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El insolidario

Mis primeras lecturas de Balzac

Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre mis primeras lecturas de lecturas de Honoré de Balzac

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            Supe por primera vez de Honoré de Balzac en un biopic televisivo emitido a mediados de los años 70, una de esas series de cuatro o cinco entregas que amenizaban las noches laborables de una semana entera. Yo entonces era un adolescente que aún formaba su mitología personal. En lo que a escritores se refería, sólo cabían en ella esos malditos, heterodoxos y alucinados que, aún ahora, siguen siendo mis favoritos. Esas lecturas "edificantes", que las llamaba mi madre y demás adultos -que nunca falten- que inculcaban el amor a los libros a los niños, no eran para mí. O no lo fueron más allá de Enid Blyton -Los Cinco y Los Siete Secretos-, cuyas traducciones españolas en Editorial Juventud aún recuerdo como una de las innumerables dichas de mi infancia.

            Pero entonces, ya en la adolescencia, leía con avidez a la generación beat, las distintas propuestas de la colección Star Books, toda la poesía que demandan los primeros desengaños que me iba dando la vida y a Mijail Bakunin.

            Leí mucho Bakunin sin enterarme de casi nada y sin que la inquietud libertaria que pudiera desprenderse de aquellas lecturas arraigara verdaderamente en mí. Ninguna causa colectiva ha sido nunca asunto mío. "Antes muerto que gregario". Ésa es mi norma desde que me recuerdo, aunque sólo es ahora cuando alardeo de ella, entre otras cosas en el nombre de esta bitácora. Lo que haya podido decir o escribir en otro sentido, no ha sido verdad. Leí a Bakunin no porque yo fuera anarquista, sino porque su pensamiento era utópico; la heterodoxia frente a la ortodoxia marxista. Leí a Bakunin porque, desde sus enfrentamientos con Marx en el seno de la Primera Asociación Internacional del Trabajo, arrastró una maldición. La misma que estigmatizó a sus seguidores frente a los marxistas. Aquella que en su paroxismo llevó al PCE, siguiendo órdenes concretas de Stalin, a poner a fin al anarquismo histórico con las matanzas de libertarios que llevó a cabo en los sucesos que estremecieron la ya bastante estremecida Barcelona de mayo de 1937.

            Pero estaba con Balzac. Cuando el novelista no tenía cabida en mi mitología personal. No obstante, una secuencia de aquella teleserie que lo mostraba entregado a una juerga -que ahora imagino en compañía de "esas mujeres que hace diez años tenían treinta" de las que nos habla el maestro-, me hizo pensar que el novelista por excelencia era otro de esos autores de vida turbia que, sólo por sus disipaciones, ya me interesaban.

            Nada más lejos de la realidad. Balzac, sin duda el mayor estajanovista de la historia de la literatura, era un hombre de vida ordenada. Escribió La comedia humana, el más grande de cuantos ciclos novelísticos se tiene noticia, sin más estimulante que ese café que nunca le faltaba en su famosa cafetera de porcelana de Limoges. Si bien es probable que las deudas le privaran de su bebida favorita en alguna ocasión, lo rigurosamente cierto es que fue un burgués de cuna y su vocación, claramente reaccionaria. "Escribo a la luz de dos verdades eternas: la religión y la monarquía" dejó dicho. Para no herir demasiado las sensibilidades de nuestros días, quedémonos con en ese "tradicionalista ilustrado", que le llama M. Bonfantini en mi querido diccionario Bompiani.

            Sin embargo, ya en mi adolescencia, cuando sólo me interesaba por autores malditos, heterodoxos y alucinados -hoy estimo las obras con independencia de la biografía de la que emanan-, pese a aquella primera desilusión, que me produjo que Balzac no fuera un maldito, y mucho menos heterodoxo o alucinado, me ganó algo referente a su método de trabajo. Se decía en aquella serie que el maestro tenía una figurilla en representación de cada uno de sus personajes, que guardaba en un cajón cuando el tipo en cuestión dejaba de participar en el argumento de una novela, para volverlo a sacar en el de la siguiente obra que fuese a jugar un papel. En efecto, son esos mismos muñecos que hoy se exponen en la casa museo del escritor en París, como la célebre cafetera, frente a los que el lector se pregunta cuál sería el que representaba al barón de Nucingen, el financiero; cuál al doctor Bianchon, el médico de su invención al que, no obstante, llamaba en su lecho de muerte; cuál a Jacques Collin, el criminal de alias diversos.

 

El coronel Chabert (mayo, 1996)

            Siendo las aventuras de Tintín la primera referencia de mi mitología personal y siendo esas idas y venidas de sus protagonistas algo común en tan queridas páginas, creo que apenas tuve noticia de que tan grato trasiego también era habitual entre los principales, de los casi dos mil quinientos personajes que integran La Comedia Humana, me sentí predispuesto hacia Balzac. Con todo, habrían de pasar veinte años largos antes de que El coronel Chabert me descubriera el universo del Napoleón de las letras, que con tanto acierto llamó Stefan Zweig al maestro.

            Al igual que hay narraciones que estimo por cómo se me cuentan antes de por lo que me cuentan, hay libros por los que siento otro tanto merced a su continente antes que por su contenido. Aquella edición de El coronel Chabert -sustituida después por la que ilustra estas notas ya que ésta, que atesoró ahora, está seguida de La misa del ateo, La interdicción y El contrato de matrimonio- fue uno de esos atractivos tomitos de El Club Diógenes, la siempre apetecible colección de Valdemar. Quedé prendado de ella como si hubiese sido una mujer nada más verla y me la compré sin demora. Fue en mayo de 1996.

            Desgraciadamente, perdí el archivo donde guardaba las anotaciones que tomé entonces. Pero aún recuerdo lo profundamente que me impresionó la peripecia del viejo soldado de Napoleón. Dado por muerto en la batalla de Eylau (1807), en una de esas cargas de caballería que bien pudieran ser las de Tullius Béringheld en El hechicero, Chabert recobró el conocimiento en una fosa común, rodeado de cadáveres. Sólo estaba mal herido en la cabeza y pudo volver de entre los muertos. Ayudado por unos aldeanos -una idea que fue a recordarme el socorro que recibe el Antonio (Marcello Mastroianni) de Los girasoles (Vittorio De Sica, 1970)-, el coronel consigue salir adelante y regresar a su país poco menos que a pie. Han pasado diez años desde su marcha, la aventura napoleónica no es más que un recuerdo que se quiere olvidar. La Francia que recibe al viejo soldado es la de la Restauración y en ella, el otrora héroe del imperio, no es más que un pobre loco con delirios de grandeza.

            El fragmento en el que coronel pone al corriente de sus desdichas a Derville es memorable. Este último es el procurador de la esposa de Chabert, quien también creyéndole muerto le ha heredado y ha vuelto a contraer matrimonio con un conde. Pero Derville, tan conmovido como el lector ante la suerte del viejo soldado, decide ser su abogado. Aunque la hacienda y los derechos del militar vuelven a corresponderle legalmente tras la gestión de Derville, cuando Chabert descubre lo miserable que es su mujer, a la que aún sigue amando, decide retirarse y sumirse en su desilusión. Al cabo de doce años, Derville reconocerá a Chabert en un anciano que ha perdido el juicio y espera la muerte en un asilo.

            Publicada originalmente en 1832, El coronel... me descubrió esa capacidad de Balzac para "crear personajes más verdaderos que los reales" de la que también nos habla Bonfantini. De ahí su universalidad e intemporalidad: la condición humana siempre ha sido igual de mezquina. De ahí también que empezaran a magnetizarme asuntos ambientados en la Francia de Napoleón, de la restauración borbónica o de Luis Felipe I, los tres marcos históricos en los que está ambientada La Comedia Humana, todos ellos tan alejados de mi mitología personal como la España de la Generación del 98 o la Inglaterra georgiana de Jane Austen. Pero tan próximos a mi vida cotidiana como las deudas a las que yo mismo tengo que hacer frente, los arribistas como Eugène de Rastignac, con los que hay que lidiar a diario, o esa suerte de Lucien Chardon de Rubempré en la que me resisto a ver un trasunto de la mía. Sí señor, una de las cosas que más me impresionaron en Ilusiones perdidas fue la exactitud de las similitudes entre los procedimientos y ambientes periodísticos del París de Lucien con los de mi Madrid. Porque, la grandeza del maestro es que en La Comedia Humana llevó a cabo la gran síntesis literaria de los tiempos modernos.

 

            Eugenia Grandet (abril, 1997)

            Una vez cautivo del genio de Balzac, sin duda por esa "subyugadora energía personal" que desprende la magnitud de su obra -85 novelas y unos 10 relatos escritos, sobre los 137 títulos proyectados para el ciclo-, de la que habla José María Valverde en La historia de la literatura universal (Planeta, Barcelona, 1985), admiré en el puerto de Santander una edición completa de La Comedia Humana. Ya di cuenta de ello hace ahora tres años, en el segundo asiento de esta bitácora, precisamente el que dediqué a Ilusiones perdidas. Aunque no pude hacerme con ella, sí que me hice con Balzac y La Comedia Humana, esa impagable guía del ciclo, original de Carlos Pujol, que todavía consulto cada vez que comienzo alguna de las novelas que lo integran.

            Pujol, junto con Rafael Casinos Assens -el traductor de esa edición completa de La Comedia Humana a la que me refiero-, fue el mejor introductor a la obra de Balzac que han dado las letras españolas. Y fue Pujol, con el artículo que dedica al novelista en La historia universal de la literatura (Orbis-Origen, Barcelona, 1982) quien terminó avivar mi entusiasmo por su lectura. Completaban aquella historia los títulos más representativos, de los aludidos en cada capítulo, y pocos lo eran tanto -y desde luego ninguno con la extensión más adecuada para nuestros días, que resultan "largas" las novelas con más de doscientas páginas- que Eugenia Grandet.

            El dinero frente a todo, pero especialmente frente al amor. Ése es, en líneas generales, el principal argumento de Balzac. Por lo tanto, nada mejor para introducirse en la obra de un autor que hizo una epopeya de una aventura comercial en Grandeza y decadencia de César Birotteau, perfumista que Eugenia Grandet. Esta última novela, uno de los grandes títulos de La Comedia Humana, fue mi segunda lectura de Balzac en abril de 1997. Las que siguen fueron las notas que tomé entonces sobre su asunto:

            El señor Grandet es un acaudalado vinatero de Saumur. Sus riquezas sólo son comparables a su avaricia. Tanto es así que su mujer (Eugenia), su hija (Eugénie) y su fiel criada Nanón incluso se ven privadas de calefacción. No hay duda, en el frío que hace en la casa de los Grandet también se hace sentir el que pasó el novelista en sus años de buhardillas parisinas sin chimeneas.

            Se celebra el cumpleaños de la heredera -momento que las dos grandes familias de la región aprovechan para cabildear en aras de emparentarse con Eugénie- cuando su primo Charles, un dandi de París, se presenta en la casa. El joven es portador de una carta de su padre para Grandet, su hermano. Ignora que en la misiva, su progenitor le anuncia al avaro su ruina y su suicidio a consecuencia de ésta, a la vez que ruega a su hermano que se ocupe de Charles.

            Grandet calla la triste noticia hasta que el periódico da cuenta de ella. Entonces, adoptando una actitud cínica, el viejo avaro se hace cargo de la deuda de su hermano de tal manera que ello también le reportará ciertos beneficios. Muy por el contrario, la joven Eugénie, enamorada perdidamente de su primo, le entrega las monedas de oro que su padre le ha regalado tradicionalmente durante sus cumpleaños para que Charles se marche a las Indias a hacer fortuna.

            El disgusto que provocará en su casa el regalo hará que su madre caiga en una enfermedad que acabará por llevarla a la tumba y que su padre deje de hablarla. Sólo se reconciliará con ella ante la posibilidad de que la joven divida la herencia al morir la madre.

            Finalmente, ya difunto el matrimonio Grandet, cuando Charles regresa de las Indias convertido en un señor gracias al tráfico de esclavos -"detrás de de toda gran fortuna hay un gran crimen", escribió el novelista en La posada roja- ha olvidado las promesas de amor hechas a su prima. Así pues, decide casarse con una mujer que le proporcionará un título nobiliario. Con todo, Eugénie se hará cargo de las deudas del padre de Charles, que aún quedan pendientes, antes de casarse con un anciano y dedicarse a la caridad.

 

            La España tétrica (noviembre, 1998)

            En el verano de 1998 el diario El Mundo publicó su primera colección de libros. Eran ediciones ex profeso para aquella propuesta en la que se reunían relatos incluidos en distintas selecciones de sus autores publicadas en otras editoriales. La iniciativa me procuró un buen número de artículos que escribí con el mismo entusiasmo que leí La España tétrica en el otoño siguiente. Bajo aquel título se reunían dos piezas españolas en las que Balzac no ocultaba la admiración que le inspiraban las mujeres de este lado de los Pirineos, con el pelo "negro como las alas de un cuervo", e incluso la simpatía por la causa de nuestra independencia, lo que a mí más me sorprendió.

            Cuenta Carlos Pujol que el novelista frecuentó el salón parisino de la condesa Merlin. Perteneciente a la nobleza española aunque nacida en La Habana, dicha dama se casó con un general de Napoleón durante la invasión francesa de España. Todo parece indicar que ella es la que inspira el personaje de Juana en Las Maranas, el primero de los relatos reunidos en La España tétrica.

            Descendiente de una estirpe de mujeres de carácter, todas ellas amantes libertinas y apasionadas, Las Maranas, Juana ha sido destinada por su madre para ser la santa en cuya rectitud expiren todos los pecados de sus antepasadas. A tal efecto, es confiada por su progenitora a un comerciante de Tarragona. En casa de él está nuestra protagonista cuando las tropas de Napoleón entran en la plaza.

            Entre los invasores se encuentra un oficial italiano, Montefiore, quien al ver casualmente a Juana queda prendado de su belleza. Tras conseguir alojarse en casa del comerciante no le cuesta mucho trabajo seducir a la muchacha. La Marana madre, que presiente algo, se presenta en la casa y les sorprende. Cuchillo en mano, la madre insta a Montefiore a desposar a Juana. Pero, como éste resulta ser un cobarde, la muchacha le rechaza.

            En ese preciso instante se presenta Diard, un compañero de armas de Montefiore, quien, también cautivo de la belleza de Juana, se ofrece a casarse con ella. Llegados a este punto (página 42), el autor interrumpe la narración para decirnos, en un inserto que me ha chocado, que todo lo referido hasta entonces han sido los prolegómenos.

            Ya casada con Diard y trasladada a Francia, Juana, fiel a los deseos de su madre, será todo lo buena esposa que ella quiere que sea. Entretanto, su marido, habiendo abandonado el ejército, intentará ascender socialmente. En unas páginas en las que, por mucho que Carlos Pujol califique el relato como una obra menor -y probablemente lo sea-, se detecta el estilo del maestro, se nos cuenta cómo la sociedad desprecia a Diard. Finalmente una noche cualquiera, en que no encuentra en Juana, totalmente entregada a la educación de sus hijos, lo que busca, el antiguo militar comienza a darse al juego. Y el juego acabará por ser su perdición.

            Agobiado por las deudas contraídas con los naipes, nuestro hombre se reencuentra con Montefiore. Echan unas manos y Diard vuelve a perder. Como no tiene dinero el que pagar, decide matar a su antiguo compañero.

            Cuando Juana regresa a España, estando ya su marido detenido, su madre, ya en trance de muerte, le llama desde la camilla en que es transportada. Juana, que ya tiene treinta y seis años, le comenta que puede morir tranquila: la abnegación de su vida marital ha sido tanta que, según supone, habrá de valer para borrar las culpas de todas sus antepasas.

            El verdugo, la segunda de las piezas reunidas en La España tétrica cuenta cómo en Menda, un pueblo cántabro al parecer, un grande de España agasaja a Víctor Marchand, un oficial de Napoleón. En medio del convite, obedeciendo a un plan preparado junto a los ingleses, los habitantes del pueblo matan a todos los enemigos.

            Pero los ingleses no llegan y Menda vuelve a ser tomado por el invasor. Los franceses, como escarmiento, deciden dar muerte a un determinado número de gentes del lugar, empezado por toda la familia y toda la servidumbre del aristócrata. Sin embargo, el general de Bonaparte, a instancias de Marchand, decide conceder una gracia a la familia del grande. Ésta es perdonar la vida a uno de los hijos, con lo que se podrá perpetuar la estirpe, siempre y cuando el indultado acceda a dar muerte a sus padres y a sus hermanos. Finalmente, al elegido, tras sentirse agobiado por los naturales reparos, no le quedará más remedio que hacerlo.

 

            Melmoth reconciliado (marzo, 97)

            Regalo de mi buen amigo y editor Antonio Huerga, Melmoth reconciliado fue el segundo Balzac que atesoré. Sin embargo, no di cuenta de sus excelencias hasta diez años después, cuando la lectura de Melmoth el errabundo de Charles Maturin, del que el cuento más que novela de Balzac es conclusión, me empujo a ello. La lectura del errabundo fue uno de los muchos placeres que me deparó el verano del 96, la del reconciliado lo fue de la primavera siguiente.

            Castenier, su protagonista, es un antiguo oficial de dragones de la Grande Armée. Siempre el ejército de Napoleón. La aventura imperial francesa es a La Comedia Humana lo que el franquismo a la novela española posterior al 75. Ahora, a sus cuarenta años, Castenier, pese a estar casado con una mujer a la que no quiere que vive en provincias, es un cajero parisino. Por dar cuantos caprichos se le antojan a su amante, ha contraído unas deudas a las que no puede pagar.

            Resuelto a hacer un desfalco en el banco donde trabaja para marcharse a Italia y empezar una nueva vida bajo una falsa identidad, se dispone a perpetrar el fraude cuando Melmoth, el inmortal errante creado por Charles Maturin, se le aparece.

            Tan insólito visitante, haciendo uso de sus poderes sobrenaturales, vuelve a materializarse ante el cajero en el teatro donde asiste a una representación junto a Aquilina -su querida- para cambiar la pieza que se está representando en el escenario por el terrible futuro que aguarda a Castanier en caso de que decida llevar adelante su crimen. Por si con eso no hubiera sido bastante, Melmoth también enseña al cajero cómo Aquilina se entiende con otro hombre.

            Ante tan desolador panorama, la única solución que le queda al cajero es remplazar al inmortal en su pacto con el diablo. Cuando el cambio se lleva a efecto, Castanier no tardará en ser presa de la decepción que produce la inmortalidad. Pero consigue convencer a un banquero desesperado para que ocupe su lugar en el trato con Satán.

 

La piel de zapa (diciembre, 98)

            "Así como Melmoth reconciliado me entusiasmo, el otro Balzac fantástico, aquí presente, es el que menos me ha convencido de todo lo leído del francés hasta la fecha", apunté en las notas que tomé tras la lectura de La piel de zapa el último mes del 98. "De hecho, la construcción de la trama me ha llamado mucho más la atención que ésta en sí. Pero es muy probable que esté de más la observación de Carlos Pujol en la introducción advirtiéndonos que vamos a leer una obra menor".

            Para el propio Balzac, La piel de zapa era una de sus novelas favoritas y para alguno de sus estudiosos es el mejor de Los estudios filosóficos, la segunda de las tres primeras divisiones de La Comedia Humana. Esa misma erudición aún da vueltas a las palabras que dedicó Goethe a esta obra, en cierto sentido tan fantástica como su Fausto, queriendo dilucidar si son una crítica o un elogio. A mí, en cualquier caso, la opinión de Goethe me interesa tan poco como el resto de la cultura alemana en su conjunto. Me parece mucho más significativo lo apuntado por Oscar Wilde -"Como el naturalista describía leones y tigres, el novelista estudiaba hombres y mujeres"-, cuyo Retrato de Dorian Grey toca tan de cerca de La piel de zapa. Vuelvo a las notas que tomé tras su lectura en el 98:

            Habiéndonos presentado al marqués de Valentín perdiendo su última moneda en una sala de juego, lo que constituye el fragmento más logrado de toda la novela -siempre el dinero y los desastres que su pérdida o falta acarrea-, Balzac lleva a su protagonista al almacén de antigüedades donde adquirirá la piel que le proporcionará la felicidad a la par que la desdicha. Acto seguido nos muestra a Rafael de Valentín refiriendo su historia a un tertuliano. Se inicia entonces el flash-back sobre el que vengo a llamar la atención, esa forma que antepongo al fondo. Y es entonces cuando marqués nos cuenta la historia de su vida. En grandes líneas fue así:

            Estudiante de leyes para pleitear por unas tierras pertenecientes a su familia, según el mandato de su padre, al morir éste, Rafael se quedó sin nada en el mundo. Instalado pues como huésped de pago en casa de una señora venida a menos, nuestro hombre da lecciones a su hija. Como cabía esperar, Paulina, la muchacha en cuestión, no tarda en inspirarle. Pero será Fedora, una frívola marquesa, que al igual que a otros tantos admiradores le recibe en su casa, a quien Rafael deseará más ardientemente. Por ella gastará lo poco que tiene y Fedora, plena de cinismo, le rechazará.

            Despechado se dará a la vida crápula en compañía de sus más queridos camaradas. Junto a ellos conocerá el delirio de las orgías. Cuando ya no les queda más que una moneda, la suerte se acuerda de la cuadrilla brindándoles un pequeño capital. Acabada esta suma, otra vez desesperado, Rafael irá en busca de la fortuna a la casa de juego en la que nos fuera presentado al comienzo de la narración. El flash-back, que ha ocupado el grueso de la novela, se cierra con la adquisición del prodigio aludido en el título. La piel merma en la misma medida que concede sus deseos. Toda una metáfora de la que bien puede deducirse que el Balzac fantástico lo es mucho menos de lo que parece.

            Descreído aún ante su adquisición, Rafael pide una desorbitada renta que, inmediatamente, le es concedida. Eso sí, la piel ha mermado considerablemente.

            Instalado en un palacio a la medida de su fortuna. El marqués de Valentín tiene un criado, un hombre de confianza que, sin el saberlo muy bien, se encarga de que nada le falte ni nadie le moleste para que el desdichado no se vea obligado a desear nada. Tanto es así que ha dotado las puertas de su casa de un procedimiento mediante el cual, al abrir una, se abren todas. El simple deseo de abrir una puerta merma su existencia.

            De nada servirán las precauciones del marques cuando vuelve a encontrarse a Paulina en la opera. La muchacha, a la que la fortuna también le ha sonreído devolviéndole a su padre rico, le ama. Valentín descubrirá en ella el verdadero amor. Sin embargo, ya es tarde, todos los deseos que nuestro hombre experimenta junto a su amada van en detrimento de su vida puesto que no hacen sino mermar la piel a la que está atada.

            Consciente de ello, Rafael se aparta de su dueña, yendo a parar a un balneario donde el resto de los residentes, al sentirle diferente, le desprecian. Tanto es así que uno de ellos lo desafía a un duelo para obligarle que se marche. Lejos de hacerle caso, Valentín acepta el reto. Pese a que llega al lugar elegido para el combate muy enfermo, nuestro hombre advierte a su adversario de su capacidad de hacer realidad todos los deseos. No obstante, su enemigo decide iniciar el combate en el que, efectivamente, gracias a los poderes del marques dejará la vida.

            En un último intento de salvar sus días, el marqués de Valentín buscará la paz del campo. Mas su comunión final con la naturaleza también será inútil. De nuevo en París, con la piel mermada hasta no ser más grande que una hoja, con el objeto de dar con algo capaz de estirarla consultará a las eminencias de la medicina como ya había hecho con las de la ciencia. En ninguno de lo casos habrá resultados.

            Reunida otra vez con él, sabiendo que al desearla pierde la vida, Paulina se suicidará. De esta manera, los dos amantes quedarán unidos en la muerte. Romántico final para ese gran realista que Balzac quien aquí, al igual que en el resto de su producción fantástica, dejó entrever su interés por el mesmerismo.

            Casi quince años después de estas primeras lecturas, La Comedia Humana sigue siendo mi gran pasión bibliófila. Atesoro una veintena de sus títulos entre los que cuentan algunas de las legendarias traducciones de Cansinos Assens: Un primer paso en la vida, Alberto Savarus, La vendetta, Una doble familia, La paz del hogar... Siempre que doy con alguna de sus entregas, la compro. Mi última adquisición, Honorina, ya está en uno de los modernos formatos digitales.

            "Antes que Zola, Balzac describió a una sociedad obsesionada por el dinero y, antes que Freud, desmontó el mecanismo de las pasiones" se afirma en el prólogo, por desgracia anónimo, de la edición de El coronel Chabert que atesoro ahora. Me descubro ante el acierto de la afirmación. Pese a los 163 años transcurridos desde su muerte, el mundo descrito por Balzac -con menos marqueses y condesas, bien es cierto- no difiere en nada del nuestro. Y ese "plan que abarca al mismo tiempo la crítica y la historia de la sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios" al que, a decir del propio escritor, obedecía su monumental obra, es el mayor alimento literario a mi misantropía.

 

Publicado el 9 de abril de 2013 a las 18:00.

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Comentarios - 2

1 | Rafael Cansinos (Web) - 10/4/2013 - 11:55

Para añadir a tu pasión bibliográfica: Dentro de unos días publicaremos en edición digital la traducción de Cansinos Assens, revisada y actualizada, de "El tío Goriot", con ilustraciones de Charles Huard. El libro se podrá descargar en Amazon y Google Books. Será la primera de una serie de novelas de Balzac que irán apareciendo en ese formato. También queremos preparar la biografía de Balzac con la que Cansinos introduce "La comedia humana".


Saludos,

Rafael Cansinos
Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens
www.cansinos.org

2 | Javier Memba (Web) - 10/4/2013 - 13:46

Muchas gracias por la información pero ya la tengo. Precisamente es una traducción de Rafael Cansinos Assens, en una edición de Orbis Rizzoli fechada en 1994, que se anuncia como una cesión de Aguilar. No hay duda de que pertenece a esa edición completa de "La Comedia Humana", de esta última editorial, que vi en el 96 en Santander. Lo que no tengo es la biografía de la que me hablas. De momento, sólo atesoro la biografía novelada de Balzac del gran Stefan Zweig. Así que esperaré la que me anuncias con el mismo interés que seguiré vuestras publicaciones.
Un cordial saludo y gracias otra vez.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Una guía clásica de la ciencia ficción

Musas de grandes canciones

Memorias de la España del tebeo

70 años de la revista Tintín

Ediciones JC regresa a sus orígenes

Seis claves para entender a Hergé

La chica del "Drácula" español

La primera princesa de la lejana galaxia

El primer Tintín coloreado

Paloma Chamorro: el fin de "La edad de oro"

Una entrevista a la fotógrafa Vanessa Winship

Una recuperación del Instituto Murnau

Heroínas de la revolución sexual

Muere George A. Romero

Un mito del cine francés

Semblanza de Basilio Martín Patino

Malevaje en la Gran Vía

Entrevista a Benjamin Black

Un circunloquio sobre la provocación

Una nueva aventura de Yeruldelgger

Una dama del crimen se despide

Recordando a Peggy Cummins

Un tributo a las yeyés francesas

La última reina del Technicolor

Recordando a John Gavin

Las referencias de La forma del agua

El Madrid de 1988

La nueva ola checa

Un apunte sobre Nelson Pereira dos Santos

Una simbiosis perfecta

Un maestro del neorrealismo tardío

El inovidable Yellowstone Kelly

Que Dios bendiga a John Ford

Muere Darío Villalba

Los recuerdos sentimentales de Enrique Herreros

Mi tributo a Harlan Ellison

La inglesa que presidió el cine español

La última rubia de Hitchcock

Unos apuntes sobre Neil Simon

Recordando Musicolandia

Una novelista italiana

Recordando a Scott Wilson

Cämilla Lackberg inaugura Getafe Negro

Una conversación entre Läckberg y Silva

El guionista de Dos hombres y un destino

Noir español y hermoso

Noir italiano

Mi tributo al gran Nicholas Roeg

De la Escuela de Barcelona al fantaterror patrio

Recordando a Rosenda Monteros

Unas palabras sobre Andrés Sorel

Farewell to Julia Adams

Corto Maltés vuelve a los quioscos

Un editor veterano

Una entrevista a Wendy Guerra

Continúa el misterio de Leonardo

Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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