Matar a un ruiseñor

La magnífica historia con la que Harper Lee gana el premio Pulitzer sirve para que Gregory Peck, dando vida al abogado Átticus Finch, logre el Óscar al mejor actor y nos deje una película antológica. En un Estado sureño con fuertes prejuicios racistas, Átticus acepta la defensa de un muchacho negro, acusado de haber violado a una chica blanca. Nadie había llegado tan lejos, y él lo sabe. También sabe que se juega la vida, pero se emplea a fondo y solo pierde el caso. Gana, en cambio, el respeto de todo el mundo, y deja a sus hijos una lección inolvidable de integridad y valentía. Átticus es joven y está viudo. Tiene que educar en solitario a Jem y Sccout, un juicioso muchacho de 12 años y una despierta chiquilla de 6, traviesa como un diablillo. Y ahí, aportando cariño, equilibrio y buen sentido a un hogar donde falta la madre, conquista al espectador. Y también al periodista que, al cubrir la noticia de la muerte del actor, escribe lo que todos pensábamos: Átticus es el padre que a todos nos gustaría haber tenido y, más aún, el padre que todos querríamos ser.

La verdad es que, para desempeñar su papel de padre, Átticus tiene a su favor un mundo mucho menos revuelto que el nuestro. Si alguien lo duda, le aconsejo que eche un vistazo a esa rediografía de la juventud actual, escrita por Carlos Goñi y Pilar Guembe, que lleva por título “No se lo digas a mis padres”. Bastaría con leer el índice para comprobar que los problemas se han multiplicado y complicado en las últimas décadas. Átticus no necesitó estar preparado para enfrentarse a patologías y desórdenes que en su época afectaban a un mínimo porcentaje de jóvenes o, simplemente, no existían: la movida del fin de semana y las drogas de diseño, la navegación por Internet, la anorexia, la fiebre consumista, la cocaína y el alcohol, la depresión, la elección de tendencia sexual, la adicción a los viedojuegos y a los teléfonos móviles… Décadas después, tampoco los padres de Guille y Mafalda tuvieron que ser expertos en educación para ejercer su tarea con solvencia. Vivían en un mundo fácil de entender, con referencias estables y comunes. Hoy, ese mundo ya no existe. En su lugar, lo que encontramos es complejidad y fragmentación. El subjetivismo intelectual y el relativismo moral disuelven la verdad, y sin verdad -lo afirma Savater- es imposible educar. Hoy, los padres de Mafalda tendrían que leer libros de psicología, hacer cursos de orientación familiar y poner en práctica el consejo de San Agustín: “Haz lo que puedas y pide lo que no puedas”. Porque hoy, Guille y Mafalda serían más hijos de su época que de sus padres.

En cualquier caso, Harper Lee y Gregory Peck no han podido reflejar mejor lo que significa educar y ser padre: esa delicada mezcla de autoridad y cariño, de exigencia razonable y confianza, de respeto a la libertad y apelación a la responsabilidad, de disponibilidad y buen humor. Sospecho que Harper Lee pudo inspirarse en la personalidad de otro padre y abogado genial: Tomás Moro.

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