresa a sus amigos: vuelve a visitar al matrimonio con la pequeña Frankie perfeccionada. Efectivamente, Francesca la mató para recrearla. Johanna está encantada con el cambio, hasta que advierte que su nueva hija no tiene ombligo, la evidencia física de que estuvo unida a ella. Así las cosas, la madre que no lo es enloquece y mata a la pequeña Frankie, antes de disponerse a dar muerte a su vieja amiga por haber asesinado a su verdadera hija. Pero Francesca se defiende y acaba siendo ella la que acaba matando a la madre como mató a la hija.

La historia acaba con el narrador, ya viudo, escribiendo columnas para la prensa -es periodista- en un lugar apartado.

Piedad para los monstruos de Charles de Lint, incide en el tema de la compañera del moderno Prometeo. Pero lo hace desde una perspectiva diferente. Diríase que su condición de canadiense -este autor nació en los Países Bajos, pero emigró de niño, con su familia, a Canadá-, le aparta del resto de sus compañeros de antología. Quiero creer que eso de que Harriet, la protagonista de Lint, sea una estadounidense transterrada en Inglaterra, tiene algo que ver con todo eso.

El caso es que cuando Harriet, en esa ciudad que no parece Londres pero -insisto- sí es inglesa vuelve a su casa en bicicleta le coge una tormenta. Desorientada y aturdida por la inclemencia del tiempo se topa con un ser, parecido a la abominación de Frankenstein, que la secuestra para llevarla a un edificio en ruinas, ocupado por el monstruo y Flora, una anciana, con cuya evocación de la belleza perdida comienza la narración. Aunque en un principio Harriet incluso llega a medio simpatizar con ella, cuando descubre que Flora está ayudando al monstruo a hacerse una compañera con distintas partes de varias mujeres secuestradas, intenta huir y lo consigue. Ya en el hospital, mientras se repone de la experiencia, recuerda a sus captores con esa conmiseración aludida en el título.

Muerto prematuramente, con tan solo 55 años en abril de 2002, lo que diferencia a George Alec Effinger del resto de sus compañeros en estas páginas es que él fue todo un cultivador del ciberpunk. Y, en cierto sentido, su tendencia a lo punk -es decir, a la basura- también queda patente en La última comida y salchichón para el camino, la pieza con la que concurre a esta selección. Su monstruo parece serlo menos porque también es un homeless y, entre los que no tienen techo -habida cuenta de su mala catadura, más que torpe aliño indumentario- parece que las monstruosidades destacan menos.

La decimoséptima de las abominaciones aquí traídas, tiene hambre el día de acción de gracias cuando se encuentra con una de esas jóvenes solidarias, que gentilmente le lleva a comer un banquete para los mendigos que se celebra en el aparcamiento de la policía. Inevitable la evocación del Beggars Banquet, aquel álbum del 68 de los Stones que, si no recuerdo mal, incluía entre sus canciones Simpatía por el Diablo.

En fin, todo es buen rollo, incluso la policía le trata con cierta conmiseración cuando le recibe en su aparcamiento el día de Acción de Gracias. Lo malo es el día siguiente, cuando el último monstruo de El mito de Frankenstein vuelve a tener hambre y acude al estacionamiento donde le sirvieron veinticuatro horas antes. Huelga decir que, en esta ocasión, el guardia le despecha con la diligencia que cabe esperar.

El monstruo vaga hambriento por la ciudad hasta que decide quitarle el bocadillo a una niña en una reinterpretación del episodio de la muchacha. Es entonces cuando la gente le persigue hasta lincharle. Se acaba así una antología que me ha devuelto al placer de aquellas lecturas finiseculares debidas a esta misma editorial.

 

 

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Javier Memba Thu, 25 Jul 2024 09:45:00 +0100
Doble aniversario de Henry Mancini http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12306/doble-aniversario-de-henry-mancini/ Se cumplen en este infausto 2024 cien años del nacimiento de Henry Mancini (Maple Heights, Ohio, 16 de abril de 1924) y treinta de su fallecimiento (Beverly Hills, California, 14 de junio de 1994). Así las cosas, hay un motivo doble para la evocación, aunque sea somera, de uno de los mejores compositores de bandas sonoras de todos los tiempos, quien también fue uno de los más representativos de la entrada de la música del cine en las listas de éxitos de la música pop y el repertorio del lounge, que otrora amenizaba los restaurantes de postín y las recepciones de los hoteles.

Sí señor, Manzini fue un auténtico experto en extraer canciones de sus scores (partituras), piezas que permanecieron en ese limbo de la música ambiental hasta que éste fue ocupado por la música electrónica. Moonriver, incluida en los títulos de crédito de Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1964), fue la primera de aquellas canciones. En su delicadeza, en la elegancia de su melodía, en verdad análoga a la de la exquisita Audrey Hepburn, ya se adivina al que habría de ser el más melódico de cuantos autores han escrito hasta la fecha para la pantalla. Cuatro Oscar y veinte Grammy, entre otros muchos reconocimientos, avalan sus composiciones.

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            Aún en su Cleveland natal, su padre le enseñó a tocar la flauta con ocho primaveras. Cuatro años después, el pequeño Henry ya era un prodigio al piano y no habría de pasar mucho tiempo antes de que también comenzara a interesarse por los arreglos musicales. Poco tenía que aprender cuando en 1942 comenzó sus estudios de solfeo en la escuela Juilliard de Nueva York. En cualquier caso, abandonó aquellas aulas al ser movilizado. Hay quien dice que toda esa epifanía que gravita en su música se debe a los horrores que presenció al liberar con su regimiento el campo de exterminio de Mauthausen.

            Lo rigurosamente cierto es que, el joven Mancini se incorporó a la orquesta de Glenn Miller en 1946. Es decir, dos años después de que Miller hubiera muerto al desaparecer su avión mientras sobrevolaba el Canal de La Mancha. Ante estos antecedentes, ni que decir tiene que Mancini fue uno de los más afectos al jazz de cuantos compositores operaban en Hollywood cuando él llegó allí. Ahora bien, nunca dejó ver sus ascendentes musicales más que ligeramente y de forma accesible a todas las audiencias.

            Como arreglista de la Universal y antiguo colaborador de la orquesta de Glenn Miller, fue el responsable de los arreglos de Música y lágrimas. Entre sus primeras partituras destaca la de Sed de mal (Orson Welles, 1958). ¡La inolvidable pianola!

Pero a Mancini, su verdadero destino le aguardaba en la peluquería de la Universal City, donde conoció a Blake Edwards. Sí señor, para Edwards, tras la de la serie de televisión Peter Gunn (1958-1961), una colaboración anterior a Desayuno con diamantes, escribió algunos de sus mejores scores. Destaquemos tan sólo Días de vino y rosas (1962), el máximo exponente de sus cautivadores coros, y la serie de La pantera rosa, otra de sus grandes composiciones.

            Mientras alumbraba las bandas sonoras de la mayor parte de la filmografía de Edwards, Mancini iniciaba otra brillante simbiosis con Stanley Donen en Charada (1963). Para el antiguo mago del musical también compondría las partituras de Arabesco (1966) y Dos en la carretera (1967). Cumple igualmente dar noticia de los scores de Los girasoles (Vittorio de Sica, 1970) y de su vasta discografía, integrada por más de un centenar de grabaciones. Entre ellas, además de sus composiciones, se incluyen versiones de temas de Michel Legrand, Francis Lai, John Barry e incluso Pink Floyd.

            Entre otros datos, también se impone dar noticia de aquel contrato que Howard Hawks ofreció a Henry Mancini cuando advirtió que el trabajo de Dimitri Tiomkin no era el más indicado para la musicalización de ¡Hatari! (1962). Tras recorrer la sabana africana e impregnarse de sus sonoridades, el entonces incipiente autor de bandas sonoras realizó uno de los más célebres temas de la pantalla: Baby Elephant Walk. Todavía es ahora cuando al volver a escucharlo nos parece ver al pequeño elefante siguiendo a esa maravillosa Elsa Martinelli –la fotógrafa Anna Maria d’Alessandro en la ficción- que tantos cuidados le prodiga.

 

            Nada mejor que el doble aniversario para volver a la música del gran Henry Mancini.

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Javier Memba Thu, 18 Jul 2024 13:15:00 +0100
El mito de Frankenstein (II) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12305/el-mito-de-frankenstein-ii/          (viene del asiento anterior)   

Mike Resnick fue un aplicado autor de narraciones de ciencia ficción. En los doce años que se fueron entre 1964 y 1976 escribió doscientas novelas y trescientos relatos. ¡Qué barbaridad! Maxime si consideramos que compaginó su actividad literaria con la cría de perros collie. Dicen que el sentido del humor fue una de las principales características de su obra. Por mi parte, yo creo que, tomarse con humor una narración fantástica viene a demostrar que su autor no se toma en serio a sí mismo. En cualquier caso, el texto de Resnick, a mí no me ha hecho ninguna gracia. Pero supongo que debe de haber algún chiste en Los monstruos de Midway, la pieza que le trae a El mito de Frankenstein. Será por la animadversión que me inspira la práctica deportiva, que no ha hecho otra cosa que ir en aumento desde que los campeones y los plusmarquistas pretenden ser referentes, modelos a imitar, y sueltan las soflamas que consideran oportunas, como si fueran intelectuales, olvidando que son gente de acción.

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            Los monstruos de Midway no llega tan lejos. El título en cuestión es el nombre de un equipo de fútbol americano que, cansado de perder todos los encuentros del campeonato que le ocupa, decide contratar auténticos monstruos. La cosa funciona y, lo que antes eran derrotas, comienzan a ser victorias. Escrito a modo de noticias en prensa -sueltos y billetes- este procedimiento no tiene nada de nuevo, es un recurso harto frecuente. No obstante, es lo que más me ha interesado de la propuesta que, por otro lado, viene a demostrarnos lo que ya sabía desde la adolescencia, cuando su práctica comenzó a aburrirme: el deporte en equipos y para deleite de las masas es tan belicista como nos lo demuestran las frecuentes -y brutales- peleas entre las hinchadas más radicales de los contrincantes en el terreno de juego.

            El nivel vuelve a subir en Sueños de F. Paul Wilson, hombre en verdad singular. No seré yo quien pronuncie un término tan buenrollista como el de “medicina de familia” -siendo tan poco sociable como soy, dejo esas ridiculeces para autores como Resnick-. Diré, por tanto, que Wilson, durante muchos años, compaginó su actividad literaria con la práctica de la medicina general. Con anterioridad a Sueños, la pieza que le trae a estas páginas, también me era un desconocido. Pero me ha resultado mucho más interesante que su predecesor en la selección.

            Ya hablando del relato, Sueños está subjetivado por Eva, una víctima de su novio -Karl- y de la verdadera amante de éste, María. Los dos maquinan para que Eva parezca la asesina de un crimen que no ha cometido. Ajusticiada por ello, su cerebro le es implantado al monstruo de esta ocasión y bajo su nueva forma -que le repugna a ella misma- se dispone a cumplir su venganza. Esta variación del mito me ha resultado una de las propuestas más interesantes de todo el libro.

            Con un pie de imprenta fechado en 1991, El mito de Frankenstein también puede leerse como una antología de la mejor ciencia ficción estadounidense a comienzos de los años 90. En aquella coyuntura, Philip José Farmer ya era uno de los grandes cultivadores del género. Distinguido con el Hugo al mejor autor revelación en 1953. Este mismo galardón -uno de los más preciados de la fantaciencia- en 1968, en su modalidad de novela corta, recayó en Riders of the Purple Wage, uno de los textos que Farmer publicó en aquel año. Ya consagrado en el género, A vuestros cuerpos dispersos mereció el Hugo a la mejor novela -sin limitación de páginas- en el 72.

En cierto sentido, Mal se mi bien, el cuento de Farmer aquí incluido, es una variación del tema de Sueños, además de un título tomado de El Paraíso perdido (1667) de John Milton. Aquí también se cambia uno de los paradigmas. En este caso, el monstruo es un antiguo profesor del barón. Ello da pie al autor a reinterpretar toda la historia de la abominación, pero bajo otro punto de vista. Considerando que una de las especialidades de Farmer es insertar en nuevas peripecias a personajes tan conocidos de otros títulos y autores -el Phileas Fogg de La vuelta al mundo en 80 días (Julio Verne, 1872), el Tarzán de Edgar Rice Burroughs o la Dorothy Gale de El maravilloso mago de Oz (1900), la novela infantil de Lyman Frank Baum, que no la cinta basada en ella, dirigida por Victor Fleming en 1939-, nadie mejor que Philip José Farmer para estas nuevas interpretaciones del mito ajenas al canon.

Un escrito de Habeas Corpus es una pieza original de la californiana Chelsea Quinn Yarbro. Se trata de la segunda de las mujeres incluidas en la selección. Y, ni que decir tiene, una autora tan notable y digna como el resto de sus compañeros de ambos sexos. Está concebida a modo de confesión del propio doctor Frankenstein, después de muchos años cautivo. Se trata, pues, de un escrito en el que, el decano de los doctores locos, intenta justificar su actividad en busca del favor de quienes han de evaluar su puesta en libertad, quienes, al cabo, no son otros que los lectores del cuento.

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He creído entender que Benjamin M. Schultz -a quien, con anterioridad a la lectura de la narración que le trae a estas páginas, desconocía por completo- compagina los libros de creación con los de divulgación sobre nuevas formas de negocio. El estado contra Adam Smith, su relato, en cierto sentido, se asemeja a Un escrito de Habeas Corpus: los dos se nos presentan bajo la forma de textos dirigidos a un jurado que, en el fondo, como ya digo, somos nosotros como lectores de ambas narraciones.

Y si formalmente Schultz cae en un procedimiento que acabamos de ver, argumentalmente hace algo muy parecido. Estamos en el año 92 del siglo XX. Aquí el monstruo es un supuesto hijo de Mary Shelley, Adam; su crimen, la brutal violación de la mujer de Frankenstein y el asesinato de toda su familia. Aunque la bestia es nueva, estamos ante el sempiterno rencor de la abominación hacía el hombre que, usurpando su puesto al sumo hacedor, creó en él vida. Y, luego, cuando su hijo ya esta condenado a vivir entre quienes le temen -o respetan en el mejor de los casos-, atemorizado ante su obra, decide no dar vida a esa compañera que el monstruo le pide encarecidamente. Decididamente, el tema de la chica, con sus respectivas variaciones, es toda una constante en la selección. Como también lo es en la novela, aunque el cine solo lo haya recogido en La novia de Frankenstein (James Whale, 1935).

Chui Chai de un tal S. P. Somtow es el relato que más me ha interesado de los aquí traídos. Tailandés de origen, aunque su lengua materna sea el inglés, Somtow nos lleva a Bangkok mediante el viaje de un alto ejecutivo de una empresa estadounidense, Mike Russell, quien debe ir a la ciudad para atender unos asuntos del negocio. Siempre que vuelve a la capital tailandesa -como parece ser costumbre en una buena parte de los occidentales que arriban a ella- se da a todos los vicios que -según dicen- se ofertan en Patpong -el barrio de los placeres, que “huele a orín y jazmín”- a los visitantes. En esta ocasión, un responsable local de la firma le recomienda muy encarecidamente que vea a una tal Keo bailar la danza a la que alude el título. Se le asegura que es algo así como ser Adán en el momento en que Eva le tentó con la manzana.

En efecto, cuando Keo se le entrega, resulta ser una suerte de diosa del amor que conoce las posturas más fantásticas para la cópula. De vuelta a Estados Unidos sigue recordando los placeres que aquella extraña meretriz le procuró. Russell ni siquiera parece darle importancia a que Keo le contagiase el SIDA en su fabuloso encuentro. El recuerdo de aquella cópula se convierte en una obsesión.

Finalmente, pasados unos años, Mike Russell vuelve a Bangkok dispuesto a buscarla. Naturalmente, no queda nadie ni nada. Incluso le es difícil dar con el tugurio donde Keo bailaba. La ciudad sigue siendo algo así como la Babilonia del Sudeste Asiático -si Somtow no hubiera sido tailandés se le hubiera acusado de racista o algo por el estilo por el retrato que hace de Bangkok-, pero, de cuanto Russell conociera en su visita anterior, no queda nada. Hasta el burdel ha cambiado. No obstante, encuentra a otra prostituta que tiene cierto parecido con Keo, al igual que un tipo que trabaja en un McDonald’s. Investigando a raíz de estas coincidencias, da con el repugnante laboratorio de la doctora Stone, una descendiente de Frankenstein que se dedica a hacer “puzles de personas” uniendo fragmentos de distintos cadáveres -prostitutas y “chicos de la calle” que “estaban muriéndose”-, y se ríe “con la risa de los científicos locos”, Somtow conoce perfectamente el mito que está reinterpretando.

Finalmente, Russell besa una boca como la de Keo, pero, al levantar la sábana que lo cubre, donde debería estar el cuerpo solo haya cables. Cuando comienza a sonar una música, las partes de los diferentes cuerpos que irán a conformar a la nueva Keo comienzan a bailarla de un modo fabuloso. Tanto es así que Russell queda tan fascinado que, ya al final de la narración, cuando el estadounidense aguarda la muerte a consecuencia de su SIDA, su única esperanza es la de que su cuerpo sea donado a la doctora Stone para que, debidamente descuartizado, sus distintos miembros pasen a integran la amalgama de nuevos monstruos como aquel que le contagió la enfermedad que le está terminando de llevar al hoyo tan contento.

 

Más conocido como autor de novelas policiacas -el detective Amos Walker protagoniza una de sus series más conocidas-, Loren D. Estleman cultiva con mayor asiduidad la novela western que la ciencia ficción y Yo, el monstruo, su aportación a la selección, no le acredita como alguien especialmente brillante en un género que le es ajeno. La historia, como tantas de las aquí leídas, pues la huida al helado norte es otra de las constantes en la revisión del mito. En esta ocasión, tras romperse el hilo a su paso, el moderno Prometeo acaba en nuestros días -en la contemporaneidad de la escritura del relato- luchando contra unos perros en un espectáculo.

(continúa en la entrada del 25 de julio de 2024)

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Javier Memba Mon, 08 Jul 2024 02:30:00 +0100
El mito de Frankenstein (I) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12304/el-mito-de-frankenstein-i/             Uno de mis mayores descubrimientos de este último invierno ha sido The Lure (2015), una espléndida realización de Agnieszka Smoczynska sobre la experiencia de dos sirenas de los años 80, que, antes de cruzar el Atlántico -en la idea de ir nadando hasta América-, recalan en un puerto de Polonia, del mar Báltico es de suponer. Buena cinta donde las haya, me ha hecho volver a descubrirme ante la majestad del cine polaco, a la vez que me ha llevado a empezar a darle vueltas a lo distorsionada que está la figura de la sirena, ese ser mitológico, mitad mujer hermosa, mitad pez, en el cine en general.

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Otro tanto me ha ocurrido con Zombi Child (2019), de Bertrand Bonello, junto con Léos Carax y Oliver Assayas, mi favorito de aquellos nuevos barbaros del cine galo de principios de siglo, que el crítico de la revista neoyorquina Artforum fue a calificar como “nuevo extremismo francés”. Bonello, ante quien ya me descubrí con el entusiasmo debido tras el visionado de Casa de tolerancia (2011), su magistral retrato de un burdel decimonónico, recupera en Zombi Child la auténtica maldición de estos muertos vivientes, que no es el exterminio de los vivos -para su conversión a las legiones de “caminantes”, que se les llama en algunas producciones- como nos los presenta, por lo común, el cine actual. No señor, en su origen, la desdicha de los zombis era trabajar como autómatas esclavos, quienes, si comían carne, rompían el hechizo que les esclavizaba por una pendencia con quien les había embrujado.

Así se nos presentaban estos infelices en La legión de los hombres sin alma (Victor Halperin, 1932), la primera película que los retrató; así nos los muestra John Gilling en La maldición de los zombies (1966), la última que nos los presentó como esclavos antes de que Georges A. Romero cambiase el paradigma en La noche de los muertos vivientes (1968), para convertirles en autómatas de la antropofagia.

Y así, como trabajadores cautivos de un miserable, vuelve a retratarlos Bonello en su Zombi Child, lo que, además, se antoja mucho más apropiado teniendo en cuenta la tradición esclavista de Haití, lugar de origen de los zombis. Dejemos por el momento a los hombres sin alma en ese derrotero que los ha llevado a la casquería, buscando repugnar a un espectador al que ya no consiguen asustar. Es más, recuerdo esas pilas de caminantes, subiéndose unos encima de otros, de Guerra Mundial Z (Marc Forster, 2013) en unas secuencias que se me antojan de risa antes que inquietantes.

La figura de la sirena está mucho menos clara. De entrada, hay algo perverso en que su belleza no pueda ser poseída por el mero hecho de que, al tener cola de pez de cintura para abajo, carezcan del órgano sexual femenino. En la Odisea, también son seres malvados, cuyo canto evitan Ulises y su tripulación. Pero el cine, principalmente, las ha presentado como seres favorables a los hombres, casi tanto como las hadas a los niños buenos, aquellos que no mienten, quieren a sus padres y todo eso. Recordemos majaderías como 1, 2, 3… Splash (Ron Howard, 1983) o La sirenita (Ron Clements y John Musker, 1989).

Pero no siempre ha sido así. Mora (Linda Lawson), la sirena de Marea nocturna (Curtis Harrington, 1961), consciente de lo fatal que puede ser para él, evita el amor del marinero Johnny Drake (Dennis Hopper). Mora podría situarse entre las sirenas buenas. No es el caso de la Lorelai (Helga Liné) de Las garras de Lorelai (1973), en la que Amando de Ossorio alude a la perversa sirena que, según la mitología germana, aguarda en una roca del Rin a los incautos que se dejan seducir por ella. Tanto o más perversa se me antoja la sirena (Valeriia Karaman) de El faro (Robert Eggers, 2019).

El origen del mito de estas criaturas se remonta a la antigüedad clásica y, parece ser, que, a menudo, se confunde con el de las nereidas, que únicamente son las sirenas del Mediterráneo, y, éstas sí, son favorables a los marineros. Tal fue el caso de Jasón y los argonautas en su navegación hacía la Cólquide en busca del vellocino de oro.

Ya habrá tiempo para desarrollar estas ideas, por el momento, a lo que voy es a cómo, esta paulatina, aunque inexorable alteración de los mitos del cine de miedo y fantástico, me ha hecho volver a la terna rectora de la narrativa de terror, tanto fílmica como literaria.

Hará ahora veinticinco años, en el fin de siglo, me interesé por la fantasía épica y seguí con sumo agrado el catálogo de Timun Mas. Allí, en efecto, estaban todos, supongo que los clásicos de este género que tuvo en Tolkien a su heraldo. Allí, en el catálogo de Timun Mas, encontré a los acólitos del hombre que imaginó la Tierra Media y las Tierras Imperecederas: David Eddings, Guy Gavriel Kay, Margaret Weis y Tracy Hickman… Dicen que una generación posterior de estos primeros cultivadores de la fantasía épica, fue la integrada por autores como el célebre Georges R. R. Martin, o Christopher y Robert Hobb. Esta segunda tanda ya se dio a conocer a partir del año 96. A mí ya me son desconocidos. Ése, el 96 fue el año que me hice con una espléndida colección de fantasía épica de los precursores merced a la iniciativa de Timun Mas.

Con todo, las que más me atrajeron de todas las publicaciones de esta editorial barcelonesa, cuyo catálogo, hace ya un cuarto de siglo, seguí con avidez, fueron tres antologías de relatos dedicados respectivamente al licántropo, el vampiro y la abominación de Frankenstein. Es decir, los tres miembros de la terna aludida anteriormente. El mito de Frankenstein se tituló la antología dedicada al moderno Prometeo.

Molesto por esa variante espuria seguida por las sirenas y los zombis, he buscado la comunión con los mitos clásicos del miedo en el volumen dedicado a Frankenstein, veinticinco años después de que la lectura de El mito del hombre lobo me procurase tanto placer. Lo que sigue son los comentarios acerca del texto que he ido escribiendo mientras me adentraba en sus páginas.

Señala Isaac Asimov en la introducción que “lo importante en Frankenstein es que se trata del primer cuento en el que la vida se crea sin intervención divina”. Afirmación que, para venir de esa luminaria de la ciencia ficción de su tiempo que fue Asimov, no me ha parecido especialmente ilustre. Me ha suscitado más interés la aseveración de que fue merced a la película de James Whale de 1931, cuando la infame creación del barón cobró la dimensión que tiene ahora -o tuvo hasta que los endemoniados les desplazaron- en el imaginario del miedo. Partiendo de ahí, señala las diferencias entre el original de la gran Mary Shelley y esa adaptación fílmica que, pese a no ser la primera -ésa había sido un cortometraje de J. Searle Dawley, fechado en 1910- fue la que elevó al moderno Prometeo a ese lugar que ocupa junto al vampiro y al licántropo en el panteón de las abominaciones. Una de las primeras diferencias que nos señala Asimov es que, en el filme, al futuro monstruo se le coloca el cerebro de un criminal. Algo que en la novela no sucede y que, “de haberse suprimido en la película no habría causado el menor trasfondo a la historia”.

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Katherine Dunn fue una periodista y autora singular -a menudo escribía sobre boxeo- que conoció su mayor éxito como novelista en Geek Love (1989). Casi carne, la pieza presentada en esta selección, versa sobre una mujer, Thelma, una prestigiosa profesional. Fea y odiada por sus empleados, para saciar sus apetitos sexuales recurre a unos autómatas, casi humanos, cuyos cuerpos parecen casi de carne. Tiene uno en casa y, cuando viaja, compra en el hotel los servicios del que le apetece. Hablamos de una práctica habitual en el mundo en que nuestra protagonista vive. Y seguro que cuando los androides sean casi humanos, su utilización como amantes por parte de los verdaderos humanos sin pareja sexual, será uno de los principales usos de estas máquinas.

A Thelma la cosa le funciona hasta que un modelo, que ha dejado olvidado al hacerse con otros superiores, la mata por algo muy parecido a los celos humanos. Así las cosas, Dunn, en su revisión del monstruo clásico, también alude a un debate tan de nuestro tiempo como el abierto entre la inteligencia biológica y la artificial.

Brian Aldiss fue uno de los autores más celebrados de la ciencia ficción de la segunda mitad del pasado siglo. Yo mismo he tenido ya oportunidad de comentar en esta bitácora mi lectura de Drácula desencadenado (1991). Aquí está incluido con El verano casi había concluido, una narración ambientada en nuestros días. El moderno Prometeo se nos presenta en un pico de los Alpes donde ha visto pasar los siglos. El monstruo creado por Frankenstein nos habla de Elsebeth -a través de una aparente montañera que parece haberle encontrado casualmente- como si fuera su compañera.

Pero Elsebeth no es más que un cadáver. Si acaso, chirría un poco que el nacido de varios muertos nos hable como si fuera un tipo inteligente, incluso cita a Rousseau. Pero, al cabo, resulta ser una bestia cuando intenta penetrar a Vicky -la aparente montañera que, en realidad es una policía, el señuelo de una operación puesta en marcha para atrapar al monstruo.

Con todo, cuando finalmente la bestia es capturada, Vicky deja entrever, mediante una observación a sus compañeros, cierta pena por la aberración. El de la nostalgia por la compañera que el barón no quiso darle será un tema recurrente en varios de los relatos aquí reunidos.

Otra de esas constantes, de esos temas recurrentes, es la experiencia del monstruo en el glaciar, al que lo manda la gran Mary, donde el cine -a excepción de La resurrección de Frankenstein (Roger Corman, 1990) y Frankenstein de Mary Shelley (Kenneth Branagh, 1994)- raramente le ha retratado.

Michael Bishop, en La criatura en la litera, también vuelve sobre el anhelo de compañera del monstruo y sobre su destino en el glaciar donde lo deja en el original la gran Mary. En este caso, una tormenta eléctrica despertó, en algún momento de nuestro tiempo, a la abominación -que aquí responde al nombre de Vivian Biemperdido- de su sueño secular entre las nieves. Tras el periplo correspondiente, ha acabado empleado como vigilante nocturno en unas oficinas estadounidenses. Naturalmente, dadas sus deformidades, es un tipo lleno de complejos. De hecho, tiene dicho empleo porque le permite sustraerse a las miradas del personal.

Narrado por el doctor Zylstra, el psicoanalista de Vivian, en un momento de la terapia, el facultativo -que no cree que su paciente pueda ser un producto de “la fantasía gótica de Mary Shelley”, como le asegura Biemperdido- estima conveniente que prosiga el tratamiento una colega suya. Nada mejor que estar frente a una mujer, que le trata con la misma deferencia que trataría a cualquier persona -aunque Vivian sólo sea un conglomerado de cadáveres-, para que el paciente empiece a superar sus obsesiones. Y tanto es así que Vivian Biemperdido se enamora de su doctora. La quiere hasta el punto de que, cuando ella le anuncia que se va a casar, el monstruo, que nunca ha dejado de latir en él, despierta y está a punto de matar a la doctora que lo psicoanaliza. Las desgracias, ese descrédito y esa ruina profesional, desde los que Zylstra nos narra la historia, caen entonces sobre el doctor por haber creído en la posible redención de la abominación.

Siempre recordado por su Matadero cinco (1969), todo un clásico de la ciencia ficción más pacifista, Kurt Vonnegut fue otro de los autores más consagrados del género en el siglo XX. Fortaleza, la pieza que le trae a estas páginas es una visión de ese mad doctor, de esos científicos locos y blasfemos de los que Frankenstein, por haber querido imitar a Dios en la creación de la vida, es el decano.

Vonnegut, en un texto en verdad ocurrente -aunque no porque esté escrito a modo de guion, procedimiento que, empero, me ha gustado por primera vez-, nos presenta a un descendiente del Frankenstein de la gran Mary, quien, además, responde al mismo apellido. Tampoco ha cambiado mucho su profesión. Bien es verdad que no junta muertos para recrear la vida. El oficio de este Frankenstein es mantener con vida a la viuda de un hombre inmensamente rico. Tanto como para la que fuera su mujer siga aferrándose a este mundo mediante innumerables sondas y una carísima medicalización. De hecho, la viuda no es más que una cabeza, a la que se mantiene lúcida mediante un complejo entramado de “vías” y cables. Cuando ella quiere morir, su Frankenstein se mata a sí mismo, luego de pincharse con las mismas vías, para convertirse en compañero de la viuda en la eternidad.

 

Extraña historia de amor esta que nos presenta Vonnegut. Extraña e inquietante, pero a la vez, prueba incontestable de que, el mito de Frankenstein, toca tan de cerca a la ciencia ficción como al terror.

(Continúa en el asiento siguiente)

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Javier Memba Tue, 25 Jun 2024 02:00:00 +0100
Que la tierra le sea leve a la maravillosa Anouk Aimée http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12303/que-la-tierra-le-sea-leve-a-la-maravillosa-anouk-aimee/ (Tras la noticia de su fallecimiento, sirva este artículo, publicado en Zenda Libros el veintitrés de enero del año pasado, a modo de tributo a una de las grandes musas del cine europeo)

Hay veces que el entusiasmo ajeno me gana como un placer prohibido y acabo haciendo mía una pasión que en su origen no lo fue. Ése ha sido el caso de mi amor al jazz. Mi corazón pertenecía al rock & roll, al rock en general, siendo, además, dogmático, sectario, excluyente y tendencioso en cuanto a aquel cariño. El rock era para mí una verdadera entrega, una revolución, como para quienes tenían conciencia política la redención de los pobres. Y en ello estaba cuando, a comienzos de los años 80, leí un relato del escritor barcelonés Jaime Rosal: Debo al jazz (1977). En aquel texto, mediante la evocación del “memorable concierto” dado por Miles Davis el 19 de mayo de 1961 en el Carnegie Hall de Nueva York, con la orquesta de Gil Evans, Rosal rememoraba su afición al jazz. Se remontaba a los días en que era un joven estudiante de PREU, en la Barcelona de los primeros 60, y sus mentores le indicaban que se dejase de americanismos como el jazz, que ya tenían bastante con el rock & roll del Dúo Dinámico.

Aquella pieza, que aún me magnetiza como cuando la leí por primera vez, acaba con la última audición -todavía reciente cuando Rosal escribió su narración- de Calypso Frelimo y Red China Blues, en un “doble álbum, que ahora los llaman”. Get Up With It (1974), el doble álbum aludido, fue la primera grabación de jazz que atesoré. La escuché durante años sin entender nada, excepto la pasión de Jaime Rosal, hasta que, ya más atemperado mi amor al rock -que como el don poético es un fulgor juvenil-, empecé a entender el jazz. Ese camino que lleva del rock al jazz es una evolución frecuente, ya pasada la cumbre de la edad. Tengo un amigo hippie en Carabanchel al que le sucedió igual. En lo que a mí concierne puedo ser categórico: se debe a aquel texto de Jaime Rosal. Pero hoy vengo a hablar de Anouk Aimée, otra pasión ajena que me acabó por ganar.

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Yo tenía noticia de Anouk Aimée desde que protagonizó Un hombre y una mujer (Claude Lelouch, 1966). La peripecia por la que supe de ella me abruma. Con la venia del lector, me permitiré referirla en un nuevo intento de quererla exorcizar. Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. Pero se quedó sin verla en su estreno por llevarme a ver a mí El Dorado (Howard Hawks, 1966), que coincidió en la cartelera madrileña con el filme de Lelouch. Como hacía siempre, la autora de mis días se sacrificó por mí y esa tarde fuimos al Rialto, donde se programaba el penúltimo de los grandes westerns de Hawks. Me di cuenta de todo y tuve cierto cargo de conciencia. En mi primer intento de enmendarlo descubrí a Anouk Aimée. Naturalmente no pude ver Un hombre y una mujer. Era para mayores de 18 años y yo aún tenía 6. La descubrí en las fotos, aquellos fotocromos de los vestíbulos de las salas de antaño -como los que va a robar Antoine Doinel (Jean-Pierre Leaud) en Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959)- y me llamó poderosísimamente la atención. Aún no había crecido lo suficiente como para saber lo que sucede cuando una mujer te llama poderosísimamente la atención.

Ya en los albores de mi cinefilia, tuve ocasión de asistir a la proyección de Alfonso Sánchez (1980), mi favorito de los cortometrajes de José Luis Garci. Precedía al pase de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) en la programación del cine Paz, siempre en Madrid. Crítico del diario Informaciones, Sánchez -para quien el amor al cine era “algo consustancial” a su persona- compaginaba sus artículos en aquellas páginas con sus comentarios en la televisión de mi infancia. Ya entonces, sin ser yo aún cinéfilo, me magnetizó con su amenidad hablando de la gran pantalla. Recuerdo especialmente una emisión en que le escuché comentar que Soldado azul (Ralph Nelson, 1970), es la película en la que mueren más indios. Siempre que vuelvo a ver este western desmitificador -en la estela de Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970)- me acuerdo de aquel comentario de Alfonso Sánchez -como del texto de Jaime Rosal al volver a escuchar Red China Blues- y convengo en que Sánchez, al que escuché antes de leer a André Bazin -el fundador de Cahiers du Cinéma- fue al primer crítico que admiré.

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De modo que fue algo entrañable reencontrarle en el emotivo homenaje que Garci le rinde en aquel corto. Y allí, entre las secuencias que le mostraban paseando por las calles de Doctor Cortezo y del Cine -esta última en mi barrio, Campamento, así llamada en recuerdo de la sala donde asistí a mil proyecciones en mis primeras edades-, para llevarnos a otras localizadas en la redacción de Informaciones e incluso en su domicilio. Entre los recuerdos fotografiados en este último interior -una Tizona en miniatura, obsequio de Anthony Mann durante el rodaje de El Cid (1961); o una baraja, regalo de Buster Keaton en la filmación de Golfus de Roma (Richard Lester, 1966)…-, Alfonso Sánchez nos enseña una foto que le muestra sentado a una mesa junto a Anouk Aimée y nos confiesa que la actriz fue su gran amor. Daba propina a los camareros en el festival de San Sebastián para que, en las cenas, con las que se agasajaba a la prensa, le sentasen junto a ella… “Una criatura maravillosa que pudo ser la sucesora de Greta Garbo. Pero es tan bohemia que, de repente, entre rodaje y rodaje, se tira un año desaparecida”, suspiraba el crítico. “Todo hombre normalmente constituido tiene un prototipo de mujer. El mío es el de Anouk Aimée. Me enamoré de ella desde que la vi por primera vez, en Los amantes de Verona… Pero ese amor es el gran fracaso de mi vida”.

Las flacas tristes y bohemias, así me gustaban las chicas en mi juventud. Pero Anouk Aimée empezó a hacerlo a raíz del amor que inspiró a Sánchez. Ya andando en mi cinefilia, alguien me habló de sus maravillosas piernas en Lola (1961), primer largometraje del gran Jacques Demy y primera entrega del díptico de Roland Cassard (Marc Michel), que ya en el 64 culminaría en Los paraguas de Cherburgo. Unos años después, andando ya en los 80, siendo yo auxiliar de montaje, entré fugazmente en el equipo de un montador que había trabajado para la censura. Y quiso la casualidad que fuese él quien practicó en la moviola los cortes a Un hombre y una mujer que el censor había ordenado en la sala de proyección. La profesión daba por cierto que se había “puesto morado” viendo los desnudos de Anouk. Pero mi jefe, que a diferencia del común de los técnicos de cine -que odian la pantalla por ser su trabajo y cuantos la amamos solemos caerles mal- simpatizaba con mi cinefilia y me aseguró que allí no había más cera que la que arde.

En fin, ya con Anouk elevada a los altares en los que rindo culto a las actrices que integran mi mitología personal, llevo más de cuarenta otoños atento a cuánto la afición y la profesión me comenta de ella. En 2007 tuve oportunidad de entrevistar a Claude Lelouch en la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia. Antes de empezar, le comenté que Un hombre y una mujer era la película favorita de mi madre. Le hizo mucha gracia pero no me dijo nada de Anouk Aimée. Y eso que Lelouch fue uno de los realizadores que más colaboró con ella.

Enrique Herreros (hijo), toda una institución en el cine español, ha sido quien más y mejor me hablado de esta “sublime actriz francesa”, que él la llama. Gracias a Herreros sé que Anouk residía en la Rue Rennes de París, junto al legendario café Les deux magots. Hablamos, pues, del mismísimo centro de Saint-Germain-des-Pres cuando París todavía era la capital del mundo y de la bohemia, más aún. Hablamos del París de las canciones de Georges Brassens. Un París que Anouk dejaba, con las mismas que se iban a Ámsterdam las bohemias de mi juventud, para venir a rodar en España -por ejemplo, Contrabando (1955), dirigida por el inglés Lawrence Huntington y el español Julio Salvador-, o ser entrevistada por José Luis Pécker en Cabalgata fin de semana de Radio Madrid.

Herreros (hijo) la trató mucho en la primavera del 59, Maurice Ronet -la ilusión de la actriz en aquella sazón- rodaba entonces en España Carmen, la de Ronda, de Tulio Demicheli. Anouk “hacía otro tanto en Roma, a las órdenes de Fellini, en La dolce vita. Todos los fines de semana cogía el Superconstellation de la TWA y se instalaba con su enamorado en el hotel Suecia”. El propio Herreros les conseguía las mejores entradas para La Chata o Carabanchelera, que era como se conocía en Madrid a la plaza de toros de Vista Alegre, que estaba justo enfrente de donde aún debe de vivir mi amigo el hippie de Carabanchel.

La de Anouk Aimée, bohemia y actriz, fue una carrera desarrollada a lo largo de más de 50 años. Cinco décadas en las que inspiró a cineastas del calibre de Alexandre Astruc, Jacques Becker, Georges Franju, Federico Fellini, Jacques Demy, André Delvaux o Bernardo Bertolucci. Al igual que a los norteamericanos que la incluyeron en sus repartos tras el éxito internacional de Un hombre y una mujer, tales fueron los casos de George Cukor, Sidney Lumet y algún otro. Pero la maravillosa Anouk nunca quiso ser una estrella al uso. Su desdén por los oropeles de la farándula fue la mejor prueba de esa exquisita elegancia de la que siempre hizo gala en pantalla. Cimentó su gracia en una sensibilidad que nos brindó una imagen de la feminidad pocas veces alcanzada.

            Hija del actor Henry Murray, Françoise Sorya, verdadero nombre de la actriz, nació en París en 1932. Tras asistir a un curso de baile en la ópera de Marsella y a otro de arte dramático en su ciudad natal, se puso por primera vez frente a una cámara cuando apenas contaba 15 años. Aunque La maison sous la mer (1946), la cinta de Henri Calef en la que Anouk -como figuró durante sus primeros años en los títulos de crédito- debutó, no tardaría en ser olvidada, el segundo título de su filmografía, Los amantes de Verona (1948), recreación de Romeo y Julieta debida a André Cayatte, habría de convertirse en un clásico del cine galo.

Pero eso sería al cabo de los años. Entretanto, tras un par de colaboraciones con Astruc -Le rideau cramoisi (1951) y Les mauvaises rencontres (1955)-, la verdadera Anouk Aimée se pone en marcha al encarnar a Jeanne Hebuterne, la inseparable compañera de Amadeo Modigliani, en Montparnasse 19, la obra maestra de Jacques Becker. Ahí, con ese personaje, fue cuando a mí me terminó de prendar.

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            Jacques Demy volvió a descubrirnos en Lola toda esa sensualidad de la actriz que Cayatte ya nos había sugerido. Lejos de ser esa efigie sin atributos, que corresponde a la mayoría de los mitos eróticos, Anouk comienza a dar pruebas de su agudísima sensibilidad al interpretar a la amante del demente que protagoniza La cabeza contra la pared (1959), otro hito del cine galo debido al talento de Georges Franju. A ésta seguirá su creación de la cínica heredera que le encomienda Fellini en La dolce vita (1960). Habida cuenta del éxito cosechado por el certero retrato de los desahogados que pululaban en los felices 60 por la romana Vía Venetto, que nos proponía en sus secuencias el maestro de Rimini, a la actriz no le faltan contratos en Francia, Italia e Inglaterra.

            Tras un fugaz paso por el peplum de la mano de Robert Aldrich en la producción italiana Sodoma y Gomorra (1962) y una nueva colaboración con Fellini en su cinta más personal, Fellini ocho y medio (1963), Anouk protagonizará Un hombre y una mujer. La Anne Gauthier encarnada en esta última cinta, una viuda que se debate ante un nuevo amor, será su creación más celebrada. A raíz de ella, Hollywood le ofrecerá un contrato de siete años, que Anouk rechazará. Tan rebelde como sugerente, preferirá seguir siendo una de las mejores actrices del cine europeo y dar vida a la diseñadora que protagoniza la fascinante Una noche un tren (1969), del belga André Delvaux. Acaso cansada de ser siempre la amante de..., tras su colaboración con Cukor en Justine (1969), adaptación de la primera entrega de El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, en la que Anouk interpreta a la propia Justine, la actriz se mantendrá retirada de las pantallas durante siete años.

 

Regresó de la mano de Lelouch, para quien fue una de las lesbianas que protagonizan Si empezara otra vez (1976). El resto fueron cintas menores, aunque a veces debidas a Marco Bellocchio -Salto al vacío (1980)-, Bernardo Bertolucci -La historia de un hombre ridículo (1981)- o Robert Altman -Pret-a-porter (1994)-. La decadencia se prolongó hasta 2019 cuando, de nuevo a las órdenes de Lelouch, volvió a incorporar a Anne Gauthier en Los mejores años de una vida, una segunda secuela de Un hombre y una mujer.

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Javier Memba Tue, 18 Jun 2024 20:45:00 +0100
Que la tierra le sea leve a la maravillosa Françoise Hardy http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12302/que-la-tierra-le-sea-leve-a-la-maravillosa-francoise-hardy/ (Sirva este texto, publicado en Zenda Libros el pasado 17 de enero, a modo de último tributo a la maravillosa Françoise Hardy)

Otro 17 de enero, el de 1944, nacía en París la chica con los ojos más grandes y tristes del mundo. Fue un momento estelar de la humanidad, porque, si, como nos dice Fernando Pessoa, en El libro del desasosiego -publicación póstuma de 1982-, la humanidad es “una mera idea biológica que no significa más que la especie animal humana”, con Françoise Hardy, la entonces neonata que hoy cumple ochenta años y pide a Macron de regalo una muerte asistida, nació un milagro de la biología: un ideal de la feminidad etérea. Una biología que hoy se extingue en una terrible agonía que ya se prolonga durante seis años. Dicen que hay veces que se le nubla la vista hasta el punto de cegarla.

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Su destino ya estaba escrito en algún lugar aquel 17 de enero de 1944. Habría de dar comienzo en 1962, el año en que acabó la Guerra de Argelia. El domingo 28 de octubre -30 según otras fuentes-, Francia fue convocada a un referéndum. Cerrados los colegios electorales, el país se agolpaba frente a los receptores de televisión, en los domicilios particulares y en los establecimientos públicos, a la espera de noticias sobre el recuento de las papeletas. En una de las pausas del informativo correspondiente, la joven Françoise, sin más compañía que la guitarra acústica que le habían regalado en su casa unos años antes, cuando acabó el bachillerato, interpretó Tous les garçons et les filles. Aquella fue la noche en que Charles de Gaulle se convirtió en el primer presidente de la República Francesa elegido por sufragio, y nació un ideal, más que un ídolo, de la juventud. Ídolos son los políticos en su inexorable ignominia; los dioses con testa de bestia, adorados en sus altares por los paganos.

Françoise Hardy fue -y por haberlo sido lo será siempre- el ideal de la nueva chica urbana de los años 60: una chica yeyé. Acaso la primera. Y las chicas yeyés nunca fueron una broma, por mucho que puedan parecerlo a tenor de las observaciones de los comentaristas de la canción en la que Concha Velasco las parodiaba. Fueron, ya digo, un milagro de la biología, un ideal femenino. Luchaban contra la sociedad heteropatriarcal hace más de medio siglo, al rebelarse contra su padre, cuando no las dejaba salir de casa “vestidas como fulanas”, y cuando el energúmeno de turno, encendido en su represión sexual por las medias de color y la minifalda, las jaleaba como una bestia desde la acera de enfrente. Por no hablar de la posición hegemónica de aquellas muchachas en el cotarro musical de aquellos días.

El 29 de octubre de 1962 -o 31 según las fuentes-, los jóvenes que pululaban tan solitarios y desorientados por Saint Germain como decía estarlo Françoise en la letra de Tous les garçons et les filles, ya se habían aprendido la canción. Algunos la conocían de verla cantar por los clubes parisinos, otros de la facultad de Ciencias Políticas de la Sorbona, donde estaba matriculada, aunque acabaría licenciándose en Literatura. Como tantas chicas tristes, siempre fue una lectora apasionada. Simone de Beauvoir -a la que, curiosamente, descubrió en Austria, durante las vacaciones estivales, aprendiendo alemán en casa de unos parientes-, mientras pudo leer -hasta eso le ha quitado la agonía-, fue una de sus grandes pasiones.

Pero hemos de recordarla en los días de Tous les garçons et les filles. Cómo podían imaginar entonces, sus compañeros en las aulas de La Sorbona, que aquella canción de la chica triste, con el tiempo, habría de ser una pieza sobresaliente en la banda sonora de sus vidas. Qué pensarían de Françoise, al verla brillar junto a su antiguo vecino Johnny Halliday en los años de gloria del rock & roll francés y el universo yeyé, sus antiguas compañeras en el internado de las trinitarias. Fueron ellas las que asistieron al origen de su proverbial timidez, que dicen se encuentra en su dificultad para relacionarse con las monjas y con las otras niñas. Tenía problemas con el resto del mundo. ¡Cuánta belleza! ¡Qué hermoso y conmovedor es siempre el individualismo!

Llegó tan lejos la impronta de Françoise y sus canciones tristes, que Bob Dylan -habrá que recordar una vez más- fue el primero en dedicarle un poema. Aún puede leerse reproducido en la contraportada de Another Side of Bob Dylan (1964). En aquellos versos, la visualizó al borde del Sena. Puede que París aún fuera la ciudad del amor y Françoise, que también inspiró las líricas de Jacques Prevert y Manuel Vázquez Montalbán, con su languidez exquisita y su extremada delicadeza, se convirtió en el prototipo de la nueva parisina. Une parisienne tituló el escritor y músico Stan Cuesta la canción que le dedica. Debutó en el cine de la mano de Roger Vadin en Château en Suède (1963). Para Godard, el gran Godard, hizo una colaboración episódica en Masculino, femenino (1966). Pero lo suyo eran las canciones tristes en los días que empezaba a despuntar la monserga de la canción comprometida.

Si hubo una cámara a la que Françoise Hardy enamoró de veras, ésa fue la del fotógrafo Jean-Marie Périer, uno de los fundamentales de la revista musical Salut de copains, algo así como el órgano de expresión de la cultura yeyé. Ella y Sylvie Vartan se repartieron las portadas de aquella publicación que habrían de hacer historia. En fin, hablamos de la musa de toda una generación y una época, cuyo encanto irradió a las siguientes.

Sus canciones tristes -Mon amie la rose, Toi, je ne t’oublierai pas, L’ amour ne dure pas toujours…-, casi siempre composiciones de la propia Françoise, se escuchaban cuando aún no se había terminado de democratizar la música -sólo era el esparcimiento para las horas de asueto de quienes tenían tocadiscos; no ese aspecto más de la vida cotidiana, que, afortunadamente, es ahora- y mientras su voz dulce arrullaba al oyente con el magnetismo de las pesadumbres sentimentales de tan singular cantautora, quien la escuchaba la admiraba en esas fotos de Périer que la mostraban en las carátulas de los sencillos. Hasta los elepés eran menos frecuentes.

Era tanta su elegancia que fue musa de diseñadores como André Courrèges, Yves Saint Laurent y Paco Rabanne. Y, sin embargo, yo sostengo que fue una chica tan rebelde como las mejores de los años 60. Verla interpretar Comment te dire adieu?, la memorable pieza del gran Serge Gainsbourg, con un vestido de Paco Rabanne -creo tener entendido- aún levanta los corazones. También creo tener entendido que el 15 de mayo de 1968, justo en mitad de la revuelta, Françoise presentó otra creación de Rabanne en una feria de joyería celebrada en París. Era un mono de pletinas de oro con incrustaciones de diamantes anunciado como el vestido más caro del mundo. Tal y como estaban las cosas, su director artístico le aconsejó que se alejase, cuanto más, mejor, de las barricadas que, según pintaban en los muros sus antiguos compañeros de La Sorbona, “cerraban la calle, pero abrían el camino”.

Como tantos burgueses del París de aquella primavera, Françoise Hardy dejó la capital y marchó a lo que Balzac llamó, en uno de los epígrafes bajo los que organizó La comedia humana, “la vida de provincias”. Se refugió en su casa de la Provenza con su chico de entonces: Jacques Dutronc. No volvió a París hasta que De Gaulle volvió a ganar en junio, esta vez unas elecciones.

En los años 70 aún se hizo notar con sus canciones tristes. Su versión de Suzanne de Leonard Cohen es conmovedora. Al igual que su dueto con Georges Moustaki -L’ Habit- en Message personal, su álbum de 1973 producido por Gainsbourg. A decir de la afición, es su mejor grabación de los años 70. Pero el tiempo de Françoise Hardy había pasado, su estrella se iba apagando. Comenzó a retirarse lentamente en la siguiente década.

Ya convertida en un recuerdo, en uno de los más gratos recuerdos de cuantos admiraron a las chicas yeyés y gustaron de las canciones tristes; ya elevada al panteón de la memoria de varias generaciones, todo parecía indicar que a Françoise Hardy sólo le restaba marcharse entre aplausos. Pero lo peor aún estaba por llegar.

Publicó sus memorias -Le Désespoir des singes… et autres bagatelles- en 2007. En aquellas páginas hubo muchas sorpresas. Entre otras cosas, contaba sobre su participación en el final de los días de su madre -a petición de ella misma- baldada por el dolor y sin posibilidad de cura.

La chica triste empezó a luchar con un linfoma a los 60 años, que superó al cumplir los 70. Tras mucho tiempo componiendo para otros, en 2018, al presentar su último álbum, ya andaba y lucía como una entrañable viejecita. Sus ojos tristes habían dado paso a una sonrisa agradable y sincera. Se había convertido en una de esas señoras de antes, elegantes y distinguidas, de las que ya apenas se ven. De aquellos años yo me quedo con su versión de True Love Ways, el tema de Buddy Holly, porque me demuestra que Françoise Hardy amó tanto el rock & roll -Brenda Lee, los Everly Brothers..- como algunas chicas de mi época.

Pero la enfermedad no atiende a sentimentalismos. En 2019 anunció en una entrevista que padecía un nuevo cáncer -éste en la laringe- que la había dejado sorda de un oído. Cantar se había acabado para ella. Desde entonces todo ha sido sufrimiento. No hay cura posible, no puede tragar, no puede respirar y no la alivian los cuidados paliativos. Es tanto su dolor que, en esa carta abierta a Macron, le ha pedido “la intervención rápida para evitar el sufrimiento de las personas que así lo deseen”. Convertida en una abanderada de la eutanasia en Francia, en una entrevista concedida a Paris Match el pasado 14 de diciembre, asegura que el regalo que espera para hoy es marcharse “a la otra dimensión lo más pronto, lo más rápido y lo menos dolorosamente que sea posible”.

 

Su historia ya está escrita en lo más profundo de nuestros corazones. Si ella lo quiere así: ¡Ojalá podamos darle pronto los aplausos de despedida y desearle que la tierra le sea leve!

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Javier Memba Wed, 12 Jun 2024 11:00:00 +0100
In memoriam: Fernando Suárez http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12301/in-memoriam-fernando-suarez/             Llega un tiempo en el que todo son recuerdos. Ya estando en esos días con aire postrero, cuando te encuentras con alguien conocido del pasado, verificas en esos primeros signos de su decrepitud esa vejez que también se ha apoderado de ti. Es lógico, ante semejante panorama, considerar que no sería raro que aquélla, la del encuentro fortuito con alguien del pasado, sea la última vez que ves a esa persona que, igual que tú, nunca ha de ser un rey entrando triunfante en Persépolis y ya cuenta en las nóminas de quienes pueden morir en breve. Cualquiera puede irse mañana, bien es cierto. Pero cuando llega esa edad de guardar treinta, cuarenta, cincuenta años de recuerdos, ya se está entre los primeros que va a llamar La Parca.

            Llega un momento en que, esa fugacidad del tiempo que como obedeciendo a artes nigrománticas desvencija la belleza, se acelera. Es entonces cuando deja de ser un dicho que el devenir de los días discurre más rápido cuantos menos quedan. Como por arte de magia, las fotografías no interesan tanto por su calidad artística y empiezan a hacerlo por su carácter documental. Ya en esa sazón, todo son derrotas. Contra el destino nadie da la talla y “envejecer y después morir”, como escribe el gran Jaime Gil de Biedma en No volveré a ser joven, resulta ser el único argumento de la obra.

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            No sirve de nada llevar escuchándolo desde que, recién acabada la infancia -quizás el único periodo de la existencia en que se esconde al ser humano la fugacidad de todo porque lo es la vida misma-, cuando, de pronto, te sientes de lleno en la senectud y las fuerzas te empiezan a fallar. Los más bellos versos de los poetas lascivos, los conjuros de quienes dieron vueltas a las artes nigrománticas durante siglos, son tan inútiles -y necios- como todo ese discurso del buen rollo de los más simplistas que va desde llamar “tercera edad” a la vejez y decir que la ancianidad es un estado mental. La senectud es el comienzo del fin de la vida, la antesala de la muerte y nada más.

            Yo, que ya de niño -en mi necedad de entonces- ansiaba cumplir años para tener recuerdos y darme al placer de la nostalgia, que siempre es mucho más dulce de lo que imaginan quienes nunca se acuerdan de nada, he encontrado en la memoria un solaz mucho mayor del que esperaba para esa ancianidad que, pese a ser una expresión tomada del lenguaje del fútbol -que aborrezco como todos los deportes-, bien podríamos definir como “el tiempo de descuento” de nuestra existencia. En fin, una memoria que estos días se ha visto aguijoneada por el reciente óbito de Fernando Suárez González. Hombre bueno, siempre de trato afable y jurista excelente, fue uno de los artífices de la Transición política que puso fin a la dictadura, pese a que, en los titulares de las noticias necrológicas publicadas tras su fallecimiento el pasado veintinueve de abril, se hayan limitado a decir que fue el último ministro de Franco que quedaba vivo.

            Como es bien sabido, González es uno de los apellidos más frecuentes en España, pero el segundo suyo era el mismo que el segundo mío. Su madre y mi madre eran primas en segundo grado. Por eso él y yo guardábamos tan grato recuerdo de nuestra tía Upe (Guadalupe), que tenía un estanco en el barrio Húmedo de León, donde ayudarla a despachar tabaco era una “institución familiar”, como él decía. Aún me reconforta la evocación de la disposición de las cajetillas de cigarrillos sobre una mesa camilla, que había tras el mostrador, a la cual nos sentábamos. Aquella era la España de las señoras de antes, que te ofrecían gentilmente meter las piernas bajo los faldones de la mesa camilla para acercar los pies al calor del infernillo que allí había. Aquella era la España en la que fui el niño más feliz del mundo.

Mi familia, como la mayor parte de las familias españolas de entonces, aunque ahora lo nieguen, era franquista y Fernando Suárez -junto a su hermano José María- uno de sus orgullos. Su brillante paso por la universidad de Bolonia -donde se doctoró en Derecho con la tesis L’eccesiva onerositá sopravvenuta della prestazione del datore di lavoro- tenía a mi madre y a mis tías fascinadas. Recuerdo perfectamente cuando le conocí: fue una mañana en los años 60, en la madrileña Estación del Norte. Era muy alto, recuerdo su estatura -al igual que su altura moral- y sus iniciales bordadas en sus camisas. Era todo un señor de los del siglo pasado. Entonces, cuando le vi por primera vez, dirigía el colegio mayor Covarrubias en la Complutense. Había entrado en política, en sus años de estudiante en Oviedo, como delegado del SEU. Pero debió de ser, ya durante su etapa madrileña, cuando fue nombrado jefe central de enseñanzas de la Delegación Nacional de Juventudes. En este cargo, jugó un papel fundamental en la reforma de la Formación del Espíritu Nacional, aquella asignatura que estudiábamos en libros de la editorial Doncel, de la que aún se queja el presunto José Luis Ábalos.

Yo no solo estudié Formación del Espíritu Nacional con sumo agrado, también fui de la OJE, la Organización Juvenil Española, nacida de los restos del Frente de Juventudes. Recuerdo un campamento en La Vecilla, un pueblo de León. El hermano de Fernando, José María Suárez, un alto cargo del Movimiento en aquella región donde siempre me ha querido tanto mi familia, consciente de que yo sólo como lo que me gusta, había dado orden de que al flecha de Madrid -es decir, a mí-, le sirvieran aparte la comida.

Eran más, pero aquellos dos hermanos Suárez González fueron especialmente buenos con mi madre y conmigo. Jamás olvidaré cuánto agradeció la autora de mis días -esos mismos a cuyo fin ya empiezo a aproximarme- que en 1970 Fernando Suárez le buscase un trabajo en la Organización Sindical Española. Aquel empleo, que empezó a simultanear con el de aquel colegio del “final de la calle del Bosque”, donde por las tardes daba clases de inglés, trajo a nuestra casa una prosperidad desconocida hasta entonces. Sin olvidar esas primeras lecciones de la lengua de Shakespeare, que mi progenitora siguió dando al acabar la jornada en el colegio a alumnos particulares y en una academia de mi barrio (Aluche) hasta que la enfermedad, que al cabo de siete años la llevaría a la tumba, le impidió seguir trabajando en tres sitios para sacarme a mí adelante. Nunca haré honor a aquellos esfuerzos. Pero sí quiero dejar constancia de lo bueno que fue con nosotros el último franquista.

Ya andando los años 70, la carrera política de Fernando Suárez, que desde el 67 se venía desarrollando como procurador en las cortes por el tercio familiar de la provincia de León, conoció todo un despegue cuando en 1973 fue nombrado director general del Instituto Español de Emigración. Yo entonces era hippie y no me enteraba de nada. Pero, ya en este tiempo de descuento de mi vida, aún recuerdo a mi madre y a mis tías elogiando la magnífica labor, que estaba llevando a cabo Fernando Suárez, para mejorar las condiciones de aquellos compatriotas que se veían obligados a emigrar por la necesidad y eran tratados poco menos que como animales en los países de acogida. Aquellas naciones que por despreciar aquella España en la que fui el niño más feliz del mundo, decían que África acababa en los Pirineos.

Y sí que debió ser buena su labor de entonces porque, a raíz de ella, fue nombrado ministro de Trabajo del último gobierno de Franco. Y fue entonces cuando en aquella España, Fernando Suárez legalizó la huelga. Al menos eso era lo que decían mi madre y mis tías. Tras la muerte del dictador fue cesado a petición propia cuando se incluyó el presupuesto de la Seguridad Social en los presupuestos generales del Estado y jugó un papel destacadísimo en la Transición, como miembro de la ponencia que defendió, en las antiguas cortes, aún franquistas, el famoso Proyecto de Ley para la Reforma Política. En realidad, Fernando Suárez venía siendo un reformista desde que contribuyó a cambiar el paradigma de la Formación del Espíritu Nacional, que, con anterioridad a su reforma, obedecía a los mismos parámetros impuestos tras la Guerra Civil.

“La dictadura por la ventana”, tituló la prensa en sus portadas en la mañana que siguió al día de aquella histórica votación, cuando esa ley, que habría de acabar con el antiguo régimen, el Movimiento, comenzó a ponerse en marcha por los franquistas más ponderados, los que sabían que la España de Franco había acabado inexorablemente. “Un pasado que nunca va a volver”, recuerdo que dijo Adolfo Suárez. Sus antiguos compañeros, los franquistas más recalcitrantes, que empezaron a ser conocidos como “el búnker”, despreciaron a los reformistas tanto como lo hace ahora esta gente que nos gobierna en base a sus mentiras y a su falta de escrúpulos. Estos que han aprendido la historia de España en las casas del pueblo, en el odio que les inculcaron sus padres y sus abuelos y en la lectura de esos hispanistas británicos, que escriben al dictado de los nietos de quienes, habiendo perdido sus abuelos la guerra, han decidido ganarla por ellos ahora, abriendo las tumbas de los muertos de entonces.

Corría 1980 cuando yo personalmente traté más a Fernando Suárez. En aquel tiempo, él era diputado de Alianza Popular. En la nueva España seguía siendo ese familiar muy importante, y siempre bien dispuesto para ayudar a quien lo merecía, que había sido en aquella España en la que fui el niño más feliz del mundo, en cierto modo gracias a él. Llegado ya el momento de orientar mi vida, resolví dedicarla al muy noble y siempre improductivo oficio de las letras. Ante semejante drama, a mi madre -que en buena medida me había predispuesto a tan desatinado oficio al inculcarme su amor a los libros desde antes de saber leer- no se le ocurrió nada mejor que llamar a Fernando Suárez y él, que probablemente fue profesor del Derecho del Trabajo, antes que nada -acabó siendo catedrático emérito de esta disciplina por la UNED-, y que, como cualquier docente que se precie, siempre gustó del trato con la juventud, le dijo que yo le fuera a ver.

En efecto, comencé a visitarle en su despacho de la calle Serrano Jover, justo detrás de El Corte Inglés de Princesa. Todas las semanas, durante varios años, fui gustoso allí a hablar con él. Escuché sus consejos -que tanto me ayudaron cuando yo empezaba a publicar- con la misma buena disposición que él mis desatinos. Hablamos largo y tendido de poesía. De César Vallejo, su España, aparta de mí ese cáliz (1939) era su título favorito. Recuerdo su forma de contar con una mano las sílabas de los endecasílabos, “el verso por antonomasia”, sostenía. Me hizo ver que Hemingway fue el primer mercader de la gran literatura, así como la grandeza de esa estrofa de El libro del buen amor (1330-1343) en la que Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, cita a Aristóteles. Era tan grato departir con él sobre literatura -y hablar de literatura, como hablar de cine, no es otra cosa que hablar de la vida-, que fue una de las pocas personas que he ido a ver al hospital, al Ramón y Cajal, el Piramidón, cuando fue ingresado por no sé qué dolencia en los riñones.

Dejé de visitarle regularmente en su despacho de Serrano Jover allá por el 86. Debió de cerrarlo entonces porque aquel fue el año en que le eligieron democráticamente diputado por España en el Parlamento Europeo. Unos meses después yo publicaba mis primeras novelas y empezaba a escribir en algunos periódicos y revistas de finales de los años 80, en la prensa de la Movida -Madrid Me Mata- venía haciéndolo desde comienzos de esa misma época. Una de las últimas veces que le vi, me comentó que había leído una colaboración mía en El país imaginario de Moncho Alpuente.

Pero lo que recuerdo con más emoción es cuando, ya andando los años 90, me llamó a casa para decirme que había comprado en un Vips la novela que escribí sobre mi madre aguijoneado tras su fallecimiento -God Bye, señorita Julia (Mondadori, 1993)- y que “la vieja España se daba por aludida” y agradecía mi recuerdo. En efecto, en aquellas páginas yo reconocía la ayuda que un “familiar nuestro, muy importante en la vieja España” nos había prestado siempre a mi madre y a mí. Aquella llamada fue para celebrar el buen recuerdo que yo guardaba de su bonhomía y comentarme que leía mis artículos en El Mundo. Se congratuló de que, pese a la dificultad, había conseguido ganarme la vida escribiendo. Aquella llamada fue la última alegría que me dio Fernando Suárez.

Por lo que a mí respecta, más que el último franquista, con él se fue el último de los hombres buenos de la vieja España -no quiero olvidar a mi padrino de bautismo, Carlos Urgoiti, al escribir estas palabras- que se portaron conmigo mucho mejor que mi padre, quien pertenecía a una de esas culturas alternativas que tanto gustan a esta gente que nos gobierna en base a las mentiras, las inmoralidades, las ordinarieces y las corrupciones.

Todavía fue en la primavera pasada, al visitar a los últimos dos primos que me quedan en León, mis queridos hermanos Becker, cuando ellos me dijeron que siempre que Fernando Suárez volvía por la ciudad -lo que hacía con frecuencia para recibir premios y homenajes pues fue uno de los leoneses más notables de su tiempo- les preguntaba por mí. ¡Qué gran persona!

 

Puesto que Fernando Suárez creía en Dios, que Dios le tenga en su gloria.

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Javier Memba Wed, 29 May 2024 16:30:00 +0100
Que la tierra le sea leve a Roger Corman http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12300/que-la-tierra-le-sea-leve-a-roger-corman/  

 

(Acusada  la noticia del fallecimiento de Roger Corman, sirva este artítulo, publicado el treinta y uno de octubre de 2021 en Zenda Libros, a modo de tributo. Que la tierra le sea leve al paradigma del cine de serie B.)

Casi setenta años después de su primera y ya brillante realización -Cinco pistolas (1955)- y a treinta y cuatro de la última -La resurrección de Frankenstein (1990)- cuando puede darse por concluida su filmografía, todavía cabe preguntarse si la verdadera vocación de Roger Corman -uno de los grandes paradigmas de la serie B- fue la producción o la realización. No faltan quienes sostienen que, cuando emplazó su cámara por primera vez, lo hizo para ahorrarse el sueldo de un director bajo contrato. Dicha teoría podría desmentirse aludiendo al vigor narrativo que Roger Corman supo imprimir a todas y cada una de sus películas, porque contaba tan bien las historias que conseguía que el espectador no reparara en todas las carencias inherentes a los bajos presupuestos con los que trabajaba.

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            Sin embargo, no es menos cierto que su actividad como realizador se reduce a poco más de quince años (1955-1971). Otros diecinueve después, firma el ya citado Frankenstein y desde entonces hasta ahora sólo ha dirigido un episodio de la serie de televisión Masters of Horror -Haeckel's Tale (2006)- mientras ha seguido produciendo al ritmo infatigable que le ha caracterizado desde sus comienzos. Es más, ateniéndonos a la dudosa elocuencia de las estadísticas, la filmografía del Corman realizador comprende 56 títulos, frente a los 362 del Corman productor. Tal vez tengan razón quienes apuntan que las primeras inquietudes de este impagable mercenario de la AIP le encaminaban a la producción, que no a la realización cinematográfica.

            En cualquier caso, fuera cual fuese la verdadera vocación de este maestro de los rodajes bajo mínimos, el cinéfilo ha de agradecer a Corman un buen número de maravillas, al igual que la forja de una buena parte de esa generación que cambió Hollywood a comienzos de los años 70.

            Tras realizar estudios de ingeniería y servir en la armada, se emplea como encargado del correo en la 20th Century-Fox. Sin embargo, en 1953, cuando vende su primer argumento, se lo compra la competencia: Allied Artists. Se dice que para su primera producción -cifrada en 12.000 dólares y dirigida por Wyott Ordung en 1954 con el título de The Monster From the Ocean Floor-, Corman hubo de convencer al inventor del submarino monoplaza que aparece en escena de la publicidad que supondría para el aparato salir en la película para que el sujeto en cuestión se lo dejara gratis durante la filmación. Fuera como fuese, de lo que no hay duda es que, antes de que acabe el año 54, el incipiente productor, dando ya muestras de su futura capacidad de trabajo, pondrá en marcha dos cintas más basadas en sendos argumentos suyos. The Fast and the Furious, dirigida por John Ireland y Edward Sampson, y Highway Dragnet, de Nathan Juran, son sus títulos respectivamente.

            Tras demostrar que puede ser rápido, barato y bueno en Cinco pistolas, western que inaugura esa línea en la que Budd Boetticher y Randolph Scott -ya maestros en el género- vendrán a abundar a partir de 1956, no duda en subirse a una avioneta y viajar en ella a todos los autocines y las salas de reestreno del país, enseñando Cinco pistolas a los gerentes de los distintos establecimientos. Su objetivo es convencerles para que contraten su siguiente realización. En muchos casos lo consigue porque el cine de Corman -que entonces oscila invariablemente entre el western y la fantaciencia- sintoniza a la perfección con los jóvenes de la época.

            Sean o no sean conscientes de ello sus primeros espectadores, el Corman de aquellos años es el realizador por antonomasia de los jóvenes que se dan los primeros besos en el viejo Chevy frente a la pantalla del autocine y bailan al ritmo de Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Gene Vincent y los primeros intérpretes de rock & roll. Más aún, ese Corman es uno de los realizadores más representativos del cine de los años 50.

            Antes de que acabe la década que le ha visto nacer como cineasta, el maestro de la estrechez y la carencia ha dirigido más de 20 películas. Esto significa que rueda un mínimo de cuatro filmes al año. Entre ellos cuentan títulos como The Day the World Ended (1955), un acercamiento al miedo al holocausto nuclear que atenaza a la Norteamérica de aquel tiempo; Attack of the Crab Monsters (1957), una de sus primeras propuestas encuadradas en esa pantalla de terror de la que será un maestro indiscutible en la siguiente década, pero realizada desde esos planteamientos fantaciéntificos en los que aún se encuentra; o I mobster (1958), un insólito melodrama entre hampones, de fotografía llamativa, que demuestra que Corman, como el buen mercenario de la puesta en escena que es, se mueve con idéntica soltura en todos los géneros. Porque, si hay algo común a esa veintena de títulos que inauguran su filmografía, eso es el brío que sabe imponer a la hora y poco más que duran sus realizaciones.

            Con tales antecedentes, no es de extrañar que nuestro cineasta encuentre abiertas de par en par las puertas de la AIP. No en vano, en 1954, cuando sus amigos y a veces productores James H. Nicholson y Samuel Z. Arkoff han fundado el estudio, lo han hecho con la firme decisión de impulsar ese cine adolescente del que Corman ya es -junto a Jack Arnold- uno de sus directores más brillantes.

            Así las cosas, el entendimiento entre el realizador y la casa llega a ser tan grande que suele considerarse a Corman fundador de la AIP. Con dicha marca el cineasta realiza el ciclo de Poe, lo mejor de su filmografía. En los siete títulos que integran la serie -La caída de la casa Usher (1960), El péndulo de la muerte (1961) La obsesión, Historias de terror (ambas de 1962), El cuervo (1963), La máscara de la muerte roja (1964) y La tumba de Ligeia (1965)-, el maestro del bajo presupuesto demuestra ser uno de los mejores adaptadores de Edgar Allan Poe.

            En estrecha colaboración con Vicent Price -protagonista de todas ellas-, el guionista Richard Matheson, el director artístico Daniel Haller, el director de fotografía Floyd Crosby y el resto de lo que bien puede llamarse su compañía estable, se convierte en el artífice del vigor narrativo, el cromatismo y las angulaciones de cámara que llegarán a ser las principales señas de identidad de la AIP. Haciendo virtud de la necesidad, Corman, lejos de dejarse llevar por esas truculencias y esos efectos especiales que tanto tientan a los cineastas que trabajan con producciones de más envergadura, crea su espanto y su inquietud en base a sutilezas.

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            Que sus presupuestos comiencen a ser más holgados no significa que su ritmo de rodaje decrezca. Es tanta la complicidad que existe entre Corman y sus colaboradores que el cineasta puede seguir trabajando a la velocidad que le caracteriza. Así, rodar el ciclo de Poe -uno de los capítulos principales de la historia del cine de terror, al que de alguna manera se puede unir The Haunted Palace (1963), adaptación de El extraño caso de Charles Dexter Ward (1943), novela corta y póstuma, de H. P. Lovecraft-, no le ha impedido con anterioridad realizar una notabilísima parodia del género en The Little Shop of Horrors (1960). El rodaje de esta última le ocupa durante un par de días y una noche, después de haber empleado una semana en la redacción del guión. A esta serie, siempre protagonizada por Price, también cabe añadir El cuervo, que a la larga es una parodia del más célebre poema de Poe.

            The intruder (1962) es una denuncia del racismo reinante en los estados sudistas. Además de ser considerada por la crítica su primera película "importante y personal", también es una de las primeras manifestaciones de esa nueva sensibilidad que el problema racial inspira a la juventud rebelde de la Norteamérica de los años 60. En efecto, diez años después de sus primeras realizaciones, Corman sigue en sintonía con los adolescentes. De hecho, serán obra suya algunas de las primeras películas sobre la juventud de la época. Así, Los ángeles del infierno (1966) es un acercamiento a los motoristas aludidos en el título, en tanto que The Trip (1967) retrata, cuando la pantalla apenas ha dado noticia de ello, una experiencia con ácido lisérgico.

            Unos años antes, en el 63, Roger Corman ha vuelto a esa ciencia ficción bajo mínimos en El hombre con rayos X en los ojos, una delicia protagonizada por Ray Milland.

            Aunque la proximidad a los planteamientos contraculturales de algunas de sus propuestas juveniles le haya valido la crítica de los sectores conservadores, mediados los años 60, a Roger Corman ya se le aplaude hasta en los grandes estudios, los mismos que le cerraron la puerta cuando iba a visitar a los exhibidores con su avioneta. De ahí que cuando vuelve a interesarse por el gansterismo sea la Fox quien le produce La matanza del día de san Valentín (1967). Fue aquella una impecable recreación, con trazas de documental, de la matanza ordenada por Al Capone el Día de los Enamorados de 1929, cuando los sicarios de Caracortada -acaso el gánster que más cine ha inspirado- asesinaron en un garaje a siete miembros de la banda de Bugs Moran, última batalla de las guerras mafiosas que convirtió a Capone en rey del hampa de Chicago.

            Tres años después, tras un primer paréntesis insospechado anteriormente, abunda en el drama criminal con Mamá sangrienta (1970), basada en la verdadera historia de Kate Bake, también conocida como Ma Baker, la mujer que enseñó a robar, secuestrar y asesinar a sus cuatro hijos, escribiendo al hacerlo todo un capítulo en la historia criminal estadounidense. Mamá sangrienta, donde la crueldad sucede a la ternura y la violencia al patetismo, en opinión de algunos críticos es la obra maestra de Corman. Cuando llega a las pantallas, las horas del realizador en la AIP ya están contadas.

            Es en 1971, cuando la que fue su productora por antonomasia intenta cambiar el montaje de Gas-s-s-s, una comedia de anticipación, cuando Corman parte con la AIP y decide fundar su propia empresa. Con su marca se estrena El barón rojo (1971), extraña película bélica donde se nos refieren las hazañas de Manfred von Richtofen, el héroe de guerra alemán en los cielos de la Gran Guerra.

            La resurrección de Frankenstein, lejos de esa nueva incursión en el terror que aparenta ser a tenor de su título, lo es en la ciencia ficción. Basada en la celebrada novela que Brian Aldiss da a la estampa en 1973 con el título de Frankenstein desencadenado, más que una vuelta a ese moderno Prometeo que es la abominación del barón Frankenstein, lo que se nos propone es un viaje en el tiempo, el de Joe Buchanan (John Hurt), desde un futuro sombrío a la Suiza decimonónica donde un joven científico, el doctor Victor Frankenstein, se debate entre el tormento y la inspiración.

            Como productor, Roger Corman ha sido responsable de títulos tan notables como A través del huracán (1965) y El tiroteo (1967), los dos inolvidables westerns de Monte Hellman; conviene asimismo señalar El horror de Dunwich (Daniel Haller, 1970), Humanoides en el abismo (Barbara Peters, 1980), por citar sólo algunas de esas 362 producciones aludidas.

            Es el Corman productor quien pone en marcha lo que Johnatahn Demme, uno de sus acólitos, fue a llamar la "Academia de Técnica Cinematográfica de Corman". En efecto, nuestro hombre también será el productor de Francis Ford Coppola -Dementia 13 (1963)-, Martin Scorsese -Boxcar Bertha (1972)- Peter Bogdanovich -Saint Jack (1979)- y tantos otros de aquellos cineastas que cambiaron Hollywood al filo de los años 70.

            Al igual que aquellos realizadores, muchos de los cuales colaboraron con él como directores de la segunda unidad, ayudantes de dirección o guionistas, gracias a este antiguo mercenario de la AIP, actores como Jack Nicholson, Robert de Niro, Bruce Dern o Dennis Hooper pudieron interpretar algunos de los mejores personajes de los comienzos de su filmografía.

 

            Distribuidor en Estados Unidos de los grandes títulos de realizadores europeos como Federico Fellini, François Truffaut, Joseph Losey, e incluso del japonés Akira Kurosawa, he ahí otra prueba de que para Roger Corman el cine es más que un negocio como podría serlo cualquier otro. No hay duda de que es uno de los cineastas más sobresalientes que dio la pantalla estadounidense en la segunda mitad del pasado siglo.

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Javier Memba Sun, 12 May 2024 12:00:00 +0100
La bandera de Madrid (IV) http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12299/la-bandera-de-madrid-iv/ Goya el tres de mayo de 1808

(viene de la entrada del doce de marzo de 2024)

            El pintor figurativo, sostiene Antonio López, ha de crear su obra en base al paisaje que ve. De ahí que este maestro del hiperrealismo sea uno de los artistas que, de un tiempo a esta parte, más ha pintado Madrid. Como ese vecino de nuestra amada ciudad que es, a menudo puede vérsele en la Puerta del Sol con su caballete, tomando unas vistas de tan querido paisaje.

Puede que lo único cierto que dice esta gente que nos gobierna sea su empeño en la descapitalización de nuestra amada ciudad. “Mientras nosotros gobernemos no se abrirá ningún organismo ni ningún museo en Madrid”, anunció en su momento Miquel Iceta. Su sucesor, Ernest Urtasun, ya prepara el espolio del patrimonio museístico madrileño con lo que él llama “descolonización del relato de las salas” a su cargo. La indignación de los madrileños se ha hecho notar, ha sido una de las grandes polémicas de tan desafortunada cartera. El espolio empezará por El Prado, que, como es sabido, tiene su origen en las espléndidas colecciones reales. Luego, está en Madrid porque así lo dispuso la corona española, principal donante de la pinacoteca en su momento. Llevarse sus fondos a otro lugar de España, sin más motivo que restar a Madrid de un patrimonio que le pertenece, es volver a injuriar nuestra ciudad por ese infausto afán de descapitalizarla y restarle atractivo turístico, pues de eso se trata, al fin y al cabo: acabar con la industria madrileña a favor de las de otras partes de España.

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Este expolio, en el caso de la obra de Goya es especialmente injurioso e indignante. Aunque aragonés de nacimiento (Fuendetodos, 30 de marzo de 1796), nuestro amado e injuriado Madrid fue para el maestro el escenario de su obra más celebrada. En la villa -la pradera de San Isidro, el heroísmo del paisanaje- y en la corte -los retratos de la familia real, las majas-, don Francisco encontró su mejor inspiración y fue aquí, en la Quinta del Sordo -que se alzó en el antiguo término municipal de Carabanchel Bajo- donde realizó las Pinturas negras, un conjunto de frescos -pasados con posterioridad a lienzos- que, en cierto sentido, pueden entenderse como el pórtico a toda la pintura que vino después, especialmente a la de algunas vanguardias: impresionismo, expresionismo, surrealismo…

Hasta donde yo sé, ni siquiera Picasso -que era más comunista que esta gente que nos gobierna- se llevó fondos de la pinacoteca madrileña -objetivamente hablando, hasta el arte del siglo XX, que no se incluyó en su tesoro hasta épocas recientes, una de las mejores del mundo- a otras partes de España. Nadie ha odiado Madrid tanto como esta gente que nos gobierna, que no ceja en su afán de descapitalizarlo.

Siendo hoy el día de nuestra comunidad, permítaseme reproducir a continuación un texto -publicado originalmente hace ahora un año en Zenda Libros- alusivo al más célebre lienzo que inspiró Madrid, el heroísmo de los madrileños que se amotinaron contra el ejército invasor de mi ciudad, al maestro de la pintura moderna. Un coraje que hizo que Goya, afrancesado como todos los ilustrados, se convirtiese en el mayor apologeta del heroísmo de cuantos se amotinaron en aquella jornada gloriosa que hoy conmemoramos. Va por aquellos valientes:

            Otro tres de mayo, el de 1808, hace hoy 216 años, fue martes. Francisco de Goya, por aquel entonces vecino de la madrileña Puerta del Sol, donde a las diez y media de la mañana del lunes Madrid se alzó contra sus invasores, se debate en una de las grandes dudas de su existencia. Afrancesado, como el buen ilustrado que es, todas esas esperanzas, que el aún reciente Siglo de las Luces fue a depositar en la nueva Francia, se han ido viniendo abajo con el duelo que Napoleón mantiene contra toda Europa.

La atrocidad con que las tropas del general Murat han reprimido el levantamiento en las últimas horas, y el coraje con que los madrileños se han enfrentado a la Grande Armée -que, en efecto, es uno de los mayores ejércitos que ha conocido la historia-, con poco más que navajas, tijeras y macetas -los tiestos y el agua hirviendo que las madrileñas tiraban desde los balcones a los gabachos-, han encendido el patriotismo de Goya. Tanta bravura, en breve enardecerá a España entera.

En la tarde de ayer, los que han huido de Madrid, buscando refugio en Móstoles, han puesto al corriente de la brutalidad con que los invasores y sus mercenarios reprimen a los madrileños. Los alcaldes de Móstoles -Andrés Torrejón y Simón Hernández- ya han firmado el Bando de la Independencia por el que se llama a todos los españoles a coger las armas, para acudir en defensa de Madrid y a luchar por la patria. Como lo hicieron quienes levantaron la primera barricada en la calle de Toledo, cuando los mamelucos, y los mercenarios polacos, acabaron con la mayor parte de los madrileños que, al grito de José Blas de Molina -un cerrajero que unos meses antes se había hecho notar en el motín de Aranjuez- se enfrentaron a los invasores.

Casi puede decirse que, aquellas luces de la razón de antaño, se han tornado sombras: las crueldades y los sueños venideros de la razón -diríase delirios-; esa razón que produce monstruos. Todo es visceralidad en el amor a la patria de los madrileños. Ese Goya, que en el número 33 de Los desastres de la guerra (1810-1815) dibujará a dos invasores descuartizando a un cautivo, se gesta en las gloriosas jornadas madrileñas del dos y el tres de mayo. Como comprendió Beethoven, quien pensó dedicar su Sinfonía nº 3, La heroica, a Bonaparte, y cuando éste se autoproclamó emperador, acabó dedicándosela a la memoria de “un gran hombre” -el melómano Joseph Franz von Lobkowit-, Francisco de Goya descubre hoy, de un modo fehaciente, la forma que tiene Napoleón de expandir por Europa las ideas de la Revolución Francesa.

El republicanismo español, que cuando habla de España la llama “este país”, 216 años después aún duda de la gloria madrileña. Dicen que la libertad, como formulación política, es un invento francés y que las tropas francesas la traían. Dicen que fueron los curas quienes alentaron a los chisperos del barrio de Maravillas, a las manolas de Lavapiés y a las majas de La Latina a enfrentarse, con poco más que algún trabuco y las ya ennoblecidas tijeras y navajas, a los mamelucos, una de las tropas más aguerridas que han combatido en Europa.

Pobres madrileños, no les llegan ni al caballo a sus invasores. Pero el artista les sabe enaltecidos por el amor a España. Ya en 1814, cuando pinte uno de sus más célebres óleos, El dos de mayo de 1808 en Madrid (vulgo La carga de los mamelucos), en el primer término presentará a un madrileño, uno de esos valientes que no llegaban ni al caballo de los invasores de España, aguijoneando a la montura. Así es como aguijonea al propio Goya el amor a la patria. Ya no hay afrancesamiento; ya no hay dudas, ni razón que valga. No hay más dialéctica que la de las tijeras y las navajas.

Ante los invasores, que marcan las casas desde donde las manolas les tiran los tiestos, para volver por la noche a quemar la vivienda y llevarse a los hombres para pasarlos por las armas, Goya -madrileño de adopción, aunque aragonés de origen-, no tiene duda. Son tan vividas las imágenes que le inspiran los dos óleos capitalinos -El tres de mayo de 1808 en Madrid (1814), también conocido como Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, será el segundo- que todo parece indicar que Goya es testigo directo del heroísmo de los madrileños.

Desde las cuatro de la mañana se escuchan en Madrid las descargas que evidencian los fusilamientos de los patriotas en La Moncloa, en los paseos del Prado y Recoletos. Y en la Puerta del Sol, por supuesto. En aquel tiempo, aún se encontraba ahí la iglesia del Buen Suceso -actualmente reconstruida en la calle de la Princesa-. Algunos de los primeros alzados buscaron refugio en aquel templo. Los franceses tardaron en darles muerte lo que tardaron en sacarles. Goya sabe que mueren vitoreando a España. Eso es lo que nos da a entender el chispero que destaca en la escena de El tres de mayo… enfrentando al pelotón exaltado, alzando los brazos frente a los fusiles.

Cuando se escriba la historia, Isidoro Trucha, jardinero del artista, dará fe a los primeros cronistas de que acompañó a don Francisco, la misma noche de las matanzas, a estudiar los cuerpos de los fusilados. “En medio de un charco de sangre vimos varios cadáveres: unos boca abajo; otros boca arriba en la postura del que, estando arrodillado, besa la tierra”. Ése debió caer mordiendo el polvo, lo que le honra doblemente. Expiró como los guerreros de antaño, que sabiendo que iban a morir lejos de casa llevaban un puñado de tierra de su solar natal para llevárselo a la boca antes de exhalar el último aliento.

Goya también sabe de Manuela Malasaña -que acabará dando nombre al barrio de Maravillas-. Al igual que Clara del Rey y tantas otras madrileñas, que se enfrentaron con las tijeras de sus labores a los dragones franceses y a los mercenarios polacos, se dice que cayó en el cuartel de Monteleón, cuya entrada aún se honra en la plaza del Dos de Mayo. El ejército tenía órdenes de no defender a la patria, siempre gobernada por felones, y en Monteleón predominaban las madrileñas, las famosas majas. Los valientes defensores de aquel parque de artillería -el único que los españoles pudieron sustraer a los invasores, que ocupaban Madrid con el beneplácito de la corona española desde el 23 de marzo- se batieron a las órdenes de los capitanes Daoiz y Velarde, los únicos que comprendieron que había que armar a los madrileños y decidieron hacerlo contraviniendo las órdenes de sus superiores. Murieron al pie del cañón. El teniente Ruiz, de infantería, que estaba convaleciente, se levantó de la cama al escuchar las primeras descargas de fusilería y corrió a unírseles. Salió mal herido de aquel trance.

Goya sabe que los 400 madrileños que han caído en el motín, que no ha durado ni 24 horas, han levantado a España entera. Lo que ha visto va a cambiar radicalmente su obra. El tenebrismo de La romería de San Isidro (1819-1823), una de las más sobrecogedoras de las Pinturas negras, es radicalmente opuesto a la jovialidad de La pradera de San Isidro, el cartón para tapiz que el mismo paraje madrileño le inspiró en 1788. El Goya, que para pintar a las grandes damas de la corte las disfrazaba de majas y manolas, ya es espurio. El gran Goya, el de los monstruos que produce la razón, nace ante la gloria madrileña.

Ha sido un momento estelar de la humanidad porque todo ese tenebrismo que gravitará en su pintura a partir de ahora, influirá a buena parte del arte posterior. Sin ir más lejos, tanto en Manet -La ejecución del emperador Maximiliano (1868-1869)-, como en Picasso -Masacre en Corea (1951)- se registrarán influencias de ese óleo que da noticia de que unos días como ayer y hoy cuatrocientos madrileños y madrileñas, cayeron por alzarse contra los invasores y la felonía que tiranizaba a España. ¡Honor y gloria a todos ellos! Así se escribe la historia.

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Javier Memba Thu, 02 May 2024 11:00:00 +0100
Los cuentos de Lord Dunsany http://www.gentedigital.es/blogs/javiermemba/65/blog-post/12298/los-cuentos-de-lord-dunsany/             “Inigualable en el embrujo de la prosa cristalina y musical, único en la creación de un mundo espléndido y lánguido”, escribe, sobre Lord Dunsany, H. P. Lovecraft, en El horror en la literatura*. Poco después, se refiere a sus cuentos como: “un elemento casi único en nuestras letras. Inventor de una nueva mitología y tejedor de un folclore sorprendente, Lord Dunsany se ha consagrado a un extraño mundo de fantástica belleza, empleado en una guerra eterna contra la terquedad y fealdad de las realidades diurnas”.

            No sé si sobrestimé el criterio del Outsider de Providence sobre su admirado colega y mentor inglés o si aún me tiene fascinado la lectura de J. R. R. Tolkien -junto a Lovecraft, el otro gran discípulo de Dunsany-, especialmente del Tolkien de El Silmarillion (1977), donde acomete toda la complejidad mitológica de Arda -allí donde surgirá la Tierra Media con el despertar de los elfos- tan espléndidamente explicada -de un modo mucho más divulgativo- en La enciclopedia de Tolkien**, otra de esas lecturas que me maravillaron mediados los años 90. El caso es que, leído finalmente En el país del tiempo***, de Dunsany, me ha resultado algo decepcionante. Todo me predisponía favorablemente a esta “selección incompleta”, según su copilador, mi admirado Francisco Torres Oliver, de los cuentos del lord publicados entre 1905 y 1919. Pero, ya digo, no ha sido el caso.

###LEER_MAS###

Sí señor, todo en él me atraía antes de abrir En el país del tiempo. Desde su antólogo hasta su inclusión en la colección El ojo sin párpado de Ediciones Siruela, una de las que más me sedujeron a finales de los años 80. Y desde entonces lo he tenido en lo más alto de esas lecturas que aguardan, a veces durante décadas, a que las acometa. Cuando finalmente ha llegado el momento, no ha satisfecho las esperanzas puestas en sus páginas.

            En el país del tiempo -la mayor parte de la selección- se cuenta la genealogía de un mundo mítico, Pegana, la tierra de los dioses de Dunsany, en cuyas montañas habitan. Pero el autor, en dichos relatos, no va más allá de la descripción de las diferentes divinidades que integran este Olimpo -una por epígrafe-, de las que Yonath es su profeta –“vi a los dioses junto a mí como puede ver uno las cosas cotidianas” (pág. 46)-, al igual que quienes inspiran los tres capítulos siguientes. Ciertamente hay destellos de un bello lirismo. Así, de Dorozhand (pág. 38), uno de los dioses, en el paréntesis alusivo a su don, leemos: “cuyos ojos observan el final”. O ese destino de otro de los profetas: “Y Alhireth-Hotep pasó a formar parte de las cosas que fueron” (pág. 49). Pero cualquiera de las mitologías herederas de las de Dunsany -Los mitos de Cthulhu de Lovecraft y otros, entre cuyos precursores también se encuentra el lord; el ya citado universo de Tolkien- ha superado con creces la riqueza que pueda tener la de los dioses de Pegana.

Cualquier muestra de esa fantasía épica, que publicaba entonces Timun Mas y yo descubrí a raíz de mi fascinación con Tolkien en el verano del 96, me resulta mucho más sugerente que la mitología de Pegana, de la que sin duda es heredera. Tanto es así que he resuelto que, cuando termine la lectura que me ocupa estos días -El mito de Frankenstein (VV. AA, 1996), otra de esas delicias de Timun Mas-, acometeré la de Ala de dragón (1990), primera entrega del ciclo de La puerta de la muerte (1990-1994) de Margaret Weis y Tracy Hickman.

            De momento, voy a seguir con estos comentarios de En el país del tiempo. Ya en la segunda parte, Los espectros, se nos refieren cuentos propiamente dichos. Los de la primera parte, Los dioses, también lo son, pero su forma de crónica genealógica hace que no lo parezcan. La espada de Welleran, primero de estos espectros, es el que daba título al libro en el que estaba éste y todas las piezas siguientes, publicado en 1908. No tengo noticia de la editorial, pero nos habla de Rold, un habitante de la ciudad de Merimna. Acuciado por los sueños, coge la espada de Welleran, un héroe local y defiende la villa que guarda a su casa de unos ejércitos invasores. Los héroes locales, son conscientes de “una remota angustia, como percibe el durmiente que alguien está frío y aterido, aunque no sabe que es él” (pág. 145) y acuden en ayuda del paladín de Merimna.

            El bandido, a fe mía, es la mejor pieza de toda la selección. Nos habla del espectro de un ahorcado, que sigue penando en el cementerio, junto al árbol donde el forajido fue colgado, mientras las almas de los justos, los buenos y los piadosos, abandonan la “tierra consagrada” con destino al Paraíso. Hasta que los antiguos compinches del malhechor –“Will, Joe, y Puglioni el gitano”-, en una de sus borracheras en una taberna de mala reputación, deciden cambiar los restos de su camarada con los del arzobispo de Alois y Vayence: “un pecado ante el cual los Ángeles habían sonreído”.

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            En el crepúsculo juega con esas últimas imágenes de nuestra existencia, que quienes han tenido experiencias próximas a la muerte, dicen que asaltan a aquél a quien la Parca ya se está llevando. He creído entender, aunque no se explica, que el protagonista se debate entre los supervivientes del hundimiento de un barco. Tras intentar subir a la superficie en dos ocasiones y golpearse en ambas contra la quilla de un bote en donde se está poniendo a salvo otra gente -al menos a mi entender-, sabemos que el narrador entra en trance de muerte cuando comienza a hundirse porque empieza a evocar un lugar de su infancia, de indiscutible buen nombre -la ciénaga de Allen- y a encontrarse allí con un amigo de sus primeros días, de cuya muerte tuvo noticia años atrás.

            Prosiguiendo con esa serie de prodigios que escapan a la ciencia consagrada, Los fantasmas nos es narrado por un tipo que está discutiendo con su hermano acerca de estos espectros mientras se encuentran en una vieja casona de la supuesta región de Oneleigh, un lugar donde el tiempo hace mucho que se detuvo. A punto de dar las doce en la estancia donde el narrador se ha quedado solo, el sueño comienza a vencerle frente a la chimenea cuando empiezan a aparecer damas y caballeros vestidos a la usanza de los tiempos del rey Jacobo. El lord debe referirse a Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra, cuyo reinado se extendió entre los siglos XVI y XVII. La magia, ese prodigio que se escapa a la ciencia consagrada, han de ser esos monstruos, que simbolizan los pecados que cometieron en vida los fantasmas, a quienes comienzan a olisquear ajenos a ese testigo que es el narrador. Sin embargo, el tipo, en base a un cálculo geométrico, resuelve que ha de matar a su hermano. Ya ha cogido el arma para el crimen cuando desaparece la extraña visión. La pieza apunta maneras. Pero, a mi humilde juicio, poco más.

            El hombre de la ventana maravillosa es aquel que compra a un extraño comerciante -acaso en el londinense Limehouse- una ventana que le permite ver, con independencia de la pared donde la coloque, la Ciudad de los dragones de oro.

            El hombre de la ventana maravillosa se me ha antojado uno de esos textos que no responde a las expectativas que él mismo despierta. Muy por el contrario, El tesoro de los gibelinos entraña un interesante final, aunque muy poco romántico. Siempre dentro de uno de esos reinos de fantasía en los que penan los espectros, esta pieza nos habla de un paladín que ha de hacerse con una gema fabulosa por un motivo imperioso. El problema está en que los gibelinos son antropófagos y nadie ha conseguido nunca hacerse con su joya, cuantos lo han intentado, siempre han sido atrapados en el foso que rodea su castillo. Todo parece indicar que el narrador, que tiene un plan perfecto para el robo, será el primero. Sin embargo, en contra de lo que es habitual en los cuentos de héroes, en esta ocasión es capturado por los gibelinos. Ya sabemos la suerte que le aguarda. Lo que me sorprende, y muy gratamente, bien es cierto, es que acabe mal. Aquí, Milord sí que parece haber inspirado más el fatalismo de Lovecraft que los finales felices de Tolkien y toda la fantasía épica que en él nace.

            El hombre de los pendientes de oro, sobre un tipo condenado a no morir por “haber pecado demasiado en los mares de los españoles” me ha sorprendido a dos niveles. Por uno, el reconocimiento implícito que lleva la pena del protagonista -a quien conocemos en una taberna siniestra de un puerto- de los excesos cometidos por los ingleses en las aguas del imperio español; por el otro, por las analogías que detecto con la leyenda del Holandés errante, uno de los mitos que más me sugieren desde que tuve mi primera noticia de él en los años 70, en mis primeros acercamientos al misterio. Mito del que, sin embargo, no he conseguido aún ver una ficción completa, ni novela ni película. Éste es uno de los cuentos aquí reunidos que más me han gustado. Lo malo es que me ha sabido a poco.

            La cita nos cuenta de un poeta que busca la fama errando por los caminos y, cuando la encuentra, ésta le dice que le visitará cuando muera. Se trata pues de toda una alegoría sobre esa gloria, que, tras haberles sido negada en vida, alcanza a tantos literatos tras su muerte. Pero está escrita de una forma tan pretendidamente poética que raya en la cursilada.

            La torre del vigía, en cierto sentido, me ha recordado al Desierto de los tártaros, de Dino Buzzati. Descubierto hace treinta y ocho años en la Biblioteca de Borges, aquella impagable colección semanal de Orbis, sigue siendo una de las lecturas que más me han gustado en mi ya larga experiencia entre las páginas. En esta ocasión, Dunsany nos habla de un espíritu en verdad singular, el de la construcción aludida en el título, que permanece alerta ante una eventual llegada de los sarracenos, aunque hace cuatrocientos años que no arriba ninguna invasión árabe ni a España ni a Francia.

            El gambito de los tres Marineros es una variación del pacto diabólico. Esta vez, se firma en Cuba, cuando uno de los tres marineros antedichos vende su alma a cambio de un fabuloso cristal –“una bola con forma de huevo, si el huevo fuese redondo”- que les permite vislumbrar un tablero de ajedrez y en él, la mejor jugada de la partida que están disputando. Desde entonces recorren las tabernas jugando al ajedrez por dinero. Siempre van juntos. Hasta que un día el cristal se les rompe en una borrachera y vuelven al mar, cada uno por su lado.

            El pájaro del ojo difícil nos habla de un joyero de Bond Street que recurre a un ladrón, para que le robe ciertas esmeraldas que crecen en los huevos de unos pájaros exóticos. Tiene interés, no cabe duda. Pero quizás sea más -por lo insólito que resulta- esa llamada al pie de la pág. 251 en la que el autor nos insta a buscar una palabra de su invención –“husgularon”- para comprobar que no figura en diccionario alguno.

            De El club de los exiliados podría decirse que es un canto a la derrota, al menos con uno de esos destellos de bello lirismo que aparecen esporádicamente en estas piezas: “El que ha conocido tiempos mejores tiene por lo general una penosa historia que contar: algo mezquino y vulgar le ha acarreado la ruina” (pág. 258).

Leídas finalmente una cantidad considerable de narraciones de Dunsany -anteriormente solo había tenido oportunidad de dar cuenta de Días de ocio en el país del Yann, su relato incluido en Los mitos de Cthulhu, que ahora recuerdo tan parecido a estos-, he de decir que ha sido el autor que menos me ha interesado de los elogiados por Lovecraft en El horror en la literatura. Nada que ver con el placer que me produjo el descubrimiento de Arthur Machen, Algernon Blackwood o Robert E. Howard

Debí leer al lord antes que a sus discípulos, quienes, a mi juicio, le superan. Aunque me hubiera sido difícil ya que, como vengo diciendo, tuve noticia de Dunsany por el más devoto de sus acólitos: Lovecraft.

 



* Alianza editorial (Madrid, 1984). Pág. 97.

** David Day, Timun Mas (Barcelona, 1992).

*** Ediciones Siruela (Madrid, 1987).

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Javier Memba Thu, 11 Apr 2024 04:30:00 +0100