Dididai es una asociación promovida por Pablo, uno de los miembros de nuestro equipo de trabajo del año pasado, con el propósito de mejorar la atención de los menores con discapacidad de Bal Mandir, sin duda, el colectivo más desfavorecido del orfanato. Gracias al empeño de Pablo, al trabajo de Amalia, y al apoyo de numerosos amigos y amigas, entre los que Aurora y yo nos preciamos de estar incluidos, Dididai está haciendo realidad algunas de las ideas de Pablo, que al principio nos parecían utópicas.
Todo partió de la honda impresión que este grupo de desgraciados entre los desgraciados produjo en Pablo, que ya tenía una larga experiencia en el trabajo con jóvenes con discapacidad intelectual en Londres. Pablo estudió Bellas Artes en España, pero al terminar los estudios universitarios, una beca le permitió seguir formándose en la capital inglesa, y allí descubrió que la actividad creativa podía ser una herramienta de trabajo formidable en esa área de la diversidad funcional. Pero en el centro educativo en el que Pablo trabaja en Londres, y en todos los que había conocido hasta su llegada a Bal Mandir, todos los avances y facilidades propios del mundo desarrollado, estaban puestos, como debe de ser, al servicio de la atención, la estimulación y el desarrollo de los jóvenes con diversidad funcional. En ese sentido, en Bal Mandir quedaba todo por hacer.
Las discapacidades de Lata, Roji, Nimi, Upasana, Usha, Madhusadhan, Ram, Sujata o Jayanti, no diferían de las de los jóvenes con los que diariamente trabajaba Pablo, pero sí la atención que se les estaba prestando. Las cinco primeras, con parálisis cerebral, permanecían tumbadas sobre la colchoneta de su habitación de noche y de día. Las tres más mayores llevaban años sin salir de su cuarto. Cuando logramos montar a Lata en una silla de ruedas y pasearla por el orfanato, todo un mundo se abrió para ella. Roji y Nimi llevaban tanto tiempo tumbadas, que estaban demasiado rígidas para poder soportar permanecer sentadas en la silla de ruedas. Madhusadhan, Ram y Sujata, con autismo, retraso mental y sordera, vagaban por el orfanato, bastante desatendidos y privados de su elemental derecho a la educación. Jayanti, con síndrome de Down, falleció poco después de nuestro regreso a España
El primer logro de Dididai fue contratar a Pradip, el estudiante nepalés de Bellas Artes que ha colaborado con nosotros en todas las ediciones de este proyecto, para que acudiera diariamente a Bal Mandir para trabajar con estos jóvenes, intentando atenderles y estimularles de alguna manera.
En abril de este año Pablo regresó a Bal Mandir y consiguió dos objetivos importantísimos: escolarizó a Madhusadhan, Ram y Sujata en un centro de educación especial en el que están recibiendo atención individualizada; y logró que en Bal Mandir se habilitara una habitación para el trabajo diario con las cinco niñas que padecen parálisis cerebral. En esta labor, Pradip está siendo apoyado por especialistas de un centro educativo nepalés especializado en esa discapacidad.
Por si esto fuera poco, Dididai recientemente ha contratado a Michelle, un educador especial europeo, que ha llegado a Bal Mandir hace unos días, para permanecer aquí durante nueve meses y trabajar con estos menores, al tiempo que forma a Pradip. Hemos tratado de arropar y apoyar a Michelle todo lo posible, conscientes de que viene solo, y de que la primera impresión que produce este orfanato es dura. Parece que su adaptación está siendo buena, y tengo la impresión de que, con ayuda de Pradip, logrará sentirse a gusto trabajando aquí.
Hace unos días pedí permiso a Michelle para presenciar, acompañado por algunos otros miembros de nuestro grupo, una de sus sesiones educativas. En esa ocasión le apoyaba Sara, la componente de nuestro equipo cuya misión específica es posibilitar que los menores con discapacidad de Bal Mandir puedan participar, en la medida de lo posible, en nuestras actividades. Pradip disfrutaba de unos días de permiso por el Dashain. Nos colocamos lo más discretamente posible en la habitación especial, con la intención de pasar desapercibidos, si ello era posible. Michelle ya lo tenía todo preparado, y esperaba a que Sara y algunos de nuestros voluntarios terminaran de trasladar a Usha, Upasana, Lata y Roji desde sus habitaciones. Nimi no pudo asistir a esa clase por encontrarse con fiebre. Colocaron a las niñas en unas sillas especiales, de frente al profesor, y Michele empezó dando la bienvenida a cada una de ellas, para lo cual mostraba la foto de la niña en cuestión en la pantalla de su ordenador portátil, al tiempo que hacía sonar la canción identificativa de cada una de ellas. Michelle enfatizaba mucho cada una de sus palabras, y gesticulaba como si fuera un auténtico mimo. Me dio la impresión de que todo lo que decía en inglés, lo estaba repitiendo al tiempo en el lenguaje de signos. Muy a menudo tocaba a la niña con la que estuviera comunicándose, y dibujaba directamente sobre sus brazos, su cara o sus piernas, algunos de la infinidad de signos que hacía.
Roji, Lata, Upasana y Usha le contemplaban atentamente con la expresión facial congelada, como si estuvieran absortas o absolutamente perplejas por la actuación de aquel singular maestro.
Tras las bienvenidas, Mitchelle anunció con grandes aspavientos que daba comienzo la lección de matemáticas. Creo que yo le contemplaba con la misma expresión de sorpresa e incredulidad que sus alumnas. Sara parecía perfectamente sincronizada con él, en ocasiones amplificaba alguna afirmación de Michelle, otras aplaudía y aportaba el entusiasmo del que parecían privadas las cuatro alumnas.
-Una lección de matemáticas para niñas con parálisis cerebral. Michelle debe de haber perdido el juicio -pensé.
Sacó cinco ranas de cartulina, recortadas y coloreadas, y las puso sobre un papel de seda azul, que simulaba un estanque. Entonces Sara y él cantaron en inglés al unísono, al tiempo que gesticulaban:
-Cinco ranitas vivían en un estanque, pero una de ellas saltó. -En ese momento simuló un gigantesco salto de una de las ranas de cartulina, e inmediatamente metió la mano en un pequeño recipiente con agua, y salpicó a una de las niñas, provocando en ella un natural sobresalto.
-¿Cuántas ramitas quedan ahora en el estanque? -preguntó a Upasana, al tiempo que le mostraba una cartulina con el número 4 dibujado en grande. La niña le contemplaba atónita, y no hizo ni el más leve gesto facial, pese a lo cual, después de un prolongado silencio, Michele gritó:
-Muy bien Upasana, quedan cuatro ranitas. -Y Sara y él felicitaron a la niña por su fingido acierto.
Repitieron el juego, con un número decreciente de ranitas, con cada una de las niñas. La única que se inmutó fue Lata, que se rió al ser salpicada inesperadamente con agua. Por supuesto, ninguna de ellas pronunció ni una sola palabra, de hecho jamás les he oído hablar. Tampoco hicieron el más mínimo gesto que indicara que habían comprendido la lección.
Precisamente eso era lo más sorprendente y conmovedor de la escena. El enorme derroche expresivo en el afán comunicativo de Michelle, contrastaba dramáticamente con el mutismo de las cuatro niñas, pese a lo cual, Michelle no se daba por vencido, y seguía tratando de hacerse entender con el mismo ímpetu e ilusión que al principio. Entonces tuve la certeza de que Michelle continuaría así, día tras día, preparando con ilusión y esmero cada una de sus lecciones magistrales, sin dejarse abatir por el desánimo, y sin cejar en su empeño, hasta el último de los días de sus nueve meses de estancia en Bal Mandir. En ese momento, se me saltaron las lágrimas, por compasión hacia esas pobres niñas, pero también por admiración hacía ese singular profesor, que hacía de su trabajo un verdadero acto de fe.
Aprovechando que la clase de matemáticas había concluido, indiqué a Michelle que nos marchábamos.
Los despidió con un sencillo gesto, como si quisiera reservar todas sus energías comunicativas para Roji, Lata, Usha y Upasana, y empezamos a abandonar la habitación al tiempo que escuchábamos como Michelle anunciada con grandes ademanes, como si fuera el presentador de un número circense, la siguiente lección:
-Y ahora, queridas niñas, empieza la lección de historia de la música.
Sara vitoreó y aplaudió, y ayudó a alguna de las niñas a utilizar sus manos para producir con ellas algún aplauso.
Me dieron ganas de quedarme para escuchar esa nueva lección, pero pensé que ya habíamos distorsionado demasiado el ambiente de la clase, y sería mejor dejar hacer al maestro, directamente con sus alumnas, sin espectadores.
José Luis Gutiérrez
Kathmandu, 20 de octubre de 2010
Publicado el 28 de octubre de 2010 a las 10:15.