Historia de cien años de música en el cine
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1. La entelequia del silencio
El bienamado amado cine mudo nunca existió. O, por mejor decir: fue mudo, pero no silente. A poco que el melómano, el cinéfilo o el simple comentarista eche la vista atrás, comprende que, si damos por válida esa definición de la música como "el más bello de los ruidos" -atribuida a Napoleón Bonaparte-, en el cine primigenio siempre hubo ruido.
Ante este panorama, por más que los cinéfilos, para diferenciarnos del común de los mortales, los simples espectadores, que hablan del "cine mudo", nos refiramos a esa primera pantalla como "la imagen silente", lo cierto es que dicho silencio, amen de una simpática muestra de nuestra pasión filmófila, es una entelequia absoluta.
Si acaso, la imagen cinematográfica sólo fue silente mientras, cinemática aún, se debatía en las linternas mágicas y otros juguetes ópticos que posibilitaron sus primeros balbuceos. Pero, incluso en sus albores más remotos, en el cine ya había músicas. Así, las sombras chinescas se movían al compás de ciertas melodías. Tras esa prehistoria de los caleidoscopios, zoótropos, panoramas, dioramas y demás arcaicos -y deliciosos- procedimientos mecánicos, que engañaron por primera vez al ojo en la cautivadora ilusión del falso movimiento, la imagen cinematográfica ya discurría al compás de una melodía interpretada al efecto.
Es muy probable que incluso esos juegos ópticos, que fueron el deleite de los más elegantes salones decimonónicos -o un espectáculo público- se llevaran a cabo con música. De lo que sí hay constancia es de que cuando el cine, tal y como hoy lo conocemos, comenzaba en las barracas de las ferias ambulantes esa andadura que le llevaría a convertirse en la manifestación cultural más importante del siglo XX, ya gozaba de acompañamiento musical. Jean-Paul Sartre, asistente de niño a aquellas primeras proyecciones, fue a rememorar las melodías que las acompañaban en su evocación autobiográfica Las palabras (1964): "Gemía el piano y unas bombillas de color violeta iluminaban las paredes".
En una primera apreciación, superficial y simplista desde luego, puede estimarse que aquellas músicas tempranas que acompañaron a la imagen cinematográfica surgieron para ocultar el ruido que hacían aquellos rudimentarios proyectores. Sería como mirar al dedo que señala a la Luna. Ni más ni menos que otro de los grandes filósofos del siglo XX, el alemán Theodor Adorno, fue a rebatir esta teoría en El cine y la música (1968), un célebre texto escrito en colaboración con el compositor, también germano, Hans Eisler.
Adorno y Eisler parten de la base de que la imagen cinematográfica, al pertenecer al reino de las luces y las sombras -sombras que en mayor medida siempre son fantasmagóricas para el ser humano- produce cierta inquietud. De ahí el miedo a que la locomotora se les viniera encima, que sintieron los primeros espectadores de La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (Louis Lumiére, 1895). De ahí también el espanto de los últimos mujik rusos que asistieron a las primeras proyecciones, ya en suelo soviético, al ver a una cabeza moverse sin ningún cuerpo debajo.
En ese temor atávico a la animación sombría e irreal, que late en el subconsciente del ser humano, es donde sitúan Adorno y Eisler la sublime simbiosis entre la música y el cine. Dicha asociación obedece por tanto a la misma causa que el himno que entona soldado ante el miedo a la muerte. Para el filósofo y el músico, el asunto es "similar al gesto de un niño que canta en la oscuridad". Dejando para las páginas siguientes ciertas películas románticas, cuya espantosa calidad cinematográfica fue exorcizada por la música de Francis Lai en algunas de las bandas sonoras más populares de toda la historia del cine, prosigamos con las paradojas de esa pantalla arqueológica que fue muda pero no silente.
"El origen de la música en el filme es indisociable de la decadencia del lenguaje hablado", prosiguen Adorno y Eisler. "Solamente así se puede entender que en los comienzos del cine no se recurriera al procedimiento, aparentemente más próximo, de acompañar al filme con diálogos realizados por recitadores ocultos, como sucede en el teatro de marionetas, en vez de utilizar la música, que tiene muy poca relación con la acción de los antiguos filmes de terror y con las farsas".
Adorno y Eisler ignoraban un dato. En los años 40, el bueno de Francisco Ramos de Castro tuvo a bien escribir y leer unos dudosos comentarios, con un repelente deje supuestamente castizo, en las sonorizaciones de los años 40 de los cortometrajes que el malogrado Larry Semon rodó en los 20. Distribuidas por Exclusivas Arajol en la España de la posguerra, cuando la gente se apretaba en los cines porque aún no se había democratizado la calefacción, no desvirtúan en modo alguno la teoría de los alemanes. Antes al contrario, vienen a confirmarla. Lo de Ramos de Castro es, en el mejor de los casos, una falta de respeto a una obra y a un creador admirables. Un crimen comparable a ese coloreado de tantas cintas en blanco y negro al que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte.
"Desde las primeras proyecciones del Grand Café, los filmes fueron siempre acompañados de música", nos decía Jean Mitry -una de nuestras primeras lecturas cinéfilas- en su Estética y psicología del cine (1963). "Todavía pueden recordarse los pianistas que en los cines de barrio improvisaban los movimientos más o menos válidos, cambiando de ritmo y de tempo según las secuencias, según se tratase de una cabalgada a un drama patético. Se pasaba de Bach a Christiné, de Franz Léhar a Wagner".
Harpo Marx, al igual que su hermano Chico, fue uno de aquellos pianistas. En Habla, Harpo, sus simpáticas memorias de 1961, fue a recordar: "Había aprendido un montón de imaginativas variaciones sobre mis dos piezas, suficientes para acompañar cualquier tipo de películas. Para las comedias, Waltz Me Around Again, Willie, tocada dos octavas arriba y rápido. Escenas dramáticas: Love Me and the World Is Mine, con un tremolo en las bajas. Escenas de amor, un trino en la mano derecha. Para las persecuciones: cualquiera de las dos piezas, tocada demasiado rápido para que no fuese posible reconocerla".
Sabido es que fue en 1895 -el 28 de diciembre para a ser exactos- cuando los primeros espectadores propiamente dichos que tuvo el cine se asustaron durante la primera proyección de La llegada de un tren a la estación de La Ciotat en el Grand Café. Del pianista que les acompañó entonces a las primeras partituras escritas ex profeso para la pantalla hubieron de pasar trece primaveras. En efecto, fue en 1908 cuando Camile Saint-Saëns compuso la primera banda sonora. Fue la de El asesinato del duque de Guisa, dirigida ese mismo año por Le Bargy y Calmettes.
En ese espacio de tiempo, la música del cine había pasado de ese repertorio de efectos claramente delimitado que tenían los primeros y gloriosos pianistas para establecer equivalencias entre la melodía y la acción, a la creación. El propio cine había pasado de las barracas a las grandes y lujosas salas de exhibición que hemos visto reconvertir recientemente en tiendas de ropa y demás establecimientos. Muchos de aquellos majestuosos cines de antaño cubrían su pantalla con inmensas cortinas de terciopelo y tenían un foso para la orquesta que había sustituido al inefable pianista. No había duda, la banda sonora ya apuntaba a esa grandilocuencia que iba ser su norte hasta que, ya en los años 60, la canción pop comenzara a desbancarla.
La literatura sobre la gloriosa arqueología del cine que ha llegado hasta nosotros nos habla de bandas sonoras que difícilmente llegaremos a escuchar. Esos serán los casos de la partitura de Jean Nouguès para la exhibición francesa del Quo Vadis? de 1912, realizado por el italiano Enrico Guazzoni. Sin abandonar ese primer peplum italiano, salvó que algún loable editor del DVD se esfuerce por recuperarla, tampoco sabremos de la música que Ildebrrante Pizetti escribió para Cabiria (1914), de Giovanni Pastrone, una de las grandes superproducciones de ese silente que los cinéfilos nos empeñamos en llamar. Parece ser que Victor Herbert fue el primero en evitar los temas sinfónicos y obedecer a su propia inspiración en The Fall of a Nation (Thomas Dixon, 1916), pero poco más sabemos de él. Sí hay abundante documentación sobre la música que Joseph Carl Breil escribió para El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916), de David W. Griffith. Eso mismo hay que decir sobre la partitura que Erick Satie compuso para Entreacto (1924), el cortometraje dadaísta de René Clair.
Sin embargo, de todos aquellos músicos del cine anterior a la llegada del sonido, el que ha llegado hasta nosotros de forma más nítida es el hombre al que espectador común asocia por antonomasia al cine mudo: Charles Chaplin. Todavía es ahora cuando cualquier aficionado a la canción en la más amplia acepción de la palabra recuerda piezas como Smile, inolvidable en las voces de Petula Clark y Sandie Shaw -a la que tanto quisimos allá por el año 66 cuando interpretaba Marionetas en la cuerda-. Al cabo, Smile no es otra cosa que el tema principal de Tiempos modernos (1934), en tanto que This Is My Song, otra de las piezas que formaban parte del repertorio ideal de los intérpretes pop de los años 60, lo es de La condesa de Hong Kong (1966). Pero es el Chaplin silente, el que aún encarna a su célebre vagabundo conocido universalmente bajo el nombre de Charlot, el que atañe a este primer capítulo.
De entre los muchos realizadores que en 1927 se negaron a aceptar el advenimiento del cine sonoro destacaron Chaplin y René Clair. Este último, con el correr de los años, acabaría rindiendo un encendido tributo al cine silente en El silencio es oro (1947). Corría 1931 cuando Chaplin se negó a incorporar diálogos a Luces de ciudad, como haría en Tiempos modernos. Así pues, aquella bella metáfora de la ceguera del amor que entraña Luces de ciudad es una cinta deliberadamente muda. Quizás por ello precisamente, esa complicidad entre cine y música a la que nos venimos refiriendo, alcanza la perfección en esas secuencias del vagabundo enamorado de la hermosa florista invidente (Virginia Cherrill). Ella, que también ha sentido algo por él cuando no le veía y le creía un hombre rico que corría con los gastos de la operación de sus ojos, le despreciará cuando recupere la visión. Y nosotros nos emocionaremos al ver como la melodía de La violetera subraya aquel adagio que reza que el amor es ciego, lo que el cineasta viene a ratificar.
Que fuera el maestro José Padilla el autor de La violetera -pieza por lo demás harto conocida para cualquiera medianamente hecho a la banda sonora tradicional de Madrid- es mera anécdota. Lo que en verdad cuenta es que Chaplin en persona escribe la partitura para la pantalla más extensa y rica en matices que se había concebido hasta la fecha. La violetera no es más que un fragmento en un conjunto en el que también se incluyen piezas como St. Louis Blues de W. S. Handy o Dixie, el himno de la Confederación estadounidense. Al día de hoy, la banda sonora de Luces de ciudad todavía conmueve. Además de contar con Alfred Newman, que estaba llamado a ser uno de los más brillantes compositores de bandas sonoras, como director musical.
Pero si puede y debe decirse que Chaplin, además de su principal icono para el común de los espectadores, es el músico por excelencia del cine mudo, ello se debe a otra tarea que comienza bien entrado el sonido, en 1942. En efecto, ése fue el año en que el polifacético realizador decidió empezar a dotar de bandas sonoras sus filmes silentes más representativos. Justo cuando entre nosotros el bueno de Francisco Ramos de Castro comenzaba a perpetrar sus guasas contra Larry Semon, contra Charlot y contra cuanto grande de las tartas en la cara, el trompazo y el trallazo -el entrañable slapstick- tuvieran a bien ponerle por delante en Exclusivas Arajol. Pero no divaguemos.
El primero de sus filmes silentes sobre los que vuelve Chaplin a partir de 1942 es La quimera de oro (1925). ¿Quién no recuerda La danza de los panecillos?, acaso la pieza más conocida de esa sonorización que, salvo una voz en off que nos introduce en el relato, no es sino una musicalización. Igualmente memorables son temas como la Marcha de Armas al hombro (1918), Song Triste de Vida de perro (también del 18) o Carefree, incluido en la banda sonora de La clase ociosa (1921).
Todas estas composiciones del Chaplin que vuelve sobre sí mismo para escribir la música de sus cintas mudas, que hasta épocas aún recientes era fácil escuchar en la recepción de un hotel, marcaron la pauta de la musicalización del slapstick. Si señor, todas esas músicas sincopadas que acompañaban a la tarta que se estrella contra un rostro o al poeta de los trallazos -eso eran al cabo los grandes del género- en esas versiones sonorizadas que han llegado hasta nosotros son herederas de Chaplin. Verbigracia, las primeras colaboraciones de Stan Laurel y Oliver Hardy. Por cierto, Hardy fue compañero de Chaplin en la pantomima de Fred Karno.
Ya en lo que al Chaplin sonoro se refiere, habrá que dar noticia de temas como Ze Boulevardier y Napoli March, ambas de El gran dictador (1940); Where is Your Heart y Eternally, de Candilejas (1952); o Mandolin Serenade y Paperhangers, de Un rey en Nueva York (1956). Como habría de ser frecuente en las bandas sonoras, muchas de estas músicas fueron tarareadas por personas que no habían visto la película a la que pertenecían. Cintas que, a menudo fueron se visionaron por el deleite que procuraron con anterioridad sus piezas musicales.
Publicado el 25 de mayo de 2011 a las 11:15.