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Los relatos más bellos del mundo VIII

Archivado en: Cuaderno de lecturas, Los relatos más bellos del mundo

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Slawomir Mrozek

 

           (Viene del asiento del 6 de mayo de 2020)

           Perdí el poco sentido del humor que me quedaba cuando dejé de beber, hace ya diez años. Desde entonces, más o menos, soy como Fernando Fernán Gómez cuando se dirigían a él los reporteros de Caiga quien caiga, el popular espacio televisivo cuyo final coincidió con el de mi sed. Eso de que todo tenga que ir acompañado de una gracia me carga. Si acaso, la ironía, el sarcasmo y los trallazos que recibía impasible Buster Keaton y el resto de los grandes del slapstick. Pero la imitación, la burla, el chiste fácil, la guasa popular no van conmigo, que soy -y además me gusta serlo- un tipo sombrío, taciturno y apesadumbrado. Ante este panorama, comprenderá el lector que la literatura humorística no revista para mí interés alguno. Atesoró desde hace más de cuarenta años la edición de los cuentos de Poe en el Libro Amigo de Alianza Editorial. Es decir, la traducida por Julio Cortázar. El tomo primero, el de los cuentos de miedo, los cuentos de Poe por antonomasia, es uno de mis textos más queridos. El segundo, el de los cuentos de humor, una lectura que acometí con mucho esfuerzo por ser obra del maestro. De ser originales de cualquier otro autor, ni lo hubiera abierto.

            Con tales antecedentes, cuando, prosiguiendo con mi lectura de Los relatos más bellos del mundo, le llegó el turno a los reunidos bajo el epígrafe de Humor e infancia, todo fueron recelos. Sin embargo, como tantas veces con tantas cosas acometidas desde una visión premeditada, su lectura ha sido un grato descubrimiento. Como contaba mi admirado Jaime Gil de Biedma en la solapa de la segunda edición de Las personas del verbo (1982) que fue para él Sevilla, a la que había desdeñado frente a Manila en la solapa de Colección particular (1969). Resumiendo, esta del humor y la infancia, ha sido una de las selecciones que más me han gustado.

            Hay algo en El muñeco de nieve, primero de esos relatos infantiles que me ocupan que ha venido a recordarme las explicaciones de uno de los más execrables humoristas televisivos, lamentándose frente a una cámara de lo restringido que iba quedando su espacio para la burla cruel -su especialidad- ante la nueva corrección política. Original del polaco Sławomir Mrożek, su asunto gira en torno a las concomitancias y significados que diferentes vecinos de una ciudad sin precisar sacan a un muñeco de nieve que unos niños hacen en una plaza inocentemente.

            El primero en presentarse en casa de los muchachos para protestar al padre es el quiosquero de la glorieta en cuestión. Se ha dado por aludido con la zanahoria que los muchachos han colocado a su monigote. El padre acepta sus argumentos de buen grado. Todavía no ha terminado de llamar la atención a sus retoños cuando viene a quejarse el jefe de un sindicato que tiene su sede en la plaza. Éste ha entendido que los pequeños, al colocar una encima de otra las tres bolas de nieve que dan forma al muñeco, han querido referirse a los ladrones que se amontonan en su organización. El interpelado vuelve a tomárselo todo con la corrección debida.

            Totalmente convencido de las figuraciones de los escandalizados con el muñeco, el padre vuelve a regañar a sus hijos cuando es el mismo presidente del Consejo Nacional quien le viene con la queja correspondiente. A su juicio, los botones que han colocado al monigote le ridiculizan a él, canciller del "estado de obreros y campesinos" en cuyo territorio se encuentra nuestra ciudad, porque, por distracción hay veces que sale a la calle con los pantalones desabrochados.

             "¿Por qué no van sus hijos y colocan un hombre de nieve al pie de la ventana de Adenauer?" Y es entonces precisamente, cuando empiezan las referencias inequívocas de Mrożek. Porque, como es harto sabido, Adenauer, además de un ferviente anticomunista, fue canciller de la República Federal Alemana entre 1949 y 1963. De modo que la plaza donde se encuentra el muñeco bien pudiera estar en Berlín Este.

            Pese a que el humor de Sławomir Mrożek suele considerarse surrealista, El muñeco de nieve, más que surreal me ha parecido una suerte de alegoría de la perversión del estalinismo, que en cualquier nimiedad podía ver una expresión de los enemigos del estado de obreros y campesinos. Mrożek militó en el Partido Obrero Unificado Polaco hasta que, en 1963, siendo ya un dramaturgo de renombre internacional, se convirtió en uno de los desertores más sonados de la Polonia comunista. Si, independientemente de su significado político, el texto me ha recordado a ese humorista televisivo ha sido porque aquel miserable, en su lamento, fue a decir que se burlara de quien se burlase en sus chistes, siempre iba a molestarse alguien.

            Sí señor, El muñeco de nieve es un buen relato desde la perspectiva del tiempo de la selección, 1969. Es decir, aún en la guerra fría. Ahora bien, si admitimos eso que sostenía Scott Fitzgerald de que el más mínimo apunte político contamina una creación literaria hasta descalificarla por completo, opinión que comparto sin matiz alguno, El muñeco de nieve tiene el mismo valor que los dibujos de Mingote que ilustran esta sección de la antología. No es otro que el testimonial. El texto es un documento de la polarización política del mundo hace cincuenta años; el dibujo, de la jovial sencillez de la ilustración popular de aquellos días.

***

            Lo mío con Tagore debe de ser un problema semántico. Leído por primera vez en mi adolescencia, cuando el sentimentalismo propio de la edad me abocaba a la poesía, ya entonces no acabé de enterarme del significado último de sus versos.

            Eso exactamente es lo que me ha pasado ahora con el escepticismo de la senectud, tampoco he cogido el sentido último de su prosa. Más infantil que de humor, la incluida en esta selección bajo el título de El héroe cuenta la historia de un niño que imagina para su madre cómo la protegería de unos salteadores de caminos durante un viaje. En dicha hipótesis, que es todo el cuento, el pequeño sería un valiente jinete y su progenitora la viajera de un palanquín perdido en algún camino de Oriente, "peligroso y desconocido". Más que lo contado -ésa es otra, cuanto a la infancia concierne se me queda tan lejano como mi propia niñez-, que además de no entender en su última instancia me resulta indiferente en la primera, lo que me interesa es cómo se nos cuenta. La forma antes que el fondo. Eso de narrar en potencial me seduce mucho más que el deseo del niño de tener una oportunidad de ser valiente para salvar a su madre.

***

            La tinaja de Luigi Pirandello es un cuento previsible. Sin embargo, no me lo ha parecido tanto el pintoresquismo en que se enmarca. Me explico, Loló Zirafa, su protagonista, dueño de un olivar en Sicilia, entre Quote y Primosole, es un tipo tan obtuso como suele pintar la literatura pintoresca a la gente rústica. Vaya por delante que, aunque urbano a ultranza, no comparto esa opinión. Además de defensor de la ciudad como el hábitat natural del ser humano, sería un impostor si, después de haber empezado estas líneas criticando a los humoristas televisivos que se burlan de los demás -quienes, por cierto, aún tienen en la gente agreste una inagotable fuente de inspiración-, ahora viniese yo a reírme del Zirafa de Pirandello por su rusticidad.

            Lo que me ha llamado la atención es leer sobre Sicilia sin ninguna referencia a la consabida, manida y ya cansina mafia. E, incluso, la fijación del olivarero con el código civil, obsequio de su abogado después de que, durante años, le visitase tres o cuatro veces por semana con otros tantos asuntos por los que pleitear. Don Loló, como le llaman sus peones, se me antoja más un tipo de cerrar tratos de palabra que de leyes escritas. Cuando le conocemos, está muy disgustado porque dos de sus trabajadores le han roto una tinaja nueva. No le queda otra que avisar a un especialista en la reparación de estos recipientes, un lañador, que al perecer se llamaban. El de Pirandello es conocido como el tío Dimas. Si apunto que el cuento me ha parecido previsible es porque, nada más saber de este personaje, me imaginé que iba a acabar encerrado en la tinaja en cuestión.

            En efecto, eso es exactamente lo que pasa. La supuesta gracia está en que, cuando don Loló, tras consultar a su abogado, le anuncia al tío Dimas que si rompe la tinaja para salir tendrá que pagársela, éste prefiere quedarse dentro. Al cabo, ya entrada la madrugada, el lañador, desde dentro de la tinaja se ha puesto a cantar con unos borrachos que la rodean y entre todos despiertan a don Lolò. El olivarero baja enfurecido para dar un golpe al dichoso recipiente, yendo éste a rodar hasta estrellarse, liberando así al lañador.

***

            No hay duda de que la obra de Mark Twain es la prueba irrefutable de que la literatura humorística puede ser tan admirable como cualquier otra. No seré yo -¡mísero de mí!- quien se atreva a poner en duda ese magisterio de la narrativa estadounidense que le atribuyeron Hemingway y Faulkner. Más aún, incluso escribiré que harían falta muchos hombres de la buena voluntad de Twain para que su país salga felizmente de la encrucijada en la que se encuentra actualmente. Pero, quizás se deba a mi falta de sentido del humor, el caso es que el siglo de Twain -la centuria decimonónica- también es el del esplendor de la narrativa norteamericana, el de Henry David Thoreau, Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe y Herman Melville. Por no hablar de Ambrose Bierce o Bret Harte y algún otro de los "menores", que a veces no lo son tanto, de esos cien años en que las letras estadounidenses irrumpieron brillantemente en la historia de la literatura universal. El caso es que puesto a elegir uno entre tanta excelencia, yo me quedo con mi siempre admirado Edgar Allan Poe.

            Esto no impide que me descubra ante el ingenio demostrado por Twain en El pobre novio de Aurelia, su relato más bello del mundo, que se nos presenta como la consulta que le hace una novia desolada al escritor. La muchacha en cuestión, Aurelia, se prometió con dieciséis años a un joven apuesto, Williamson Breckinridge Caruthers, quien perdió todo su atractivo personal tras contraer unas viruelas. Aurelia consideró la posibilidad de abandonarlo. Pero, como hubiera hecho cualquier muchacha buena, decidió permanecer a su lado. Eso sí, pospuso unos días la boda. En ese tiempo, Williamson perdió un ojo. En un nuevo retraso de las nupcias, se cayó a un pozo y perdió una pierna. Y así, sucesivamente, por diversas vicisitudes, a cuál más insólita, perdió un brazo, luego otro y hasta la cabellera. Aurelia pide consejo al narrador acerca de si debe ir o no con él al altar.

            Twain responde a su corresponsal que retrase la boda una vez más. Como a su prometido, dado su inexorable destino, sólo le queda perder la vida, es muy probable que no llegue al desposorio. Y, aun así, si llega a celebrar sin contratiempos los esponsales, es muy probable que el marido no le viva mucho. De ser así, cuando muera, podrá vender todas las prótesis por un dineral.

            Reconozco que El pobre novio de Aurelia es un cuento sumamente ingenioso. Incluso podría apuntarse que, habida cuenta de las fantásticas amputaciones que sufre Williamson, la influencia de Twain irradia hasta el Italo Calvino de El vizconde demediado (1952). Pero a mí lo que me gusta son los cuentos de miedo. ¡Qué le voy a hacer!

***

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            Como ese tipo apesadumbrado que soy, también me gusta el cuento triste. Y pocos cuentos tan tristes como Adiós Cordera de Leopoldo Alas Clarín. Bien es verdad que está protagonizado por dos niños, pero puede que sea demasiado triste para las edades más tempranas. Siendo uno de los cuentos más hermosos escritos en español -particularmente ya lo había leído varias veces- su argumento es del dominio público.

            Felizmente casado desde hace tres décadas con una asturiana, suelo recorrer varias veces al año el trayecto que va de Oviedo a Gijón. Allí sitúa Clarín el prado de Somonte, donde jugaban Pinín, Rosa y La Cordera. Desde 1990, cuando hice ese camino por primera vez, no ha habido ni siquiera una ocasión que no haya evocado a tan entrañables personajes. Primero jugando con la vaca, luego al despedirse de la pobre res, cuando el tren la lleva al matadero y pronuncian ese "Adiós Cordera" que da título al relato que, para mi humilde juicio, es la cumbre de la narrativa naturalista española.

            Y si hay algo más triste que esa pobreza que obliga al padre, Antón de Chinta, a vender a la Cordera para que se la coman el cura y los ricos, eso es la despedida de Rosa a su hermano, al que también se lleva un tren que circula por las mismas vías que se llevaron a la vaca. A su modo también va a el matadero, pues se lo lleva el rey a una guerra carlista.

            Antes hablaba de Tagore. Pues bien, llegué a ese poeta bengalí que no acabo de entender ni en verso ni en prosa por la amistad que le unió a Juan Ramón Jiménez y a su esposa, Zenobia de Camprubí -su traductora del inglés-. Jiménez siempre ha contado con toda mi admiración por dos libros, Diario de un poeta recién casado y Platero y yo, ambos de 1917. Tengo el convencimiento de que las mayores expresiones que ha dado el amor franciscano a los animales en la literatura española han sido Adiós cordera -por cierto, publicado originalmente en el Madrid de 1893- y Platero y yo. Después, pero ya a cierta distancia, iría un poema del Alberti surrealista: Buster Keaton busca a su novia, que es una verdadera vaca. Basado en la cinta del gran Cara de Palo El rey de los cowboys (1925), estaba incluido en Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929).

            Diré más, esta obra maestra de Clarín, junto con Un corazón simple (1877) de Flaubert, es la máxima expresión de ese amor franciscano a los animales de toda la historia de la literatura universal. Al menos de lo poco que yo he leído. Todas estas piezas, deberían ser de referencia obligada para el nuevo animalismo.

(continúa en el asiento de trece de febrero de 2021)

Publicado el 9 de septiembre de 2020 a las 04:00.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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