Un apunte sobre "A Love Supreme" y otros artículos de F. J. González (autoficción) (y III)
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John Coltrane fotografiado por Charles Stewart para Gordon Press
Llevaría estudiada una cincuentena de piezas, del par de centenares de textos que, entre artículos, presentaciones de conciertos e incluso contraportadas de discos mi mentor dedicó al jazz, cuando le llegó el turno a aquel que habría de encabezar mi edición. Un acólito de H. P. Lovecraft, un tal T.E.D. Klein, incluyó en una antología dedicada a celebrar los mitos de Cthulhu, publicada por Arkham House 1999, un cuento titulado Un negro con una trompeta. El "negro" aludido no era otro que John Coltrane; la trompeta, su saxofón. A Klein no se le había ocurrido otra cosa que presentar a un misionero, que temía por su vida tras haber sufrido un conjuro en un recóndito lugar de la jungla malaya hasta donde le llevó su misión evangelizadora. Mientras el brujo obraba en él el sortilegio, soplaba un pífano que le daba una imagen que al predicador del relato de Klein se le antojaba tal que la de Coltrane tocando un saxo en el dibujo de Victor Kalim que ilustra el interior de la carpeta de A Love Supreme (1964), que nos muestra al saxofonista haciendo lo propio.
Apenas tuve noticia del asunto, González me remitió un PDF de Un apunte sobre "A Love Supreme", un artículo de opinión que por entonces desconocía. Había sido publicado en la revista Ajoblanco, en enero de 2000, como una columna de opinión que acompañaba a la crítica del libro que recogía Un negro con una trompeta.
Aquel cuento de Klein lo tenía todo para que F J. le hubiese dedicado una de sus piezas de desagravio. Había que volver a reparar la secular desconsideración del jazz por parte de la sociedad estadounidense, el inmemorial racismo padecido por la comunidad afroamericana, la injerencia de los catecúmenos en culturas ajenas y algunas otras cuestiones no por consabidas menos execrables. En fin, Un negro con una trompeta tenía todo para que Un apunte sobre "A Love Supreme" fuera otro de esos artículos airados de mi mentor.
Sin embargo, fue la primera vez que F. J. González afirmó que le gustaba el jazz, escribió única y exclusivamente sobre música: la relación entre el contrabajo (Jimmy Garrison), con el batería (Elvin Jones), el piano de Alfred McCoy Tyner, la espiritualidad del propio Coltrane -al que convertía en una figura poética, como Cortázar a su Charlie Parker y Kerouac a Lester Young- que concibió el disco como una suite de acción de gracias por haber superado la toxicomanía. Naturalmente, mi mentor seguía considerando ignominioso lo sugerido por Klein en su apología del odio. Pero había decidido dedicarle la mayor indiferencia. Como Miles Davis y John Coltrane en el 61, cuando ajenos al concepto de la Disney de la comunidad afroamericana, grabaron su memorable versión de Some Day My Prince Will Come. Era como si F. J. hubiera puesto en práctica aquel adagio que reza que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio.
Al principio creí que González comenzó a decir que le gustaba el jazz -que en realidad le venía gustando desde que empezó a escribir sobre él- a raíz de esa América postracial que pareció atisbarse tras la llegada al poder de Barack Obama. Me equivocaba. Fue mucho mejor: mi mentor comenzó a decir que le gustaba el jazz cuando dejó de considerarlo la épica de la comunidad afroamericana para entenderlo como la lírica de Charlie Parker, John Coltrane, Miles Davis... Una música que es patrimonio de quienes quieran disfrutar con ella al margen de comunidades y de razas. Lo contrario es perpetuar el estigma, seguir cumpliendo con lo que dispusieron quienes la bailaban como una bufonada.
Publicado el 22 de octubre de 2019 a las 10:30.